Alguien dijo una vez...
Donquixote Doflamingo
¿Los piratas son malos? ¿Los marines son los buenos? ¡Estos términos han cambiado siempre a lo largo de la historia! ¡Los niños que nunca han visto la paz y los niños que nunca han visto la guerra tienen valores diferentes! ¡Los que están en la cima determinan lo que está bien y lo que está mal! ¡Este lugar es un terreno neutral! ¿Dicen que la Justicia prevalecerá? ¡Por supuesto que lo hará! ¡Gane quién gane esta guerra se convertirá en la Justicia!
[Autonarrada] ¡Al fin vacaciones! [Tier 2]
Takahiro
La saeta verde
Día 39 de Verano 724,
Isla de Loguetown.
Una vez soñé, lo que el mar sur me deparaba.
Había un gyojin azul y un tontata tocaba la guitarra.
Un brazos-largos se echaba un cante, una humana mu’ pija bailaba.
Al compa de bulería, mientras le toco las palmas.

Lo sueños, sueños son y el mar lo decidirá.
Lo que el futuro nos espera y si las sirenas vendrán

El nuevo éxito del verano sonaba de fondo, mientras Takahiro Kenshin preparaba la maleta para irse un par de días lejos del cuartel general del G-31. Al fin la exuberante y sensual capitana Montpellier le había dado un par de días de vacaciones, así que iba a aprovecharlos a más no poder. Gracias a uno de sus contactos, el peliverde había conseguido a precio de habitación normal una suite en un hotel muy cercano del famoso Gymnasium del que todo el mundo hablaba. Sin embargo, no tenia intención alguna de visitarlo. Su plan era estar todo el día en el hotel, yendo del spa a la piscina y de la piscina a la habitación. ¿Lo mejor de todo? Que dentro de la piscina había un precioso bar en el cual iba a poder beber todo lo que quisiera. ¿La razón? En su muñeca iba a tener una pulsera de color naranja que le iba a permitir tomar todo lo que quisiera.

—Un par de bañadores, dos camisas de estampadas, un pantalón medio formal, una camiseta blanca impoluta, colonia, chubasqueros anti bebés y creo que con eso es suficiente —repasaba en voz alta el alférez, justo antes de cerrar la maleta.

Ya eran casi las once de la mañana, así que el peliverde puso rumbo a paso ligero hacia el hotel que estaba al otro lado de la ciudad. Como quería desconectar completamente de todo, tan solo los miembros del escuadrón L-42 sabían donde iba a estar, así que también dejo sus den den mushis en su habitación. El camino se le hizo bastante largo, puesto que las calles estaban abarrotadas de turistas que había venido a la isla para ver la famosa carpa. Por lo que le habían dicho era una especie de circo sin animales, donde sus protagonistas hacían mil y una piruetas con cuerdas, armas y de todo. Un espectáculo digno de ver, pero que a él no le atraía para nada.

Sin darse cuenta se topó de golpe con el hotel. Era una espectacular edificación completamente blanca y muy elegante, que no desentonaba con las edificaciones más antiguas de la isla como otros hoteles. Estaba decorado con columnas de mármol adosadas a las paredes, de un estilo que recordaba a las civilizaciones antiguas de las historias que le contaba su abuelo. Con decoraciones de colores azules, turquesas y celestes, que recordaba mucho al mar al mediodía.

Justo en el centro había una puerta giratoria, de cristales exquisitamente limpios, tan trasparentes que una señora se dio un golpe al salir. El peliverde tuvo que evitar no reírse y preguntarle como se encontraba, pero la mujer lo miró con desprecio y se adentró en el hotel. «Como te vea en la piscina salto al lado tuya para mojarte ese pelucón», pensó con malicia infantil el marine, que se adentró en el edificio.

El vestíbulo del hotel era inmenso, muy amplio y decorado también con columnas de mármol blanco. El suelo era de un color beige, tan pulimentado que podía verse reflejado. Caminó hacia la mesa de la recepción y sonrió al hombre que allí se encontraba.

—Tengo una habitación a nombre del alférez Takahiro Kenshin —dijo en voz alta, enseñándole su documentación.

—Habitación quinientas dos —dijo el hombre, entregándole la documentación, una tarjeta y una pulsera de tonalidad anaranjada—. Nuestro mozo de equipaje se encargará de acompañarle a su suite y llevarle la maleta. Cualquier cosa que necesite, tan solo tiene que pedirle. Por cierto, la hora del desayuno es desde las siete de la mañana a las once, la hora de la comida es de las una hasta las cuatro y la hora de la cena comienza a las ocho y acaba a las doce de la noche. Esperamos que todo sea de su agrado.

—Muchas gracias —dijo Takahiro, dejando que el mozo de equipaje lleve su maleta.

Una vez dentro de la habitación, el botones se quedó esperando durante un rato. No tenía claro porque lo hacía, pero el peliverde se tumbó sobre la cama hasta esperar a que se marchara. Pudo escuchar como el hombre lo maldecía brevemente justo antes de cerrar la puerta, pero no tenía claro que era lo que quería. Pasado un rato pensó que, tal vez, quería algo de propina, ¿pero cual sería la propina correcta? Si iba en función del porcentaje del precio real de aquella suite, seguramente no podría pagársela cada vez que fuera a la habitación.



El sol pegaba con fuerza el rostro de Takahiro, que se encontraba tumbado sobre una tumbona, con un bañador rosa chicle y un mojito bien frío sobre una pequeña mesita de cristal que estaba a su lado.  El sabor de aquella bebida le encantaba, ese equilibrio entre el amargor del ron añejo, el ácido del cítrico, el dulzor del azúcar moreno de caña y el aroma y la esencia que otorgaba la hierbabuena…, una amalgama de sabores que había enrojecido el rostro del marine, que comenzaba a sentir sus sentidos un poco adulterados.

«Esto es vida…», se decía para sí mismo el peliverde, mientras daba otro sorbo de la pajita de su bebida.

Las horas transcurrían lentas, tan lentas que Takahiro empezaba a aburrirse. Había estado durante muchas semanas trabajando sin descanso, hasta el punto que su único momento de relajación era ese ratito que dedicaba a evacuar la comida que no había sido absorbida por su organismo, es decir, y dicho con palabras más llanas: cuando cagaba. Era un instante de tranquilidad, en el que, sentado en la fría, pero al mismo tiempo extrañamente cómoda, superficie de cerámica, se sentía agradecido por tener un buen tránsito.

Entonces, algo llamó su atención. La mujer rancia que se había encontrado al entrar al hotel estaba en la piscina, caminaba a pasos lentos, tratando de no mojarse el pelo mientras el agua le iba cubriendo lentamente el cuerpo hasta superar su cintura. Y Takahiro lo supo, era el momento de vengarse de aquella señora. Terminó de beberse el mojito, se aproximó al borde de la piscina con las manos en la cintura, sonrió a la nada y saltó con fuerza, abrazándose las piernas para aumentar la cantidad de agua que iba a mojar a la señora. Cuando el agua rozó la piel de aquella mujer, el maquillaje que tenía se diluyó hasta parecer un cuadro dantesco. Ella lo volvió a mirar mal, mientras que el peliverde le daba unas falsas disculpas.

Al salir de la piscina, con el pecho erguido y orgulloso, se fue a su habitación para ducharse y descansar. El alcohol se le había subido a la cabeza.

Esa noche tenía reserva en uno de los restaurantes del hotel, concretamente el de comida típica del mar del Este. Su cocinero había sido enseñado en el famoso Baratie, o eso le habían dicho algunos recepcionistas. Se vistió con sus mejores galas, para sentarse en una mesa individual con unas vistas del puerto bastante bonitas. Takahiro suspiraba, mientras en sus manos sujetaba una copa de vino. Estaba esperando que le trajeran el primero de los doce platos de aquel menú degustación. Decían que era una experiencia, pero realmente el alférez prefería un buen chuletón de vaca madurada poco hecho, con sus patatas fritas y alguna salsa para estas.

Los primeros platos, más que unas pequeñas tapas, eran bocados bastante extraños. El primero había sido una esfera rebozada de un pescado de nombre raro. «Sólo espero que no fuera primo de Octo», pensó Takahiro. El segundo eran unas esferas rellenas de distintas salsas con una espuma amarga que parecía de cerveza, pero más ligera. El tercero una croqueta de pollo —lo más bueno que había probado hasta ese momento—. Sin embargo, antes de que llegara el siguiente, un grupo bastante alejado de su mesa estaba gritando y liándola parda. Era un conjunto de niñatos adinerados pasados de alcohol, que estaban insultado a uno de las camareras.

—¿Acaso a esta mierda llamáis comida? —alzó la voz el que parecía el cabecilla, mientras su séquito de borregos le reían las gracias—. Anda, gatita, pruébalo y dime si te gusta.

—Señor, por favor, si no le gusta puedo servirle otra cosa.

—¡Te he dicho que lo pruebes! —gritó el muchacho.

Antes de darse cuenta, el peliverde había cogido un palo de bambú que estaba de decoración en el restaurante, en una extraña maceta y estaba cerca de la mesa de aquellos niñatos. Fue entonces, cuando el irrespetuoso pijo le lanzó una extraña bola a la mujer. Ante eso, a una velocidad a la que las personas de allí no estaban acostumbradas, Takahiro usó el palo de bambú para golpearla y estrellar aquella bola en la cara del lanzador. La esfera se rompió al dar en su rostro, manchándole de una salsa blanquecina.

—Veo que estás acostumbrado a que te manchen la cara de leche —bromeó, haciendo que varios se rieran del niñato—. Así que límpiate y pídele perdón a esta señorita.

—¿Tú sabes quien soy? —preguntó, encolerizado, para luego limpiarse la cara.

—¿Y tú sabes quien soy yo? Si quiero esta noche duermes en un calabozo sin ventanas, muchacho.

—Será mejor que te calles, Borja —dijo uno de ellos, que parecía conocer al alférez—. Es Takahiro Kenshin, una de los marines liantes de la base. A él le va a dar igual tu padre.

El tal Borja hizo un ademán con la mano para callar a su amigo, para luego levantarse de su asiento sin apartar la mirada de Taka y caminar hacia él, con soberbia y lentitud, con una copa en la mano. Era un individuo de apenas un metro ochenta, de complexión delgada y un peinado que parecía un macetero antiguo. Vestido con un pantalón de pinza, náuticos y una camisa ajustada.

—¿Sabes quien soy yo? —volvió a preguntar.

—¿Alguien que debe cambiar de peluquero? —le respondió el peliverde, que no apartaba la mirada de los ojos castaños del pijo.

—Mi padre es el dueño de este hotel —le dijo—. Y yo aquí hago lo que me da la gana.

Ese muchacho cometió un error bastante grave. El contenido que había en la copa fue a parar a la cara de Takahiro, quien, con la cara completamente empapada y su camisa manchada de vino, no dudó en usar el palo de bambú para realizar un movimiento lateral y golpear al pijo en la cara. Fue rápido, preciso y directo. El joven cayó inconsciente.

Takahiro lo cargó sobre sus hombros y se propuso a marcharse del hotel.

—Decidle a su padre que su hijo va a pasar la noche en el calabozo de la G-31 por atentar contra la autoridad pertinente, que es nuestra preciosa camarera, alteración del orden público y por el peor delito de todos…, ¡mancharme la camisa buena! —Tras ello, se dispuso a marcharse de allí, sin embargo, se paró de golpe—. Por cierto, querida… Estoy en la habitación quinientos dos. Enviaré a un par de reclutas a recoger mis cosas. Buenas noches.
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