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[Autonarrada T.1] Difundir la palabra sagrada - Lemon Stone - 03-09-2024 Sostenía un libro pesado y con una emblemática tapa negra en su mano izquierda. No podía ser en la derecha: era delito. Había recibido aquel magistral tomo hacía varios años, cuando era un adolescente sin un futuro claro, cuando todavía era un hijo del sistema. Fueron gracias a las palabras escritas en ese libro que encontró la libertad, que se rebeló contra todo lo que estaba mal, y huyó de casa. Desde entonces volvía recurrentemente porque echaba de menos a sus padres, pero a los miembros del Ejército Revolucionario les aseguraba que jamás los había vuelto a ver, pues ningún revolucionario respetaría a un hijito de papis. “Si estás leyendo esto es porque eres uno de los elegidos”, comenzaba la primera página del libro. “Elegido para luchar por la justicia y los oprimidos. Elegido para defender el lado del bien. Elegido para llevar sobre tus hombros el peso de la Causa”. ¿Acaso había palabras más poderosas que esas? ¿Podía haber una causa más legítima que luchar por los oprimidos, es decir, por los pobres y la gente de color humilde? Pelear por los derechos de los peces era una bonita manera de desperdiciar la vida, pero hacerlo por los pobres…
“Si estás leyendo esto, es que eres del Ejército Revolucionario”. Lemon se había unido hacía poco, puesto que la encargada de selección de la Armada había rechazado una infinidad de veces sus intentos de convertirse en el Comandante Supremo solo porque había tomado un curso de gestión organizativa, y ni siquiera lo había terminado. Sin embargo, no hay que confundirse. Lemon no era cualquier idiota, estaba lejos de ser un imbécil incapaz de comprender conceptos abstractos. Ese hombre, de cabellos rubios y rostro ingenuo, era uno de los últimos eruditos que había en el mundo. Quizás no fuera uno de los últimos porque técnicamente cualquiera que estudiara mucho podía serlo, pero le gustaba sentirse especial y diferente.
Aquel libro que llevaba en la mano izquierda había sido escrito por Adelfa Butterflower, una leyenda de aquellos que siguen el camino de los inconformistas. La verdad es que no tenía idea de quién era, ni siquiera había encontrado información sobre esa mujer (u hombre, quién sabe), pero tenía un nombre imponente y escribía bien. Cualquiera que tuviera la capacidad de escribir bonito merecía respeto… Más o menos. Jamás respetaría a un escritor financiado por el Gobierno Mundial, a menos que escribiera relatos eróticos para señoras cuarentonas. Igual había que separar un poco al autor de su obra.
Lemon detuvo su pesada marcha justo delante del patíbulo, del gigantesco escenario donde condenaban (y decapitaban) a los criminales más peligrosos y horripilantes de la sociedad. Decenas de marines organizados eficazmente en escuadrillas vigilaban la plaza central, sus fusiles descansando sobre sus hombros, preparados para ser utilizados. Sin embargo, Lemon no les tenía miedo. Por la Causa, y puede que por unos cuantos millones de berries, aguantaría balazos y espadazos, mazazos y nalgadas.
Así, aunó aire en sus pulmones y como religioso arrepentido un domingo por la mañana, comenzó:
-La necesidad de rebelarse ha existido desde el principio de los tiempos. El ser humano siempre ha necesitado oponerse contra la opresión de las autoridades mayores, humanas o divinas, naturales o artificiales, reales o inventadas. -Solo unos pocos se detenían a escuchar su discurso, pero la mayoría continuaba con su día-. Citando al maestro retórico Euclediano Antiocos, y como señala la página 2 del MANUAL, ”No se puede juntar a cuatro monos sin que uno de ellos acabe tirándole caca a los demás”.
Poco a poco el discurso de Lemon comenzó a subir de nivel. Primero, habló de la necesidad primitiva y básica de rebelarse ante fuerzas superiores. Luego, y con un tono mucho más agresivo que lo que permite el Comité de Difusión de Mensajes Rebeldes, insultó al Gobierno Mundial y a los perritos falderos que sueñan con ser gaviotas, pero no les da ni para gallinas. El contenido de su mensaje molestó enormemente a los marines que iban pasando, pues nadie quiere ser llamado gallina.
Ese día, Lemon aprendió una valiosa lección. La libertad de expresión es como el género: cada uno lo percibe a su manera.
Recibió una amenaza por parte de un marine, un hombre fornido y con cara de pocos amigos cuyo sable descansaba en la cintura, pero Lemon desobedeció. Era lo que tenía que hacer. Era su deber. Era por la Causa.
Impulsado por el fuego avivado por las cenizas de la Revolución, Lemon empujó con todas sus fuerzas al soldado de casi metro noventa. El hombre cayó sobre una señora de piel blanca y ojos celestes, detalle fundamental en este relato, aplastándola. El revolucionario aprovechó la conmoción para acusar al marine de abuso de poder, y pronto una multitud de curiosos se amontonó en torno a la escena que él mismo había provocado.
-¡Así es como estos sucios perros tratan a una señora decente! ¡Solo mírenla! ¡Blanca como la nieve, hermosa como la espuma de las olas! ¿Cuánta maldad puede haber en el corazón de este hombre…? -Sus palabras, aunque carecieran de sentido, removían los resentimientos de la población hacia la fuerza militar-. Oh, no. ¿Qué es esto…?
Lemon apuntó a los pequeños charquitos de sangre en torno a la señora lastimada.
-¡Asesino! ¡Mira lo que has hecho! -rugió, su mano buscando el martillo oculto para cobrar venganza por lo que el soldado había hecho-. ¡¿Y dices que juraste proteger al débil?! ¡Hipócrita!
Cansado de las falsas acusaciones, el marine se abalanzó sobre Lemon a la vez que pedía ayuda a sus compañeros. El revolucionario se debatió y usó todas sus fuerzas para librarse no solo de un hombre, sino de tres. Y cuál de todos ellos era más gordo.
Una parte de la muchedumbre ayudó a la señora, que en realidad no estaba sangrando, sino que se habían aplastado unos tomates, y la otra se rebeló contra los soldados. Muchas de las personas que habían escuchado el discurso de Lemon exigieron que fuera liberado, pero los marines no obedecían a los civiles y abogaban por el orden público.
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