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Una página más del diario - Lance Turner - 02-11-2024

Hoy fue un día inusualmente tranquilo. No hubo gritos, ni peleas, o siquiera algo que amenazase mi paz interna. Solo el suave susurro de las olas acariciando la costa y el sonido de las risas de los aldeanos mientras continuaban con sus quehaceres diarios. Después de días en alta mar, el tiempo en este pueblo pesquero se sintió como un oasis de paz.

El día empezó cuando aún apenas despuntaba el sol, y me encontré a mí mismo despierto antes de lo usual. Decidí aprovechar esa oportunidad para explorar un poco. Caminé por las calles del pueblo, aún desiertas a esa hora, con el aire fresco y el olor a sal impregnándolo todo. Las casas de madera, con tonos ya gastados por el viento y el sol, parecían susurrar historias de otras épocas. Me sentí como uno de los habitantes, un isleño más en este pequeño rincón del mundo.

Poco después, me encontré con un grupo de pescadores que preparaban sus redes y aparejos junto al muelle. Uno de ellos, un hombre mayor de piel curtida por el sol y manos callosas, me lanzó una mirada curiosa.

- ¿Sabes pescar, joven? - Preguntó, sin abandonar su tarea de revisar las redes.

Sonreí y negué con la cabeza. Aunque había pasado gran parte de mi vida en el mar, la pesca siempre me había parecido una habilidad especial, un arte que yo no dominaba.

- No soy muy bueno en eso - Admití, sintiéndome como un aprendiz ante el maestro.

Él solo rió, una risa ronca y profunda, y me hizo un gesto para que me acercara. Se presentó como Olaf y, con la paciencia de quien ha enseñado a muchos antes que a mí, comenzó a explicarme los principios básicos. Me mostró cómo anudar los hilos, cómo sostener la caña y, lo más importante, cómo leer el agua y los movimientos del pez. No era algo que uno pudiera aprender en un día, claro, pero escuchar sus consejos me hizo ver la pesca con otros ojos. Era casi como si estuviera aprendiendo a conectar con el mar de una forma completamente nueva.

Pasamos un buen rato lanzando la caña, yo más torpe de lo que me habría gustado admitir. Cada vez que fallaba, Olaf soltaba una risa profunda y alentadora.

- Es un arte de paciencia. - Me decía mientras yo intentaba, una y otra vez, lanzar el sedal al agua sin enredarlo. - El mar nos enseña a esperar, a respetar su ritmo.

Para cuando logramos atrapar algo, yo ya estaba cubierto de arena y agua, pero el esfuerzo había valido la pena. Una dorada brillante se debatía al final del sedal, y la emoción de haber atrapado mi primer pez hizo que el cansancio se desvaneciera. Olaf me palmeó el hombro con una sonrisa de aprobación y, entre risas, me prometió que esa noche cocinaríamos el pescado y lo compartiríamos con los demás aldeanos.

Luego de la pesca, algunos de los otros pescadores nos invitaron a sentarnos en un rincón del muelle donde se reunían para comer un bocado antes de volver al trabajo. Nos ofrecieron un trozo de pan fresco y una especie de estofado de pescado que calentaba el estómago y tenía un aroma delicioso. Mientras comíamos, Olaf y los demás comenzaron a contarme historias sobre el pueblo, sobre el mar y sobre las tormentas que habían enfrentado en sus años de pesca.

Me contaron sobre un pez gigante que, según la leyenda, rondaba esas aguas cada cierto tiempo. Supuestamente, el pez tenía escamas doradas y un tamaño descomunal, y solo aquellos que realmente respetaran el mar tendrían la oportunidad de verlo alguna vez. Los demás pescadores se reían al escuchar la historia, claramente escépticos, pero el viejo Olaf lo decía con tal seriedad que no pude evitar sentir una chispa de emoción. Quizás, en algún momento, el mar me permitiría ver a ese pez legendario.

Después de comer, me invitaron a ayudar en otras tareas del pueblo. Los niños, al ver a un extraño trabajando junto a los pescadores, comenzaron a acercarse con curiosidad. Uno de ellos, un niño de no más de ocho años, me miraba como si hubiera visto a un héroe de alguna historia lejana.

- ¿Eres pirata? - Preguntó, con los ojos muy abiertos.

- Solo un viajero del mar - Respondí, guiñándole un ojo.

Eso pareció bastarle, y no tardó en contarme todo sobre el pueblo: La vieja taberna en la que a veces los pescadores compartían historias después de un día largo, el campo donde jugaban y, según él, el mejor lugar para ver la puesta de sol. Con cada palabra, me sentí más en casa. A veces, pensaba, no hacía falta mucho para sentirse parte de un lugar.

Ya al atardecer, los aldeanos comenzaron a reunirse alrededor de una fogata improvisada junto a la playa, donde Olaf y los demás cocinaron el pescado que habíamos atrapado por la mañana. Yo me senté entre ellos, escuchando sus voces entremezcladas con el murmullo de las olas. Era un ambiente cálido y familiar, donde nadie parecía preocuparse por lo que sucedía más allá del horizonte.

Mientras comíamos, los aldeanos compartieron sus propias historias y experiencias. Una mujer, que había perdido a su esposo en una tormenta, me habló de cómo el pueblo se había unido para ayudarla a cuidar a sus hijos. Me di cuenta de que, aunque este era un lugar pequeño y remoto, tenía una fuerza y una unidad que muchos otros lugares jamás conocerían. Aquí, cada uno era importante para el otro, y la vida se vivía en comunidad, con una lealtad y un respeto que me hicieron recordar por qué había decidido seguir mi propio camino en el mar.

Al final de la noche, cuando la fogata comenzaba a apagarse y las estrellas aparecían en el cielo, los aldeanos me despidieron con una calidez que pocas veces había experimentado. Me sentía en paz, como si, por un momento, hubiera dejado de ser Lance Turner, el pirata, y simplemente hubiera sido un hombre más, disfrutando de la simpleza de una vida tranquila.

Mientras regresaba a la pequeña posada donde me hospedaba, mis pensamientos se llenaron de gratitud hacia esas personas que me habían tratado como a uno de los suyos. Me quedé mirando el cielo estrellado un buen rato, respirando el aire salado y disfrutando de esa paz que el mar y sus habitantes me habían brindado hoy.

Quizás mañana retomaría mi viaje, enfrentaría nuevos desafíos y continuaría mi búsqueda, pero hoy, aquí en este pequeño pueblo pesquero, aprendí que a veces la mayor aventura es la que encontramos en los momentos más simples.