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Un frutto piuttosto particolare - Kiwi Stone - 10-11-2024 Recuerdo perfectamente cuando fui recluta de la marina, y no solo aquello, sino en aquel momento en que accidentalmente consumí una fruta del diablo, sin siquiera saber realmente que era ese tipo de cosas. Fue hace unos pocos años, no recuerdo con exactitud cuando, pero si recuerdo que en aquellos momentos yo era parte del personal de la cocina, concretamente cocinera, me encargaba de verificar que los productos que llegasen a la cocina sean aptos para posteriormente proceder a cocinarlos, pues en una base de la marina, con tantos reclutas por aquí y por allá entrenando a diestra y siniestra, debían estar bien alimentados. Ahí era donde entraba yo, verano, el año ni vale la pena mencionarlo, la isla mucho menos, simplemente eran mis tiempos de recluta, así que lo importante es que pasó realmente ese día. Todo bastante ajetreado, los reclutas corriendo de aquí para allá, los rasos entrenando sin parar, los altos mandos con calor insoportable, así suelen ser las temporadas de verano en un cuartel de la marina, donde normalmente entrenan a muchos nuevos para ser parte del personal de la misma.
—El calor es tremendo hoy. — Mientras me encontraba revisando las frutas recién llegadas para saber si estaban aptas para el consumo escuche como uno de los que se encontraban al lado mío comenzaba a quejarse del calor, y con sus motivos, hoy parecía ser el día más caluroso del año.
—Sí, es como si estuviéramos dentro de un horno —le respondí, sin apartar la vista de una piña que parecía haber visto mejores días. Las frutas siempre llegaban en dudosas condiciones al cuartel, y revisarlas era parte de nuestras tareas diarias, una de las muchas que se nos encargaban a los reclutas que aún no teníamos asignación seria. Con el sudor pegajoso bajando por mi frente, le di un mordisco a una manzana para refrescarme un poco, pero apenas lo hice, uno de los supervisores pasó y me lanzó una mirada que podría derretir hielo. Dejé la manzana a un lado, disimulando, y volví a revisar las frutas con algo de fastidio.
De repente, una trompeta rompió el zumbido constante del cuartel, llamando nuestra atención. Todos los reclutas nos giramos hacia el campo de entrenamiento donde un sargento, corpulento y siempre con voz de trueno, empezó a dar instrucciones. No era raro que anunciara algún cambio en la rutina, alguna nueva tarea o, en ocasiones, el inicio de un ejercicio especial. Pero esta vez había algo distinto en su expresión, algo que nos hizo tensar los hombros. —¡Reclutas! —gritó, y su voz se esparció como una ola de calor sofocante—. ¡Hoy nos visitará el capitán! Así que espero verlos a todos en sus mejores condiciones. ¡No quiero ver ni una gota de flojera ni una manzana mordida en las manos de nadie! ¡Que todos entiendan que aquí se forjan los hombres y mujeres de la Marina!
La mención del capitán provocó un murmullo general entre los reclutas. Era raro que alguien de tan alto rango pusiera un pie en un lugar como el nuestro, especialmente en verano. Los rumores decían que el capitán era un hombre duro y exigente, el tipo de persona que no toleraba errores. Miré a mis compañeros; algunos tragaron saliva, otros se acomodaron el uniforme, y hasta los que solían quejarse parecían tener un brillo de curiosidad o miedo en los ojos.
Fue entonces cuando un rayo de adrenalina empezó a recorrerme. No podía evitar sentir la emoción de lo inesperado; quizás, después de todo, este no sería un día común y corriente. El Sargento comenzaba a dar órdenes a diestra y siniestra, mis compañeros y yo teníamos que seguir revisando la fruta, seleccionar la mejor, las que se encontrasen en el mejor estado para preparar varios zumos, los cuales mantendrían no solo al sargento y al capitán menos acalorados, sino a los reclutas también, pues se prepararía bastante.
La cocina se transformó en un torbellino de actividad en cuestión de segundos. El sargento no había terminado de dar sus órdenes cuando ya teníamos las manos en movimiento, seleccionando cada fruta como si nuestras vidas dependieran de ello. Nos lanzábamos miradas de resignación y frustración mientras apilábamos naranjas, piñas y melones en cajas para llevarlas a la mesa de preparación. El calor, si antes era sofocante, ahora se sentía doblemente abrumador con todos en la cocina moviéndose al mismo tiempo y los fogones encendidos para las comidas de los altos mandos.
—¡Que no quede ni un solo trozo en mal estado! —gritó uno de los cocineros a cargo, un tipo delgado pero con unos pulmones que parecían los de un cañón. Agarré una piña que se veía jugosa y fresca, y la puse en la pila de frutas aprobadas mientras otro recluta empezaba a exprimir naranjas a toda velocidad.
El sudor corría por nuestras caras mientras uno de los cocineros preparaba una tanda de jugo de piña, pero todos estábamos a la expectativa, pendientes del sonido de las botas del capitán. La tensión en el aire era palpable, y hasta el ruido de los exprimidores y cuchillos parecía amortiguado por el silencio nervioso que caía sobre nosotros. No era solo el calor lo que nos hacía apretar los dientes; era la idea de que una sola mancha en los vasos o una fruta marchita podía poner en riesgo nuestra ya frágil reputación.
Finalmente, después de casi una hora de trabajo agotador, todo quedó listo: una bandeja reluciente con jarras de jugo, cada una rebosante de frescura y cuidadosamente preparada, rodeada de vasos perfectamente alineados. Nos detuvimos a observar nuestra obra por un momento, todos con las camisas empapadas y las manos temblorosas.
—Bien, muchachos, este es nuestro momento. —Uno de los cocineros más veteranos nos dirigió una mirada que intentaba ser motivadora, aunque todos sabíamos que estaba tan nervioso como nosotros—. Asegúrense de que todo llegue impecable al capitán, o será su cabeza la que ruede. — Sus palabras eran reales, no sabíamos que pasaría, normalmente los altos mandos ni siquiera nos miran a menos que hagamos algo demasiado sobresaliente.
Con una mezcla de orgullo y ansiedad, tomé la bandeja junto a uno de mis compañeros y nos dirigimos hacia el comedor. A cada paso, sentía el peso de las miradas de todos los reclutas que habíamos dejado atrás en la cocina. Pero en el fondo, sabía que este momento era más que una simple entrega de jugo; era una prueba para demostrar que éramos capaces de mantener la disciplina y cumplir con lo que se nos pedía, aunque pareciera un trabajo pequeño.
Con la bandeja cuidadosamente equilibrada en mis manos, y mi compañero a mi lado, llevamos los jugos hasta donde el sargento esperaba. Al vernos llegar, su mirada de piedra inspeccionó la bandeja, evaluando cada detalle antes de darnos una breve y tensa inclinación de cabeza, señal de que todo estaba en orden. Devolvimos el gesto y, sin atrevernos a cruzar palabras, nos retiramos con la misma velocidad silenciosa con la que habíamos llegado.
Una vez en la cocina, dejamos escapar un suspiro de alivio, y cada uno se fue a su rincón a retomar las tareas que había dejado a medias. Fue entonces cuando algo llamó mi atención en el rincón de frutas: una piña que, por algún motivo, parecía fuera de lugar. La textura era más rugosa de lo normal, como si tuviera patrones que se asemejaban a remolinos o marcas extrañas en la cáscara. Me acerqué y la levanté, examinándola más de cerca. Pensé que seguramente estaba en mal estado, así que decidí partirla en dos para comprobar si el interior estaba echado a perder.
El olor era intenso, amargo, y me hizo arrugar la nariz. Aun así, corté un trozo pequeño y, sin pensarlo demasiado, lo llevé a la boca para probarlo. Bastó una mordida para arrepentirme. El sabor era indescriptible, un amargor que quemaba la lengua y parecía extenderse por toda mi garganta. Pero, por alguna razón que aún no comprendo, logré tragarlo antes de apresurarme a tirar el resto en la basura.
Mientras escupía los últimos rastros del sabor, sacudiendo la cabeza para despejar esa desagradable sensación, un pensamiento me cruzó fugazmente: "¿Qué clase de fruta era esa?" No tenía idea de que acababa de tragar un fragmento de algo mucho más oscuro y poderoso de lo que cualquier manual de la Marina podía advertir. Había consumido una Akuma no Mi, una fruta del diablo, y con cada segundo que pasaba, algo en mí comenzaba a cambiar, aunque aún no me daba cuenta de lo que eso significaría. |