Alguien dijo una vez...
Rizzo, el Bardo
No es que cante mal, es que no saben escuchar.
[Autonarrada] [Tier 2] Visita a la escuela de Loguetown
Takahiro
La saeta verde
Día 35 de Verano,
año 724. 

El suboficial de la marina, Takahiro Kenshin, miraba fijamente las obras en construcción del ala calcinada del cuartel del G-31. Intentaba convencerse a sí mismo de que aquello no había sido culpa suya, pero era inevitable que se sintiera de aquella manera. En su cabeza continuaba merodeando la idea de que, si hubiera sido más veloz y más determinante, si no hubiese descuidado su entrenamiento desde su llegada a la marina, todo habría salido de otra manera. Si hubieran podido capturar al hombre de traje blanco, la persona que se había convertido en el centro de sus pesadillas, aquella que le hacía levantarse en mitad de la noche, sudoroso, con el corazón agitado y ganas de vomitar…, aquella que le impedía dormir con tranquilidad, todo sería distinta. No habría habido heridos en aquel atentado, la base se encontraría en perfectas condiciones y él, sí podría sentirse a gusto con la gente que le consideraba uno de los héroes que habían ayudado a sofocar el fuego.

¿Le ocurre algo, Sargento Kenshin? —le preguntaba una voz a Takahiro, que continuaba mirando al edificio absorto en sus pensamientos y reflexiones más profundas—. ¿Está ahí?

Una mano que danzaba de izquierda a derecha a pocos centímetros de la cara del peliverde le hizo volver a la realidad. Se trataba de la muchacha que había rescatado de entre los escombros el día del atentado en la base. Tenia aún varias magulladuras por su rostro, pero la herida más grande estaba en su pierna. Estaba completamente vendada y se ayudaba de unas muletas para moverse. Sin embargo, la alegría parecía que había vuelto a su rostro. Era una joven bastante atractiva, de ojos grandes y acanelados. Cabello castaño y corto a la altura del hombro. Físicamente podía medir en torno al metro setenta, de complexión delgada, aunque ligeramente abultada en el tren inferior por la retaguardia.

¡Ah, hola! —dijo el peliverde, sonriente—. Me alegra ver que te encuentras bien, señorita… —Takahiro dudó durante unos instantes, pero recordó que no rápidamente que no se habían presentado como es debido. No obstante, antes de que pudiera preguntarle el nombre, la muchacha se presentó.

Sophie —saltó a decir—. Soldado Raso, Sophie Wagner —y se dispuso a hacer el saludo militar—. A sus órdenes, mi Sargento.

Suboficial —le corrigió el peliverde—. Desde ese día, soy suboficial.

¿Usted también? —preguntó con sorpresa—. Todos los de su escuadrón ascendéis muy rápido, debéis de ser la nueva generación de oro de la marina. Sois como los supernovas dentro de los piratas, los mejores de vuestra generación.

En los ojos de la marine podía verse adulación y un extraño brillo, una chispa de emoción que no podía disimular. Cada vez que articulaba alguna palabra, su sonrisa era grande e hipnótica, como si hablar con Takahiro supusiera un hito en su vida y le hacía sentirse plena. No obstante, había algo en su mirada que al peliverde no le terminaba de encajar.

Dime, ¿te apetece ir a la cantina un rato? —le preguntó Takahiro, mostrando una amplia sonrisa.

Claro, señor —le dijo—. Sería un placer tomar algo con usted.

No hace falta que seas tan formal —le dijo el peliverde—. Que no soy tan viejo. Puedes llamarme Taka, si lo prefieres.

¡Vale! —exclamó ella.

Tras aquella conversación se hizo el silencio, Takahiro y Sophie se fueron directos hacia la cantina, aunque tardaron un poco por la situación en la que se encontraba la joven. No era muy dócil caminando con muletas, pero ¿quién lo era? Lo más probable es que le faltara aumentar su musculatura en los brazos y su abdomen, pero tampoco es que le hiciera falta. Takahiro durante el largo camino, en el que le había sostenido alguna puerta, se había fijado en el buen tipo que tenía la joven, y estaba despertando en él sensaciones que no eran apta para adultos. Sin embargo, era consciente que echarse un ligue en el cuartel iba a significar una cosa: ¡Problemas! Y más si en pocas semanas volvía su amada Helen. Aunque le preocupaba mucho más que pudiera hacerle Camille. Una vez pudo salvarse de su golpe, dos ya sería tentar a la mismísima diosa fortuna. Había mirado a la muerte una vez a los ojos, otra vez sería firmar su sentencia de muerte.

Al llegar a la Cantina se sentaron. Takahiro fue a por dos zumos naturales: uno de naranja, manzana y zanahoria para él, que le encantaba, y uno de naranja y fresa para ella.

Estaban tranquilos, hablando de temas irrelevantes, cuando el agudo sonido del megáfono central del cuartel llamó la atención de todos los marines de la base. Una voz grave carraspeó la garganta justo antes de hablar. No cabía duda, era el Comandante Buchanan con la intención de dar algún aviso importante.

Suboficial Takahiro Kenshin —dijo en primer lugar, haciendo que la gente que hubiera en la cantina girara su cabeza para mirarlo—. Teniente Comandante Shawn —prosiguió justo después—. Bien. Os necesito en mi despacho raudos y veloces. Os quiero antes de las doce, cero, cero —aclaró—. Y para el resto de marines… ¡Continuad así, sois todos increíbles! ¡El presente y futuro de esta noble institución!

Y el silencio se hizo.

Así que te tienes que ir… —comentó Sophie, algo apenada.

El deber me llama —le respondió—. Hasta la próxima, y mejórate.

Takahiro se fue de allí con rapidez. Lo cierto era que no había habido mucha fluidez en su conversación con la marine, y alargar ese tipo de situaciones era algo que sabía por experiencia que no era bueno.

Le habían dicho que estuviera allí para el mediodía, pero aún faltaban quince minutos para la hora acordada. Esa no era la primera vez que Takahiro esperaba en aquel pasillo. Había estado allí muchas veces, más de las que hubiera deseado, casi siempre para recibir alguna reprimenda por culpa de Shawn, que acababa de llegar y apenas se había molestado en saludarlo. Según los rumores, su superior estaba bastante molesto por el rápido ascenso que habían tenido él y sus compañeros, aunque lo que más le pesaba era que Atlas y él estuvieran progresando de sobremanera.

Finalmente, cuando el reloj de la base dio las doce en punto, la puerta del despacho se abrió de par en par. Tras ella estaba Buchanan con una señora entrada en años, vestida con ropas con estampados florales y unas gafas de pasta gruesa.

Pasad —dijo el comandante, haciendo un ademán con la mano—. Esta es la señora Glotis, la jefa de estudios de la escuela de Loguetown.

Un placer, señora —dijo Takahiro, dándole la mano cordialmente—. Yo soy el suboficial Takahiro Kenshin.

Un honor conocerla, señora —le dijo Shawn, haciendo una reverencia.

Hechas las presentaciones se sentaron alrededor de la mesa del comandante.

Les he traído aquí porque tengo algo que encargarles a ambos —dijo Buchanan—. Esta tarde vais a ir a la escuela para hablar y estar con los alumnos y las alumnas durante un par de horas, de tres a cinco. Desde los sucesos acontecidos en la base, como que muchos de ellos sienten cierta incertidumbre por la seguridad de la isla, sobre todo los más mayores. Así que vais a ir y vais a responderles todas las dudas que tengan, además de jugar con los más pequeños si encarta. Os he escogido a vosotros dos porque creo que ambos representáis los ideales de la nueva marina: el orden y la disciplina, por un lado —señaló inconscientemente a Shawn—, y la intrepidez y la destreza innata, por el otro —señaló, de nuevo, de forma inconsciente a Takahiro—. Eso sin contar, que cierto marine de cabellos verdosos se ha estado haciendo famosete en la isla —le guiñaron un ojo—. Así que comed pronto, preparaos e id a la escuela —Takahiro fue a levantar la mano, pero sintió una fuerte presión procedente de la mirada de Buchanan, que daba miedo—. Y sí, Takahiro, es obligatorio ir con el uniforme.

Está bien—dijo, encogiéndose de hombros.

* * * * *

Contra todo pronóstico, el último en llegar la escuela fue el teniente comandante Shawn, que encontró conversando en un ambiente muy distendido a la jefa de estudios del colegio con Takahiro, riendo ambos casi a carcajada limpia después de un par de ocurrencias y bromas del peliverde. Eso no sentaba bien a Shawn, ya que estaban en una misión.

La escuela se encontraba en el corazón de la ciudad, completamente rodeada por edificios y casas, pareciendo algo pequeñito. Al entrar, había un portón de hierro, con el nombre de la escuela en un arco de madera en la parte superior, que parecía estar dando la bienvenida a todos sus estudiantes. El sendero que llevaba a la puerta del edifico principal era de piedras incrustadas y pulimentadas en el suelo, como un camino que el futuro de la isla debía seguir sin perderse.

A la derecha se encontraba el patio, el lugar de recreo de los jóvenes y dónde, seguramente, también tendrían las clases de deporte. Había dos pistas, una de baloncesto y otra de futbol, con el suelo desgastado por las pisadas de los alumnos y de la incesante acción de la luz solar, haciendo que el color rojizo ya apenas se viera, dejando ver el gris del hormigón del suelo. El edifico principal estaba pintado de blanco y tenía altas ventanas. Se veía que era un edifico antiguo, pero que cada año iban reformando hasta darle un aire más moderno. Nada más pasar el umbral de la puerta un pasillo largo rompía la planta del edificio en dos alas muy bien separadas: la derecha para primaria y la izquierda para secundaria. El salón de actos estaba justo en medio, al final de aquel pasillo. Caminaron hacia él y allí se encontraban los alumnos, la mayoría de secundaria, pues algunos de ellos ya comenzaban a tener pelusilla en la cara.

Como ya dijo el comandante —dijo la mujer—. El señor Shawn se encargará de dar la charla en el salón de actos, mientras que usted, señor Kenshin, se irá al patio trasero a jugar con los de primaria.

De acuerdo —dijo Takahiro, poniendo rumbo hacia el patio de atrás.

La parte trasera del colegio estaba completamente arreglado, con mesitas de madera impolutas, arboles frutales rodeando las verjas de metal para que ningún extraño pudiera observar a los pequeños, y el suelo había sido acolchado con placas de caucho para evitar que se hicieran daño con alguna caída.

¡Vaya! —exclamó el peliverde—. Que bonito esta esto, ¿no? —preguntó.

—le dijo la jefa da estudios, mientras caminaban hacia una mesa en la que se encontraban varios profesores—. Las últimas ayudas del gobierno las hemos destinado a arreglar esta parte del colegio, para intentar crear unas especies de aulas al aire libre e intentar salir de la clase ordinaria. A los de secundaria les encanta, pero pierden mucho el tiempo

Son niños, a fin de cuentas —comentó el peliverde—. No son conscientes de que deben aprovechar estos momentos —prosiguió.

Takahiro no se creía lo que estaba diciendo. Él había tenido un profesor particular toda la vida, ya que su abuelo prefería tenerlo en casa y encargarse de que no se maleara en alguna escuela, debido a que nunca había sido un buen estudiante. No hacía los deberes, suspendía los exámenes y se escapaba de casa en cuanto podía. No obstante, a sus veintidós años había madurado lo suficiente como para darse cuenta que debería haber intentado ser mejor alumno.

Fue entonces, mientras hablaba con los profesores después de haber estado una hora jugando con los niños, cuando vio un grupo de tres alumnos tras los árboles tratando de saltar la valla para salir. Podía escuchar como se ayudaban entre ellos y afinando su vista pudo ver el reflejo de algo entre los árboles.

Si me permiten un segundo —les dijo Takahiro, acercándose con disimulo a la arboleda.

Fue muy silenciosos, avanzando con movimientos fluidos y rápidos hasta llegar al lugar donde se encontraban tres sujetos de unos quince o dieciséis años tratando de escalar por la rama de un árbol y poder escaparse de la escuela.

Vamos rápido, Mickey —dijo uno de ellos—. Que como se den cuenta vamos a tener que estar otra hora más escuchando al sopla del marine ese.

E’ o no, bro —dijo otro—. Que tío más estirado. Parece que en los atentados le metieron un palo por el culo y aún no se lo han sacado —Y comenzó a reírse.

«No le falta razón», pensó Taka.

Que buena esa bro —dijo el tal Micky, que ya se había subido a la rama.

La distancia entre la rama y el suelo era de apenas un par de metros. Una caída desde esa altura no iba a hacerle mucho daño. Es por esa razón que, haciendo uso de sus habilitades, Takahiro se acercó y golpeó el árbol con todas sus fuerzas reiteradas veces. El árbol se movía como si de un terremoto se tratase y, cuando el joven estuvo a punto de caerse, lo atrapó.

¿No deberíais estar escuchando al pedante de mi compañero? —le preguntó, dejándolo caer de culo en el suelo.

Pero que haces pelo espinaca —se quejó el muchacho—. Que ha dolido.

Como te de una galleta si que va a doler —le dijo Takahiro—. Anda tirad para el salón de actos.

Uno de los muchachos le lanzó un puñado de piedras, que con destreza el peliverde devolvió a los jóvenes usando el mango de su katana, dándoles en la frente.

¡Au! —se quejó uno de ellos.

Vais a necesitar algo más si queréis deshaceros de mi —les advirtió Takahiro, que se apoyó sobre el árbol, suspirando—. Esto puede ir de dos formas. O agacháis la cabecita y volvéis dentro, u os doy una colleja a cada uno y os obligo a entrar. Vosotros decidís.

Y sin más dilación, los jóvenes volvieron al salón de actos, aunque uno de ellos parecía asombrado por la forma de actuar que había tenido Takahiro.

Dos horas después, tras acabar en el colegio, Takahiro puso rumbo hacia el cuartel, no sin antes hacer una parada para comprar algo en una de las tiendas del barrio. Por allí habían varios comercios que venían productos del terreno y eso le encantaba al suboficial. Vendían unos hojaldres de pescado ahumado que le encantaban. No sabía el nombre del pescado en sí, pero a nivel nutricional le habían dicho que era fantástico. Estaba saliendo de la confitería, cuando vio a los tres muchachos que estaban intentando escapar del colegio. Uno de ellos tenía un cigarro entre los labios, mientras que otro de ellos parecía estar agitado hablando por den den mushi.

«¿Qué adolescente tiene un den den mushi?» —se preguntó el marine, mientras se llevaba uno de los hojaldres a la boca y observaba a los jóvenes.

Takahiro intuyó que no estaban tramando nada bueno, así que decidió seguirlos desde una distancia prudencial. Era cierto que vestido de marine iría llamando la atención en función de la zona de la isla en la que estuviera, y los infantes estaban adentrándose demasiado en la zona sur. Durante el camino el peliverde terminó de comerse sus hojaldres, salvo uno que guardó, y su seguimiento le llevó a una zona en la que los marines no eran bien recibidos. Ante eso, el peliverde se deshizo de la parte superior de su atuendo, quedándose en camiseta blanca de tirantas, que se metió dentro de los pantalones. Se ajustó el cinturón con sus espadas. Su aspecto había cambiado radicalmente. Parecía mentira que, quitándose la gorra y la chaqueta, de parecer un marine correcto pasara a parecer un maleante. Era increíble. Aunque ayudaba mucho los tatuajes que tenía en el cuerpo.

Continuó siguiendo a los jóvenes hasta un barrio de la zona sur bastante turbio. Las casas no eran de un blanco impoluto, ni tan siquiera eran de un blanco grisáceo por la suciedad, sino que eran lugares pintarrajeados con sprais de pintura, con marca de bandas callejeras y repleto de locales extraños.

Los tres chicos se encontraban en la puerta de un local con un cartel de neón apagado, del cual salió un sujeto calvo que vestía con un chandal y unas sobaqueras para dos pistolas que no tenía.

Habéis tardado mucho —dijo el hombre—. Pensaba que os ibais a rajar.

No somos unos jiñaos —le respondió el muchacho llamado Mickey—. Vinieron dos marines a dar charlas el colegio, y el más espabilao’ nos pilló cuando tratábamos de escapar.

Maldita escoria —comentó el calvo, echándose a un lado para que pasaran—. Per la culpa es por vuestra por dejaros atrapar —y le soltó una torta en la cara al joven, que se cayó al suelo de golpe—. ¿Qué os he dicho? —preguntó—. Si quedamos a una hora, es a esa hora. Me habéis hecho perder dinero, y a mi nadie me hace perder dinero.

Los muchachos recularon hacia atrás, pidiendo disculpas. Podía ver el terror en sus ojos, razón por la que Takahiro lanzó el hojaldre que le había sobrado a la cara al calvo.

Oye, pelón —alzó la voz, mostrando una sonrisa confiada y prepotente en su rostro—. ¿No te han dicho que esta feo pegar a los más débiles?

Y de la nada, después de que el calvo chasqueara los dedos, salieron cinco individuos de entre las sombras. Todos iban armados, ya fuera con cadenas, alguna espada o porras de metal.

No sabes donde te has metido, chaval —le dijo el calvo, mientras se limpiaba la cara y miraba con soberbia al peliverde—. ¿Sabes quién soy yo?

¿Un don nadie? —le respondió el peliverde—. ¿O quizá un triste hombrecillo que tiene que abusar de niños para sentirse grande en el gran océano que son los bajos fondos? ¿Acaso los mayores no te dejan jugar?

El calvo chasqueó los dedos y dos de los sujetos armados con cadenas miraron al peliverde con la intención de atacarle. Sin embargo, la mano del peliverde se encontraba apoyada sobre la empuñadura de su espada. Notaba con sus dedos la tela de su arma favorita, de samidare, palpándola con la misma delicadeza con la que se tocaba la cara de una mujer antes de darle un beso. Flexionó su pierna y, tras visualizar el lugar donde estaban sus contrincantes, se desplazó a gran velocidad, realizando movimientos ondulantes con su arma, al mismo tiempo que se movía de un maleante a otro, golpeando sus manos con el filo y haciendo que tiraran sus armas al suelo.

Battojutsu… —susurró en voz baja, enfundando su arma—. Serpenteo.

Los criminales retrocedieron, agrupándose a un lado, como si aquellos les fuera a servir para salir de aquella situación. Eran débiles, y ellos lo sabían. Por la frente de algunos de ellos caían gotas de sudor, temerosos. Ante eso, el peliverde desenfundó su espada y trazó un corte horizontal, que se propagó en forma de aire cortante y derribó a los criminales, que cayeron al suelo heridos.

Battojutsu… —el marine volvió a enfundar su espada—. Horizonte cortante.

Rápidamente, se giró hacia donde debía estar el calvo, pero se había metido en el local. Los jóvenes estaban flipando en colores, absortos con los ojos abiertos, casi paralizados.

Takahiro, con determinación en la mirada, sacó de su bolsillo su den den mushi. Le dio al botón de llamada automática para el cuartel general y le explicó a su receptor todo lo que había ocurrido. Les pidió que trajeran refuerzos para llevar a la cárcel a los criminales, mientras que él buscaría la forma de entrar en el edificio.

Al otro lado le respondió una voz anciana, cuya parsimonia le estresó de sobre manera. Entonces, tras colgar, se aproximó a los niños y les dijo que se pusieran a cubierto. Era probable que la situación se pusiera fea, y el peliverde con su espada desenfundada se adentró en la edificación. Nada más abrir, una decena de proyectiles salieron disparados hacia él. Apenas pudo reaccionar y una de ellas le dio en el hombro. Se echó a un lado y se protegió con uno de los muros de aquel local.

«Hijo de la gran…», maldijo para sus adentros, mientras escuchaba al calvo gritar palabras que jamás diría por respeto al prójimo.

Asomó la cabeza, y de nuevo volvió a disparar. Takahiro odiaba a los tiradores, pero tenía que terminar rápido con aquello. Es por eso que, desenfundando su Wakizashi, haciendo acopio de todo su valor, se adentró en la casa y trató de desviar todos los disparos que se dirigían hacia su persona. La cosa parecía que estaba yendo bien, sin embargo, el último tiro que el calvo tenía en la recámara le dio en el hombre. Ante eso, Takahiro bramó de dolor, para luego realizar un movimiento descendente con su espada y realizarle un corteo muy profundo al hombre. Tras ello, los marines del cuartel vinieron y lo aprensaron. Se llevaron a todos los que había allí presos, incluyendo los tres jóvenes que habían sido acusados por extorsión y venta de sustancias ilegales.

Una vez Takahiro pasó por la sala de curas en el cuartel se llegó a ver a los tres estudiantes.

Voy a intentar que os cambien la pena por trabajos a la comunidad —les dijo Takahiro—. Pero no os prometo nada. Tenéis que intentar cambiar de vida. Los atajos para conseguir dinero no son buenos, os lo digo por experiencia —continuó diciendo, mientras los jóvenes lagrimeaban y gimoteaban casi en silencio—. Recordad que quien mal anda mal acaba, y sería una pena que vuestra gente llorara vuestra muerte por parte de algún criminal de segunda categoría, como el calvo pestoso.

Muchas gracias —le dijo uno de ellos—. Lo tengo decidido. Quiero ser marine y ayudar a las personas, como haces tú.

Si algún día te aceptan, llámame —le dijo Takahiro, saliendo de allí.
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#2


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