Silvain Loreth
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10-11-2024, 01:32 PM
Día 67 de Verano del 724
Mi reino por un barco
Me había tenido que sentar fuera, porque nada me aseguraba de que fuese a ser capaz de caminar erguido en el interior. De hecho, todo apuntaba a que iba a tener que permanecer doblado como una alcayata todo el tiempo que estuviese en el interior de aquella suerte de restaurante itinerante. No tenía muy claro cómo llamarlo, pero era la demostración perfecta de la cantidad de cosas que podía haber en el mundo y que yo no conocía en absoluto. ¿A quién se le ocurriría montar un bar en un barco? Bueno, en un mundo todo o casi todo era agua podía tener cierto sentido, pero no dejaba de resultar sorprendente.
El caso, que por el momento había decidido quedarme en el atracadero exterior para ver cómo se movía la gente por la zona y decidir cuáles debían ser mis primeros pasos. Desde la seguridad de mi isla de origen todo había sido muy sencillo en mi cabeza: subirme al primer barco en el que cupiese y llevarme a ver mundo. El afortunado había sido un tipo que, por lo que había podido entender de lo que me decía —y sin tener yo ni pajolera idea de a qué se estaba refiriendo en realidad— se dedicaba a la importación y exportación de diferentes minerales con múltiples utilidades. Después de eso, mientras aún le mantenía sujeto por la ropa a una altura que lo mínimo que podría granjearle sería un par de fracturas, había accedido a transportarme en la gran embarcación que era de su propiedad. Allí, al igual que me estaba sucediendo en el Baratie, no había podido evitar sentirme en cierto modo ridículo. No me refiero a como persona, sino a que parecía que viajaba en un barco de juguete. El casco se hundía más en el mar debido a mi peso y, del mismo modo, daba la sensación de que al viento le costaba más de la cuenta empujar las velas.
De todos los tipos que había a bordo el único que no me tenía miedo y no era un imbécil era Azafrán. Por lo visto le llamaban así por el color de su piel y, sorprendentemente, no le molestaba. Si de mí dependiese le habría roto los dientes a más de uno en el momento en que al que fuera se le ocurrió la brillante idea, pero no era mi sobrenombre y aquellos tipos tampoco constituían un desafío que mereciera la pena. Lo último que quería era desequilibrarme y caer al mar, y ahí sí que la habría hecho buena. En cualquier caso, Azafrán era el timonel del navío. Decía que en el pasado había sido un pirata, alguien libre que había surcado los mares sin rendir explicaciones a nada ni a nadie. Incluso me habló de su capitán, cuyo nombre se me olvidó pocos minutos después porque tampoco me resultó en absoluto impresionante. Fuera como fuese, Azafrán se había visto obligado a echar raíces y sentar un poco la cabeza después de enamorarse. Era una historia bastante manida, la verdad, pero yo no estaba allí para juzgarle.
En cambio, todas las cosas que compartió conmigo en lo referente a la navegación y lo que hacía falta para dirigir un barco me resultó mucho más interesante. Tal vez habría quien pudiese pensar que aquello simplemente consistía en dar vueltas sin descanso a una cosa redonda para hacer girar el barco y soltar o recoger las velas según la dirección y la potencia del viento, pero nada más lejos de la realidad. Se podría decir que aquello me sedujo, que adquirir los conocimientos necesario para domesticar al viento y los temporales se convirtió en una suerte de reto para mí. Era un reto lo que me había llevado a abandonar mi isla, el de comerme el mundo, y ¿qué mejor manera de empezar a hacerlo que domesticando al viento? Era algo que se decía pronto, pero Azafrán me había dejado claro que eran necesarios años para lograr hacerlo apropiadamente. Yo lo haría antes.
Fuera como fuese, los muy desgraciados me habían abandonado allí, en medio de aquel barco gigante con cabeza de pez. No les podía culpar y, a decir verdad, no es que me hubiese molestado. Desde el punto de vista de ese mequetrefe sin un ápice de valor yo era una verdadera molestia. Llevaba más de una tonelada extra en el barco que en vez de beneficios le reportaba problemas y comía como al menos diez de sus hombres. El muy desgraciado había aprovechado esa excusa, la de tener que reponer alimentos y provisiones, para atracar allí y enviar a todo el mundo en busca de víveres. Había sido entonces cuando, aprovechando un descuido por mi parte, todos habían subido a bordo y me habían dejado con un palmo de narices allí mismo. Todo un drama, vaya, pero tampoco estaba especialmente consternado. Sólo tendría que buscar otra embarcación igual de grande y repetir el proceso. El momento o el día en que fuese a llegar esa embarcación ya era otra cosa, por supuesto.
Sentado en el atracadero exterior, veía cómo los barcos llegaban y se iban, pero casi ninguno tenía las dimensiones apropiadas o suficientes para transportarme. Los del interior no tardaron en sacarme algo de comer. Lo hicieron más bien con desgana, por supuesto, pero en agradecimiento porque al parecer, sin saberlo, estaba ejerciendo como medida disuasoria. Me comentaron que habían visto varios barcos pirata merodear la zona, seguramente buscando hacer una buena caja al saquear la del Baratie —así se llamaba aquel restaurante flotante—, pero el hecho de toparse con una mole de ocho metros sentada y esperando a quien viniese había causado que se diesen la vuelta.
Ésa era su sospecha, claro, porque bien podrían haber cambiado de rumbo por un cambio de objetivos o haber pasado por la zona sin haber tenido la menor intención de acercarse al pez con velas. Fuera cual fuese la verdad del asunto, a mí me vino de perlas. Mi estómago rugía. En relación con los pequeños cuerpos de los que iban y venían, cuando tenía mucha hambre sonaba como un motor a punto de estallar.
De cualquier modo, no tardé en llegar a la conclusión más clara y evidente de todas: necesitaba un barco. Pero no uno que me llevase de un sitio a otro como un favor, sino uno para mí. Cómo, cuándo y dónde conseguirlo era algo que tendría que averiguar de alguna forma, aunque no tenía demasiadas ideas por el momento. Simplemente encontrar uno lo suficientemente grande ya era una tarea complicada; ¿cómo de difícil sería hacerme con él? El robo, el hurto, la extorsión y las amenazas habían sido actividades que habían estado fuera de mi vocabulario durante años, acalladas por unas enseñanzas plagadas de buenas intenciones pero ningún pragmatismo. Las primeras sólo te llevaban a la muerte interior, mientras que el segundo te ayudaba a alcanzar tus objetivos.
Sí, después de mucho tiempo había despertado. El mundo esperaba cosas a mí y yo esperaba muchas más cosas del mundo. Había personas, situaciones y fenómenos de todo tipo aguardando por mí, esperando por alguien capaz de desafiarlos y sobrepasarlos sin clemencia. Ése sería yo costase lo que costase, aunque mis huesos acabasen en medio del mar en menos de un mes por haber llenado el ojo antes que la barriga. Hablando de barriga, ¿eso que escuchaba volvía a ser mi estómago pidiendo alimento?