Hay rumores sobre…
... que existe una isla del East Blue donde una tribu rinde culto a un volcán.
[Diario] El astillero
Tofun
El Largo
5 de Otoño del año 675

El mediodía traía consigo una luz clara y cálida que bañaba el puerto abarrotado. Desde donde me encontraba, podía contemplar las vistas, perderme en la serenidad del momento y, al mismo tiempo, sentir el bullicio vibrante a mi alrededor. Las gaviotas, con su característico graznido, acompañaban el murmullo del mercado, donde los vendedores y compradores discutían con ahínco el mejor precio posible. Había risas, gritos de júbilo, y toda una sinfonía de sonidos propios de los quehaceres matutinos de un lugar rebosante de vida y alegría.

Sentado en un banco, mi mirada se perdía en la actividad del astillero. Había algo en esa gente que me atrapaba. No eran simples obreros; eran maestros de su oficio. Las Islas Gecko, famosas por su habilidad en la construcción naval, eran un referente en el mundo de los navíos, y no era difícil entender por qué. Los trabajadores del astillero no solo hacían su labor; la vivían. Eran profesionales, minuciosos en cada acción, siempre buscando la perfección. Se notaba que cuidaban hasta el más mínimo detalle, ya fuera por ambición o por esa profunda necesidad de hacer las cosas bien, de forma impecable.

Eran personas que sabían optimizar cada paso. No trabajaban al azar; conocían su entorno, el astillero, las herramientas y las maderas como si formaran parte de su propio ser. Esa conexión, casi instintiva, les permitía tomar decisiones con precisión, escoger la tabla adecuada, saber dónde y cómo cortar sin vacilar. Esa maestría era lo que los separaba del resto, lo que elevaba su astillero por encima de los mediocres. En otros lugares, el producto se veía comprometido por problemas de diversa índole, pero aquí la calidad prevalecía, intacta.

Observar a alguien que ama lo que hace es una experiencia única. Hay algo en su rostro, en la concentración de su mirada, que transmite esa pasión inconfundible. Y eso era precisamente lo que hacía de esos trabajadores grandes profesionales. Se notaba, incluso desde la distancia, que el arte de construir barcos no era para ellos solo una tarea más: era una vocación.

Pasé todo el día observándolos, desde la cubierta de un barco, y haciendo visitas regulares a la taberna cercana para refrescarme con una cerveza. Desde entonces, ver a personas trabajar con verdadera pasión se ha convertido en un hábito para mí, casi tan potente como mi afición por el alcohol.
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