Alguien dijo una vez...
Rizzo, el Bardo
No es que cante mal, es que no saben escuchar.
[Autonarrada] [T1] La voz de la redención
Crucio
Oráculo de Dios
La plaza central de la Isla Dawn era un hervidero de actividad desde las primeras horas del día. Los comerciantes desplegaban sus puestos con una mezcla de entusiasmo y urgencia, intentando atraer a los clientes que recorrían las calles en busca de frutas frescas, especias exóticas o artesanías únicas. Niños correteaban entre los adultos, sus risas resonando sobre el murmullo constante del mercado. En medio de esta cacofonía de sonidos y colores, una figura destacaba no por lo que hacía, sino por la fuerza de su presencia.

Crucio, con su característico porte solemne, se abrió paso entre la multitud con pasos firmes. Su túnica ondeaba ligeramente con el viento, y en sus manos descansaba una Biblia, sujeta con la reverencia que otros podrían reservar para un arma sagrada. Su rostro reflejaba una calma imperturbable, aunque sus ojos brillaban con una intensidad que delataba su propósito. Había elegido este día, este lugar, para difundir la palabra de Dios, una verdad que, según él, los habitantes de la Isla Dawn necesitaban escuchar desesperadamente.

Se detuvo cerca de la fuente central, un punto estratégico que garantizaba que su voz llegaría a la mayor cantidad de personas posible. Con un movimiento decidido, abrió la Biblia en una página marcada previamente y, sin esperar a que la multitud se fijara en él, comenzó a hablar.

¡Hermanos y hermanas! Exclamó, su voz resonando por encima del bullicio del mercado. Hoy he venido a compartir con ustedes la verdad que dará sentido a sus vidas, la única verdad que puede liberarlos del yugo de la ignorancia y el pecado. ¡Escuchen la palabra de Dios!

Al principio, solo unos pocos se giraron para mirarlo, más por curiosidad que por verdadero interés. Un vendedor de frutas frunció el ceño, incómodo por la interrupción del ambiente habitual. Una mujer con un canasto lleno de pan recién horneado se detuvo a escucharlo, aunque sin apartar la vista de sus posibles clientes. Crucio no se inmutó; sabía que el verdadero desafío no era captar la atención, sino mantenerla.

Vivimos en un mundo lleno de caos y sufrimiento. Continuó, señalando al cielo como si invocara una fuerza mayor. Pero Dios, en su infinita bondad, nos ha dado la oportunidad de redimirnos. Todo lo que pide es que abramos nuestros corazones y aceptemos su verdad.

Conforme hablaba, más personas se acercaban, formando un pequeño círculo a su alrededor. Algunos escuchaban con interés genuino; otros, con escepticismo evidente. Entre ellos, un hombre de mediana edad, vestido con harapos, levantó la voz para interrumpir.

¿Y qué sabe tu Dios sobre el hambre y la pobreza? Preguntó con un tono desafiante. ¿Dónde estaba cuando mi familia murió de fiebre?

Un murmullo recorrió la multitud, pero Crucio mantuvo su compostura. Cerró los ojos por un instante, como buscando las palabras correctas, y luego respondió con una serenidad que contrastaba con la amargura del hombre.

Dios siempre está presente, incluso en los momentos más oscuros. Dijo, mirando directamente al hombre. Él nos da las herramientas para superar las pruebas, pero depende de nosotros usarlas. Tu sufrimiento no es un castigo, sino una oportunidad para encontrar la fe y la fortaleza en Él.

El hombre bufó, pero no dijo nada más. Crucio tomó esto como una pequeña victoria y continuó su discurso, su voz impregnada de una mezcla de pasión y autoridad. Citaba pasajes de su Biblia, intercalándolos con reflexiones personales que buscaban conectar con las experiencias de los presentes. Con cada palabra, su audiencia crecía, aunque no todos estaban allí para escucharlo con respeto.

Entre la multitud, un grupo de jóvenes comenzó a reírse y murmurar entre ellos, claramente burlándose del predicador. Uno de ellos, un chico alto con una chaqueta de cuero desgastada, dio un paso adelante.

¡Eh, profeta! Gritó con sorna. Si tu Dios es tan poderoso, ¿por qué no nos hace ricos a todos de una vez? ¿O al menos nos regala una ronda de ron?

Las risas de sus compañeros resonaron como un eco burlón, pero Crucio no se dejó intimidar. Cerró la Biblia con un golpe seco y dio un paso hacia el joven, sus ojos fijos en los de él.

El verdadero poder no está en el oro ni en el ron. Dijo, su voz firme pero sin rastro de ira. Está en el espíritu, en la capacidad de elevarnos por encima de los deseos mundanos. Si buscas riqueza en esta vida, siempre estarás vacío. Pero si buscas la verdad divina, encontrarás una riqueza que ningún ladrón puede arrebatarte.

El joven vaciló, claramente incómodo bajo la mirada penetrante de Crucio. Se encogió de hombros y retrocedió, murmurando algo ininteligible antes de perderse entre la multitud.

A pesar de los intentos de sabotaje, Crucio continuó con su misión, hablando hasta que el sol comenzó a inclinarse hacia el horizonte. Para entonces, había logrado captar la atención de varias personas que no solo escucharon sus palabras, sino que también le hicieron preguntas, buscando consuelo o guía. Una anciana se acercó para agradecerle, sus ojos llenos de lágrimas, y un joven pescador prometió reflexionar sobre lo que había escuchado.

Cuando finalmente cerró la Biblia y dejó la plaza, Crucio estaba agotado, pero también lleno de una profunda satisfacción. Sabía que no todos habían aceptado su mensaje, pero también sabía que no era su deber convertir a todos en un solo día. Su misión era plantar la semilla de la fe, y en eso había triunfado.

Mientras el mercado volvía a su rutina y la gente retomaba sus actividades, las palabras de Crucio seguían resonando en algunos corazones. En la Isla Dawn, donde las sombras de la duda y el sufrimiento eran comunes, una chispa de esperanza había comenzado a arder, alimentada por la determinación inquebrantable de un hombre con una Biblia y una misión divina.

Más tarde ese mismo día, la brisa vespertina acompañaba a Crucio mientras caminaba por los empedrados caminos de la Isla Dawn rumbo a su modesta morada. El ocaso pintaba el cielo con tonos anaranjados y púrpuras, pero su mente permanecía concentrada en los eventos del día. Aunque había enfrentado dudas y burlas, su corazón estaba firme en la certeza de que había cumplido su propósito: llevar la palabra de Dios a los perdidos.

Sin embargo, no todos habían recibido su mensaje con docilidad. Crucio lo sabía; la verdad siempre incomodaba a los que se resistían a ella. Mientras se acercaba a un callejón que conectaba con una de las calles menos transitadas, sintió un cambio en el aire. Una presencia hostil.

Deteniéndose, Crucio entrecerró los ojos, percibiendo el leve crujido de unas botas sobre los adoquines. Un hombre emergió de las sombras, un rostro endurecido por la ira y una daga afilada en su mano derecha. Su mirada era de odio puro, como si cada palabra predicada en la plaza hubiera sido un golpe personal contra su espíritu.

¡Tú! Espetó el hombre, apuntando con la daga hacia Crucio. No sé quién te crees que eres para venir aquí a hablarnos de tu Dios. No necesitamos tus sermones.

Crucio no respondió de inmediato. Cerró los ojos por un momento, tomando una respiración profunda mientras su mano se cerraba en torno a la Biblia que aún sostenía. Cuando volvió a abrirlos, su mirada era tan firme como una roca.

El Señor me envió a esta isla para traer luz donde reina la oscuridad. Dijo con voz calmada, pero con una autoridad que parecía llenar el callejón. Si la verdad te atormenta, no es porque sea falsa, sino porque tu corazón está cargado de pecado.

Las palabras parecieron enfurecer aún más al atacante, quien lanzó un grito de rabia y se abalanzó hacia Crucio con la daga en alto. Pero el predicador no se movió hasta el último instante. Con un movimiento rápido y preciso, esquivó el ataque, haciendo que el hombre tropezara y casi cayera.

Antes de que pudiera reaccionar, Crucio lo golpeó con la Biblia en el costado del rostro, el impacto resonando en el estrecho callejón. El atacante soltó la daga, que cayó al suelo con un tintineo metálico, y retrocedió tambaleándose. Crucio aprovechó la oportunidad para sujetarlo por el cuello de la camisa, levantándolo ligeramente del suelo mientras lo miraba directamente a los ojos.

¡La palabra del Señor es infalible! Proclamó con una fuerza casi sobrenatural en su voz. No puedes silenciar la verdad, porque no viene de mí, sino de Él. Yo soy su elegido, y mientras respire, proclamaré su voluntad.

El hombre, jadeando y claramente asustado, intentó zafarse, pero la fuerza de Crucio lo mantenía inmóvil. A pesar de la furia que ardía en los ojos del predicador, su expresión no era de odio, sino de una severidad casi divina.

Escucha bien, pecador. Continuó Crucio, bajando la voz a un tono grave pero intenso. Tu ataque no es contra mí, sino contra Dios. Pero Él es misericordioso. Te da esta oportunidad para arrepentirte y abandonar tu odio.

Soltándolo con brusquedad, Crucio dejó que el hombre cayera al suelo. Este permaneció allí unos momentos, tosiendo y frotándose el cuello mientras miraba a su atacante con una mezcla de miedo y confusión.

Crucio lo miró con una intensidad ardiente, como si buscara penetrar el alma de aquel hombre con su mirada. Pero esta vez, la compasión no halló cabida en su corazón. Los pecadores, pensó, no solo necesitan escuchar la palabra de Dios; a veces, deben sentirla.

El Señor no solo trae misericordia. Dijo mientras se acercaba al hombre tambaleante. También trae justicia.

Sin darle tiempo para reaccionar, Crucio lanzó un puñetazo directo al rostro del atacante, enviándolo al suelo con un sonido sordo. Sin detenerse, se abalanzó sobre él, golpeándolo con los puños cerrados mientras su voz resonaba en el callejón.

¡Tu necedad es una afrenta al Creador! Gritaba entre cada golpe, su respiración agitada y sus movimientos llenos de fervor. ¡Cada palabra de burla, cada acción contra Él, la pagarás ahora mismo!

El hombre intentó protegerse, levantando los brazos para cubrir su rostro, pero la fuerza de Crucio era implacable. Uno de los golpes alcanzó su nariz, haciéndola sangrar profusamente, mientras otro le cortaba el labio. Crucio no se detuvo hasta que el hombre apenas pudo moverse, jadeando y con el rostro cubierto de sangre.
Finalmente, Crucio se puso de pie, su figura imponente proyectando una sombra larga bajo la luz tenue del callejón. Aún con la respiración acelerada, tomó la Biblia del suelo, donde había caído en el fragor del combate, y la sostuvo con ambas manos.

¡Vete! Ordenó con un tono firme que no admitía réplica, su voz retumbando como un trueno. Vete y lleva estas marcas como recordatorio de lo que sucede cuando desafías la voluntad de Dios.

El hombre, temblando y con dificultad, se arrastró fuera del callejón sin mirar atrás. Su figura herida se perdió entre las sombras de la calle mientras Crucio permanecía en su lugar, observando en silencio.

Luego de un momento, Crucio cerró los ojos y murmuró una oración breve pero ferviente, pidiendo perdón por la furia que había sentido, aunque sabía en su corazón que su acto había sido necesario. La justicia del Señor, pensó, no siempre era suave.

Cuando llegó finalmente a su hogar, dejó la Biblia sobre la mesa con cuidado y encendió una vela, la luz oscilante reflejándose en su rostro aún marcado por la intensidad del día. Su misión, comprendió, no sería fácil, pero no vacilaría. El Señor lo había elegido para llevar Su palabra al mundo, y si eso significaba usar la fuerza para protegerla, así sería.

En la soledad de su cuarto, Crucio sonrió levemente. Había cumplido su deber una vez más, dejando en claro que la verdad divina no solo se proclamaba con palabras, sino también con actos que resonaran en el alma de quienes la desafiaban.
#1


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