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La rutina familiar... - Terence Blackmore - 02-09-2024 Día 72 del Invierno de 722
El mercado de esclavos en Tequila Wolf se despliega ante mí con una indiferencia implacable, un escenario en el que la crueldad y la transacción se entrelazan en una coreografía de opresión y lucro. El aire está denso, cargado con el aroma a desesperanza y resignación. El estruendo de las voces de los mercaderes se mezcla con los lamentos ahogados de los cautivos, componiendo una sinfonía discordante que, aunque perturbadora, forma parte del telón de fondo cotidiano de mi existencia. En medio de esta atmósfera sombría, me encuentro desempeñando el papel que, a pesar de su fría meticulosidad, es una extensión inherente de mi ser.
La presencia de mis hermanos, a quienes la incompetencia les lleva a evitar participar en asuntos de tal gravedad, no me pesa en absoluto. De hecho, su ausencia es un alivio. Ellos, con sus propensiones a la extravagancia y la ineptitud, solo entorpecen las operaciones y exponen nuestra familia a riesgos innecesarios. Mi eficacia y discreción hacen que el manejo de este comercio sea un ejercicio de pura estrategia y cálculo, libre de las desventuras y decisiones cuestionables que mis hermanos suelen propiciar. Mi figura se destaca en el tumulto del mercado: un joven de complexión delgada y porte elegante, mi presencia se manifiesta con una calma casi palpable. Mis ojos color ámbar, profundos y penetrantes, carecen de la pasión que a menudo define a las personas, proyectando, en cambio, un halo de misterio y una extraña calidez. Mi cabello, de tonalidad azabache, cae en ondas suaves alrededor de mi rostro, y mi piel, de un pálido tono, parece contrastar de manera casi etérea con mi semblante atlético. Los pequeños lunares que decoran mi piel, incluyendo el que se encuentra justo debajo de mi ojo izquierdo, añaden un toque de sofisticación a mi apariencia, dándole un aire de donjuán que, aunque sutil, no pasa desapercibido. Mi mirada se desplaza con un enfoque calculado por los diferentes corrales y jaulas que albergan a los esclavos. Cada rostro, marcado por una resignación dolorosa, parece ser una nota en una sinfonía de desesperanza. Las cadenas que aprisionan sus cuerpos son una metáfora tangible de un sistema que perpetúa la injusticia. Este sistema, aunque intrínseco a mi vida, plantea un dilema moral que no puedo ignorar. —Señor Blackmore —interrumpe una voz que irrumpe en mis pensamientos, su tono una mezcla de respeto forzado y expectación contenida. Me giro hacia el mercader, quien, con una inclinación exagerada, busca captar mi atención. —Hemos recibido un nuevo lote de esclavos que podría ser de su interés. Son jóvenes y robustos, provenientes de las islas vecinas. Los precios se han ajustado para un comprador de su calibre— musita frotándose las manos. Una sonrisa fría y apenas perceptible se dibuja en mis labios. —Muéstrame lo que tienes — espeto con un tono que combina firmeza y una impersonalidad calculada. Esta fachada de frialdad es una máscara que disimula las tormentas emocionales que se agitan en mi mente. Nos dirigimos hacia una sección apartada del mercado, donde los nuevos esclavos están exhibidos de manera provisional. Los cautivos, encadenados y exhaustos, presentan una imagen dolorosa. Sus cuerpos, marcados por la travesía y el sufrimiento, permanecen inmóviles, como si el peso de la injusticia les hubiera impuesto un silencio sepulcral. En este entorno sombrío, la falta de esperanza es tan palpable como el aire que respiro. El mercader inicia su exposición, describiendo con un profesionalismo clínico las características físicas y habilidades de los esclavos. Sin embargo, mi mente se encuentra en un estado de desconexión, mi atención distraída por la agitación interna que me consume. Las palabras del mercader se convierten en una mera cadencia, una melodía discordante que apenas alcanza mi conciencia. Me esfuerzo por mantener una apariencia de calma, mientras el conflicto moral que se debate en mi interior se convierte en un crescendo casi insoportable. Mi mirada se posa en una jaula en particular. Dentro de ella, una joven destaca con una dignidad que desafía las cadenas que la sujetan. Su postura, aunque claramente afectada por la esclavitud, revela una fortaleza que contrasta marcadamente con el abatimiento generalizado de los otros cautivos. Sus ojos, de un azul profundo y penetrante, parecen tener la capacidad de ver más allá de su presente sombrío, reflejando una fuerza que desafía el destino desolador que le ha sido impuesto. Este contraste entre su dignidad y el ambiente desolador que la rodea produce una inquietud que se convierte en una nota dominante en mi pensamiento. —¿Qué puede decirme acerca de esta joven? —pregunto al mercader, señalando con un gesto que mezcla curiosidad y una determinación que intento disimular. —Ah, sí, esta es una de nuestras recientes adquisiciones —responde el mercader, con un tono de complacencia fría. —Proviene de una familia noble, según la información que hemos recibido. Su actitud ha sido reservada, pero es evidente que posee inteligencia y resistencia. Sin duda, será un activo valioso para cualquier comprador que busque calidad— indica el hombre, derrochando dinero en sus pensamientos. —¿De familia noble? —repito, el concepto reverbera en mi mente como una resonancia persistente. —¿Cómo es que terminó en esta situación?— contesto, sonriendo un poco ocioso, recordando la sutil ironía con la que orquesta el mundo. El mercader se encoge de hombros, una acción que parece tanto una falta de interés como una aceptación cínica de la realidad. —Las historias de los cautivos son variadas y, en muchos casos, complicadas. Lo que importa es que están disponibles para la venta— se limita a comentar, mientras yo indago en sus palabras, en la tenacidad de lo comentado y en la crudeza de lo expresado. Las palabras del mercader resuenan con una frialdad que amplifica el conflicto interno que me atormenta. Su actitud refleja una desconexión brutal entre el sufrimiento de los individuos y el valor económico que se les asigna. Mi mirada regresa a la joven, y en sus ojos veo una mezcla de desafío y resignación, una imagen que resuena con un doloroso eco de lo que podría haber sido mi propia existencia bajo circunstancias diferentes, o eso es lo que trato de plasmar bajo la máscara de mi semblante. —¿Cuál es el precio que pides por ella? —pregunto, esforzándome por enfriar mi tono, intentando mantener una fachada de impasibilidad que apenas oculta la tormenta emocional que siento. El mercader menciona una cifra elevada, una suma que representa la calidad y resistencia que, según él, posee la joven. Mi mano se desliza hacia el bolsillo de mi chaqueta, buscando la cartera que contiene el dinero necesario para la transacción. Mientras lo hago, una pregunta persistente me asalta: ¿es esto realmente lo que quiero ser? Cada transacción, cada vida intercambiada por monedas, se convierte en una nota discordante en la sinfonía de mi existencia. Finalmente, el acuerdo se formaliza, y la joven es entregada bajo mi custodia. La cadena que la sujeta se convierte en una carga tangible, un símbolo concreto de las decisiones que he tomado. La sensación de responsabilidad que llevo se acentúa con cada paso que doy mientras el carruaje se dirige de regreso al muelle. La joven, aún encadenada, se sienta en silencio, su mirada fija en un horizonte que parece inalcanzable. Su silencio es una presencia pesada, una nota dolorosa en la sinfonía de su sufrimiento. A medida que el carruaje avanza, la atmósfera se vuelve más opresiva, y la sensación de culpa y conflicto se hace cada vez más palpable. La vida que perpetuamos en este comercio de esclavos es una melodía de explotación y sufrimiento, y la joven que ahora forma parte de este sistema se convierte en un símbolo doloroso de la dualidad de mi existencia. Aunque no me involucro en los detalles de su futuro, el peso de mi participación en esta transacción persiste, y su presencia es un recordatorio constante de las decisiones que han definido mi vida. El carruaje llega finalmente a su destino, y la joven es guiada hacia un nuevo lugar donde se le asignará un papel específico en este cruel sistema. La veo alejarse, y en su andar, en su postura encorvada, percibo una resignación y un desamparo que a menudo siento yo mismo. La imagen de sus ojos, cargados de una dignidad que no debería estar enjaulada, me atormenta. Cada paso que da en su nuevo destino es un reflejo doloroso de la compleja red de decisiones que han llevado a este momento. Hoy, como en cada intercambio que realizo, el peso de mis acciones y el eco de mis decisiones persisten, incluso cuando me esfuerzo por dejarlo atrás. La línea entre el deber hacia mi familia y el deseo de encontrar una forma de redención se vuelve cada vez más difusa, y mientras contemplo la fría luz de la luna que ilumina la ciudad al caer la noche, me doy cuenta de que el conflicto interno que siento es una constante en mi vida. La esperanza de reconciliar estas dos facetas de mi existencia sigue siendo un horizonte lejano, una búsqueda que se despliega con cada transacción que realizo y con cada vida que, de alguna manera, se cruza en mi camino. En el silencio que sigue al final de este día, me encuentro sumido en una profunda reflexión sobre la dualidad de mi vida y el camino que he elegido. La búsqueda de redención y la lucha interna que enfrento son parte de una lucha más grande, una batalla entre el deber impuesto y el anhelo de una existencia más alineada con mis valores más profundos. La sinfonía de mi vida, llena de notas discordantes y acordes de conflicto, es un reflejo complejo de una realidad que me resulta cada vez más difícil de aceptar. |