Hay rumores sobre…
... que existe una isla del East Blue donde una tribu rinde culto a un volcán.
[Diario] La brújula
Lance Turner
Shirogami
Dicen que el mar te enseña cosas que en tierra firme nunca aprendes. A veces pienso que es cierto, pero hay días como hoy en los que es el mundo en tierra el que tiene una lección inesperada guardada. Todo comenzó cuando llegué a un pequeño puerto en una isla sin nombre, uno de esos lugares donde el viento parece llevarse el tiempo. No era más que un rincón apartado, una aldea de pescadores donde las casas apenas se sostenían, pero donde el olor a pescado fresco y madera mojada le daba al lugar un aire acogedor.

Después de asegurar mi bote, decidí pasear un poco, aprovechando que era uno de esos días donde las olas estaban tranquilas y el sol brillaba lo justo como para hacer agradable el paseo. Mientras caminaba por la calle principal, si es que a ese sendero de tierra podía llamársele así, vi a un grupo de personas reunidas en una plaza improvisada. Parecían concentrados, observando algo con fascinación.

Curioso, me acerqué para ver de qué se trataba y noté a un hombre mayor, un anciano encorvado con el cabello blanco y las manos temblorosas, sosteniendo una antigua brújula de latón. La sostenía en alto, mostrándola como si fuera un tesoro invaluable. Los aldeanos lo miraban con respeto, como si estuvieran viendo a un sabio de otro tiempo. Me quedé observando un rato, intrigado por la escena.

-¿Sabes lo que tengo aquí? - dijo el anciano, mirando a la gente que lo rodeaba. Nadie respondió, como si temieran romper el encanto del momento.

-Ah, ya veo que no. Esta brújula - continuó, sonriendo con un toque de misterio, - Es capaz de encontrar el verdadero norte, sí, pero también algo más. Puede mostrar el camino a lo que el corazón más desea.

La multitud soltó un murmullo de asombro, y no pude evitar esbozar una sonrisa escéptica. Había visto ya bastantes cosas como para creer en cuentos de magia, pero la expresión de la gente y la seriedad del anciano me hicieron dudar por un momento.

El anciano notó mi sonrisa y, como si hubiera leído mis pensamientos, me miró directamente. -Tú, forastero - dijo, señalándome. -¿Te atreves a probar?

Por un instante, me sentí retado, y mi orgullo decidió por mí. Me acerqué y extendí la mano para tomar la brújula. Al sostenerla, noté su peso sólido y el toque frío del metal, y me pregunté si en verdad tendría algo especial. La aguja apuntaba en una dirección, pero no era hacia el norte. Sentí una extraña curiosidad, como si aquel instrumento en verdad estuviera mostrándome algo más allá de mi entendimiento.

- Viejo, no sé mucho de brújulas, pero esta debe estar trucada... - Le dije, mirándolo con desconfianza. - Hasta donde yo sé, las brújulas no hacen esto.

El anciano solo sonrió. -No hay truco. Solo sigue la dirección y verás.

Dudando aún, decidí hacerle caso. La aguja me guiaba hacia una calle estrecha que se extendía entre las casas y luego hacia el borde de un acantilado. La gente me seguía en silencio, observando cada uno de mis pasos. Mientras avanzaba, la brújula continuaba señalando en la misma dirección, como si me guiara hacia algo más importante de lo que pensaba.

Durante el recorrido, la aguja de la brújula pareció volverse más precisa, apuntando recta hacia el horizonte. Noté cómo el suelo bajo mis pies comenzaba a transformarse en un terreno más pedregoso, y el sonido de las olas golpeando las rocas aumentaba. Era como si toda la isla me estuviera invitando a ir hacia ese punto, como si el destino mismo hubiera preparado ese camino.

Después de un rato, llegué a un mirador al borde del acantilado, desde donde se podía ver el vasto océano extendiéndose hasta el horizonte. Allí, la aguja dejó de moverse, como si hubiera encontrado su destino. Bajé la vista, esperando ver algún indicio, pero no había nada más que agua y cielo. En ese instante, sentí que todo se detenía. Un susurro del viento, el olor a sal y un silencio profundo que solo el mar puede ofrecer.

-¿Y? - Preguntó el anciano detrás de mí, con una sonrisa expectante.

Lo miré, algo molesto por la decepción. -No hay nada aquí. Solo el mar y el horizonte.

El anciano asintió, como si esperara esa respuesta. -Eso es todo lo que necesitas ver, muchacho. El mar y el horizonte. La libertad que siempre has buscado, esa es la respuesta.

Sus palabras me dejaron pensando. La gente comenzó a dispersarse, perdiendo interés al ver que no había ningún tesoro escondido ni magia evidente. Pero yo seguí allí, observando el mar y sintiendo la brújula en mis manos. Quizás el anciano tenía razón. Tal vez lo que más deseaba, lo que siempre había buscado, estaba justo frente a mí y yo nunca me había detenido a verlo.

El anciano se quedó a mi lado, en silencio, compartiendo aquel momento. Finalmente, me miró una última vez y me palmeó el hombro.

-La verdadera brújula está dentro de ti, forastero. Recuerda eso cuando el camino se vuelva incierto.

Y con esas palabras, se alejó, dejándome solo frente al vasto océano. Me quedé allí, reflexionando sobre lo que me había dicho. A veces, uno busca respuestas complejas, pero la verdad es que los deseos más profundos son más simples de lo que creemos. Aquella brújula, falsa o no, me había recordado por qué había elegido la vida en el mar: no por tesoros, ni por gloria, sino por la libertad, por el horizonte sin límites que se extiende cada día ante mis ojos.

Me quedé allí un rato más, observando cómo el sol comenzaba a bajar en el cielo, pintando el mar de tonos dorados y naranjas. Recordé entonces todas las veces que el mar me había ofrecido ese mismo espectáculo y cómo, en mi afán de aventuras y peligros, rara vez me había detenido a disfrutarlo. Había estado tan concentrado en el próximo viaje, en el siguiente reto, que olvidé lo esencial. Aquello que el horizonte me había dado desde el principio.

Con una última mirada al mar, sonreí. Sabía que, pasara lo que pasara, siempre habría algo allá afuera, algo que me llamaba, y esa llamada era todo lo que necesitaba para seguir adelante.

Volví caminando despacio hacia el puerto, la brújula aún en mi mano. Noté que algunos aldeanos me miraban de reojo, murmurando entre ellos. Quizás esperaban verme regresar con un cofre lleno de riquezas o una historia increíble sobre criaturas mágicas. Pero la única riqueza que había encontrado era la tranquilidad de saber que, al final del día, el mar y yo seguíamos siendo uno.

Antes de subir al bote, busqué al anciano con la vista. Lo encontré apoyado en un poste, observándome con esa misma sonrisa enigmática. Le hice un gesto con la cabeza y él me devolvió el saludo. No hicieron falta palabras. En ese momento, entendí que lo que él había compartido conmigo era un tipo de sabiduría que solo unos pocos lograban comprender. Guardé la brújula en el bolsillo y subí al bote.

Mientras zarpaba, el viento me empujaba suavemente hacia el mar abierto, y con cada ola, sentía cómo me alejaba de la isla pero me acercaba a algo más profundo: una libertad que no dependía de un objeto ni de un destino, sino de la decisión de seguir adelante, con el horizonte como único testigo de mi viaje.
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