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[Común] El hombre esperado. - Versión para impresión

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El hombre esperado. - Ragnheidr Grosdttir - 21-11-2024

51 de Verano de 724


La taberna no solo es un punto de encuentro, sino un microcosmos de Loguetown, una isla donde la ley coquetea con el caos. Situada en un callejón angosto que apenas deja pasar la luz del sol, El Ancla Desgarrada emite un aura casi mística. Desde fuera, parece una reliquia abandonada de épocas más prósperas, con un cartel colgante que cruje bajo el viento marino. El cartel, desgastado por la salinidad, muestra una imagen de un ancla partido en dos, corroído por los años. La entrada es baja y estrecha, lo suficientemente incómoda como para disuadir a aquellos que no saben a dónde se dirigen. Dentro, la atmósfera cambia drásticamente. El calor sofocante del lugar contrasta con la brisa fresca del puerto, producto de la chimenea encendida en una esquina. Las llamas chisporrotean sobre troncos mal cortados, llenando el espacio con un humo tenue que sube hasta el techo ennegrecido por el hollín. Las vigas de madera se arquean peligrosamente, como si el techo estuviera siempre al borde del colapso, pero aguantando por pura testarudez. A lo largo de las paredes se encuentran repisas llenas de botellas de ron y licores exóticos traídos de cada rincón del Grand Line. Algunas de estas botellas están llenas de líquido color ámbar; otras, vacías, sirven como decoración junto a los cráneos de criaturas marinas. El suelo está hecho de tablones de madera gastada, algunas de ellas sueltas y otras cubiertas con alfombras roídas que intentan, sin mucho éxito, añadir algo de calidez. Las grietas entre las tablas han sido rellenadas con serrín, que absorbe los inevitables derrames de alcohol y sangre. Aquí y allá se ven marcas de cuchillos y cortes, evidencia de discusiones acaloradas que no siempre terminaron con palabras.

El aire está cargado de olores que se mezclan en una sinfonía áspera, tabaco barato, sudor, pescado rancio y la acidez del alcohol. Cada cliente aporta algo al entorno, creando un mosaico de vidas que cruzan sus caminos en esta taberna. Los parroquianos son tan variados como los rumores que circulan entre ellos. Hay piratas de aspecto peligroso con cicatrices que cuentan historias que nunca se comparten en voz alta. Mercaderes sin escrúpulos y contrabandistas discuten precios en voz baja, mientras revisan mercancías escondidas en pequeñas cajas. Incluso hay algún que otro cazarrecompensas que observa desde las sombras, esperando identificar a su próxima presa. En una mesa cercana, un grupo de marineros se ríe a carcajadas, golpeando la madera con sus jarras de cerveza espumosa. Uno de ellos lleva una venda en la cabeza, y su uniforme desgastado sugiere que ha desertado de algún barco gubernamental. Más allá, un hombre encapuchado intercambia un saco de monedas con una mujer de cabello enredado, cuyo cinturón está repleto de cuchillos de diferentes tamaños. La camarera, una mujer robusta con una mirada dura y un mandil manchado de grasa, camina entre las mesas con una destreza asombrosa, esquivando manos atrevidas y esquivando las peleas a punto de estallar.

La decoración del lugar es un tributo a su cercanía al mar. Encima de la barra, un largo mostrador de madera oscura, cuelgan redes de pesca, flotadores de vidrio y un timón roto que parece haber sido arrancado de un barco en medio de una tormenta. En un rincón, una lámpara hecha de conchas marinas ilumina un mapa de navegación clavado en la pared con cuchillos. Este mapa está tan lleno de marcas y rutas trazadas que es casi imposible distinguir las líneas originales. Cerca del techo, varios objetos cuelgan en macabras exhibiciones: una pata de cangrejo gigante, un arpón oxidado y un trofeo de dientes que podría haber pertenecido a un monstruo marino. El mostrador está cubierto de vasos y jarras, algunos de ellos limpios, pero la mayoría con un brillo aceitoso que sugiere que no han sido lavados en días. Detrás de la barra, el cantinero, un hombre calvo con tatuajes que recorren su cuello y brazos, limpia un vaso con un trapo sucio mientras observa cada rincón del lugar con ojos atentos. Sus movimientos son lentos pero calculados, como si estuviera listo para saltar a la acción en cualquier momento. En el rincón más oscuro de la taberna, alejado del bullicio, Ragn encuentra su refugio. Su elección no es casual; la mesa está estratégicamente colocada contra la pared, dándole una vista clara de la entrada y la sala principal. La madera de la mesa está llena de arañazos y marcas de cuchillos, un testimonio de las discusiones que han tenido lugar aquí antes. Un candelabro de hierro fundido cuelga del techo, pero su luz apenas alcanza esta parte de la taberna, dejando a Ragn en una penumbra que parece absorberlo.El poncho que lleva Ragn se mezcla con las sombras, y su capucha oculta casi por completo su rostro. Sus botas mojadas dejan pequeñas huellas en el suelo, pero nadie parece notarlas. Desde su posición, observa con calma, aunque su cuerpo está tenso bajo el poncho. Sus dedos tamborilean de forma casi imperceptible sobre la madera, un gesto que podría interpretarse como nerviosismo o impaciencia, pero en realidad es una forma calculada de mantenerse alerta. De vez en cuando, su mirada se desvía hacia la barra, donde el cantinero lo observa de reojo, reconociendo que no es un cliente cualquiera.

En la silla junto a él, un pequeño saco de cuero descansa aparentemente olvidado, pero la forma en que sus dedos se mantienen cerca de él sugiere lo contrario. Dentro de la bolsa, el objeto que ha traído consigo está bien protegido, envuelto en varias capas de tela para ocultar cualquier rastro de lo que pueda ser. La mercancía que porta es la razón por la que está aquí, y su misión es clara: realizar el intercambio y salir antes de que alguien haga demasiadas preguntas. Cada pocos minutos, la puerta de la taberna se abre, dejando entrar ráfagas de aire salado y nuevas caras. Algunos son marineros en busca de una bebida rápida, otros son figuras misteriosas que se deslizan hacia las sombras como si ya conocieran el lugar. Uno de ellos, un hombre alto con un sombrero de ala ancha, lanza una mirada hacia Ragn antes de ocupar una mesa cercana. Aunque su intención no es clara, la tensión en el aire aumenta ligeramente.

La camarera se acerca al rincón de Ragn con una jarra de cerveza en la mano, colocándola frente a él sin decir una palabra. Ella lo mira con una mezcla de curiosidad y cautela, pero no intenta iniciar una conversación. Sabe que en El Ancla Desgarrada, algunos clientes prefieren ser ignorados. Sin levantar la cabeza, Ragn mueve un par de monedas hacia el borde de la mesa, lo suficiente para pagar la bebida y la discreción. Mientras espera, los sonidos de la taberna se mezclan en un caos controlado: el tintineo de monedas, los dados rodando sobre las mesas, las risas ocasionales y el constante murmullo de las conversaciones. Cada palabra es un secreto, cada gesto una negociación. En este lugar, el tiempo parece detenerse, pero para Ragn, cada segundo cuenta. Desde su posición, tiene el control. Aunque el bullicio de la taberna continúa, su mente está fija en un solo objetivo: el intercambio. Pero en un lugar como este, el peligro está siempre presente, acechando en las sombras y esperando el momento adecuado para atacar.


RE: El hombre esperado. - Daryl Kilgore - 21-11-2024

La figura de Daryl, imponente y casi antinatural, destacaba incluso en un lugar tan peculiar como Loguetown. Su piel pálida reflejaba la tenue luz de los faroles, dándole un aura espectral que hacía que incluso los más valientes prefirieran apartarse de su camino. Con más de tres metros de altura, su presencia eclipsaba a cualquiera en su cercanía, pero era su forma de moverse lo que realmente desconcertaba: pasos firmes y seguros, pero con una cuidadosa deliberación que revelaba su deseo de evitar el contacto innecesario con otros. Vestía una camiseta ajustada de corte militar que marcaba los músculos de su torso, y unas botas de cuero grueso que amortiguaban el ruido de su andar, añadiendo un aire sigiloso a su imponente porte. Aunque no tenía cuernos, como muchos esperarían de un demonio, su mirada era suficiente para intimidar. Ojos verdes, profundos y vigilantes, parecían escrutar cada rincón, cada gesto, como si siempre estuviera evaluando su entorno. La bolsa que llevaba en la mano parecía minúscula en comparación con su tamaño, pero su contenido era lo suficientemente valioso como para justificar su presencia en un lugar tan caótico como El Ancla Desgarrada.

Al llegar a El Ancla Desgarrada, se detuvo un momento frente a la puerta, observando el letrero desgastado que chirriaba bajo el viento. El sonido de las carcajadas, los murmullos de las negociaciones y el eco de los vasos chocando llegaban a sus oídos como un zumbido constante. Con un movimiento decidido, empujó la entrada y se adentró en la penumbra. Daryl no tardó en localizar a Ragn. Su figura, envuelta en sombras al fondo de la taberna, era inconfundible para quien sabía a quién buscar. Los ojos atentos de Ragn se cruzaron con los de Daryl por un instante antes de que este se acercara a la mesa, sorteando a los parroquianos con la misma precisión que un marinero navegando por aguas traicioneras. Sin decir palabra, Daryl se dejó caer en la silla frente a Ragn, depositando la bolsa sobre la mesa con un gesto lento y deliberado. Dentro, el suave brillo de una caracola resguardada por capas de tela parecía iluminarse en contraste con la oscuridad del rincón.

Aquí tienes. — Soltó Daryl, su voz grave pero carente de emoción, mientras empujaba la bolsa hacia Ragn. Sus ojos escanearon el rostro del otro hombre, buscando algún signo de reacción, aunque sabía que la expresión de Ragn era tan inescrutable como el océano en calma. Ragn asintió apenas, extendiendo una mano para tomar el objeto. Durante unos segundos, el silencio entre ambos fue absoluto, una burbuja de quietud en medio del bullicio de la taberna. Daryl se recostó en la silla, cruzando los brazos con aparente tranquilidad, pero sus sentidos permanecían alerta. Había cumplido con su parte, pero en un lugar como este, nunca se estaba completamente seguro hasta que el negocio se cerraba. —Ahora, lo tuyo. — Reclamó con un tono que no era una pregunta, sino una declaración. Sus ojos no se apartaron de Ragn, quien, con la misma calma calculada, preparaba su respuesta.