Atlas
Nowhere | Fénix
05-09-2024, 12:10 AM
¿Piña? ¿En la pizza? La verdadera historia de la Isla del Tesoro: un esperpento culinario.
Si me preguntáis —si no también, que para eso estoy hablando yo—, y esto es algo que nunca he discutido con nadie, bajo mi punto de vista todo el mundo tiene una serie de momentos o recuerdos en su vida, habitualmente no más de cinco, que pueden resumir y justificar a la perfección la naturaleza de cada uno en los años posteriores. Los hay que son momentos decisivos que moldean la personalidad. Otros reflejan experiencias que condicionan la forma de ver el mundo y los conceptos de bien y el mal. Algunos, los que menos normalmente, son capaces de llevar su influencia al mundo terrenal; a lo que se ve, se toca y se siente. A lo que no se puede olvidar. Ése y no otro es el recuerdo que hoy os traigo. No recuerdo con exactitud el día, pero las hojas ya no eran verdes y yo apenas tenía siete años.
Otoño del 704.
La forma en que las hojas resecas iban cayendo poco a poco de los árboles me había cautivado desde que tenía uso de razón. Lo más llamativo era ver cómo algunas caían mientras otras, aún verdes y vigorosas, continuaban aferrándose a sus ramas. ¿Por qué sería? Tal vez con las hojas pasase lo mismo con las personas. Algunas eran fuertes, mientras que otras no lo eran tanto.
Pensando en por qué tenía esa extraña fijación con las hojas otoñales, con el paso del tiempo llegué a deducir que el problema estaba en casa. La relación patológica que papá mantenía con la bebida era algo que siempre gestioné bastante bien, pero para ello debía buscar herramientas que me permitiesen protegerme. Papá bebía más en otoño, mucho más. Nunca me hizo daño, pero aprovechaba esa época para hacerse más daño a sí mismo. Nunca supe el motivo. Tal vez mamá se fue un día como aquél, con la suave brisa otoñal arrastrando sobre nuestra cabezas oscuras nubes cargadas de lluvia. Quizás las hojas ya caían cuando pasó a ser uno en vez de dos. Yo venía multiplicando a mamá, imagino, y hasta el más tonto sabe que cualquier número por cero equivale a cero.
Dramas aparte, ese día decidí dirigirme a la costa para ver llegar las nubes desde la distancia. En el extremo este de nuestra pequeña isla había una suerte de acantilado. Se iba afilando hasta acabar en punta. Nunca le tuve miedo a las alturas, así que no me importaba caminar con cuidado hasta el límite para tumbarme allí a mirar el cielo. En días como aquél, en los que el viento soplaba con violencia, las hojas se movían caprichosas y, aunque los árboles se encontraran a unos buenos diez metros, de vez en cuando se entrometían en mi campo de visión. La imagen resultaba como un baile entre las lejanas nubes, duraderas hasta que descargasen, y las próximas hojas, efímeras.
Un crujido muchos metros por debajo de mí llamo mi atención súbitamente. Inicialmente pensé que debía ser un error, que el sonido debía corresponder a la rama quebrada de algún árbol a mis espaldas y, obnubilado como estaba, creía haberla escuchado donde no estaba. No obstante, un nuevo crujido me confirmó que estaba en lo cierto.
No sin mucho cuidado, me asomé cautelosamente por el margen del precipicio para confirmar que, efectivamente, un bote de remos había encallado en las rocas. Un único tripulante se había bajado como buenamente había podido, quedándose tumbado sobre una de las rocas mientras el bote se iba llenando de agua, hundiéndose y, poco a poco, perdiéndose en las insondables profundidades del océano. Un sombrero ajado que recordaba a un tricornio, una raída gabardina marrón y una bandolera desgastada eran sus únicas pertenencias. Eso si, por supuesto, saltábamos por alto lo más llamativo de su imagen: el parche que cubría su ojo derecho y la pata de palo que suplía su pierna izquierda.
Por aquel tiempo, como buen mocoso, no era una persona que tuviese demasiado en consideración, ventajas, desventajas, beneficios y posibles riesgos. Simplemente vi a un señor encima de una roca, rodeado por el mar y con la marea cerca de empezar a subir. Los niños de la isla conocíamos un camino bastante seguro para llegar a la zona, dado que cuando la marea estaba baja muchas rocas quedaban expuestas y podían ser usadas para saltar una y otra vez al mar en verano.
Poco antes de llegar a dichas rocas, apenas unos metros por encima, una oquedad natural excavada en las rocas con el acceso cubierto casi por completo por hiedras era nuestra base secreta para la hora de los juegos. Nuestros padres no estaban al tanto de ello, por supuesto. Aunque al mío probablemente le diera dado igual, los de los demás podrían haberse preocupado y haber prohibido a sus hijos ir a jugar allí.
El desconocido no había perdido el conocimiento por completo, pero se mostraba ido, exhausto y agotado. A pesar de todo parecía ser consciente de que alguien estaba intentando sacarle del aprieto, por lo que colaboró para que pudiese introducirle en la cavidad. Dentro de la misma cabían, con suerte, cuatro personas sentadas o dos de pie. Cuando los niños nos apretujábamos conseguíamos ser más, pero aquel hombre era un adulto bastante corpulento. Un gracias en algún momento hubiera estado bien, pero antes de marcharme con la promesa de traerle algo de comer y beber, así como útiles para tratar las múltiples heridas que presentaba, lo único que recibí fue un áspero gruñido.
Y sí. Ese nuboso día de otoño con olor a tormenta fue el día que conocí a Titos Carthie y aquel primer gruñido que recibí fue la mejor descripción que jamás pude obtener de él. A fecha de hoy, si alguien me preguntase la palabra que mejor definía la personalidad de Titos, sin duda sería gruñido. Ése, para ser exacto.
Como podréis imaginar, el pirata -porque así se presentó con tanta rapidez como orgullo en cuanto le pregunte- era un amasijo de mala educación, impertinencia y exigencias no ganadas. No sabía por qué podía agradarme alguien así -y no me vengáis con el tópico de la ausencia de figura paterna, porque ese hombre era de todo menos eso-, pero el hecho era que lo hacía. Después de llevarle unas vendas y alguna cosa más que me pidió, el muy condenado se las apañó para curar y proteger sus heridas con bastante buen tino. Resultaba evidente que no era la primera vez que le sucedía. Como de vez en cuando ayudaba a los ganaderos y agricultores, no encontraba demasiadas dificultades para llevarle algo de comer. Pero la comida era lo de menos para aquel tipo. Sí, se lo comía, pero cumpliendo el tópico el sujeto no paraba de pedir ron.
—Sí, tráeme un buen muslo de ternera, pero que no se te olvide el ron —decía con su voz aguardientosa.
A decir verdad, normalmente no encontraba demasiados problemas para abastecerle de su preciado elixir. Como os dije antes, papá bebía más en otoño, mucho más. Tanto, que era raro el día que no se quedaba dormido con una botella a la mitad o casi llena. Con la cogorza que llevaba encima, al día siguiente no se acordaba o daba por hecho que se la había llegado a terminar. Por tanto, el señor Carthie estaba contento. ¿Que qué obtenía yo a cambio de eso? Viajes, historias, aventuras y vida. No sabía si lo que Titos me contaba era verdad o mentira, pero tampoco me importaba. Debía admitir que, de no ser cierto lo que me contaba, el pirata tenía una imaginación desbordante y una capacidad para desarrollarla con coherencia capaz de rivalizar con el mejor escritor. No, debía ser verdad. Al menos eso me gustaba pensar.
Titos Carthie afirmaba haberse criado rodeado de mugre en una isla dejada de la mano de Dios, tirada sin ganas en medio del North Blue e incapaz de despertar interés alguno en ninguno de los poderes del mundo. Allí el mal más profundo, el que crece y se desarrolla sin que a nadie le importe porque no le afecta, campaba a sus anchas. Según decía, ni siquiera era una isla dominada por piratas sanguinarios. Titos, que llevaba años codeándose con la peor calaña de los siete mares, se estremecía al recordar aquellos tiempos y, más concretamente, aquel lugar. Sólo se relajaba cuando hablaba de su amigo de la infancia, su único amigo, un tal Milo Punitte. Desde niños ambos soñaban con abandonar aquel lugar y lanzarse a los mares envueltos bajo una misma bandera pirata. Era el sueño de ambos, pero se truncó. Titos no encontró las mejores compañías al introducirse en la adolescencia y, en cierto modo, la relación con Milo se enfrió en parte. El segundo, por otro lado, continuó haciendo lo posible por cumplir su sueño.
El día que iba a hacerse a la mar, el futuro capitán Punitte, Milo "Nudillos Calientes" Punitte, fue en busca de su amigo para, tal y como se habían prometido, hacerse juntos a la mar. Pero Titos no pudo acompañarle. Debía dinero, favores y pleitesía. Su alma quería volar, escapar de allí. Sin embargo, incontables malas decisiones le mantenían atado al agujero de mañana muerte que era a la vez su casa y su cárcel. Paradójicamente, fueron errores como los que él había cometido, solo que perpetrados por sus jefes, los que finalmente propiciaron que comenzara a surcar los mares. Se endeudaron con quien no debían, un peligroso corsario llamado Amadeus Broller. Según decía era el subalterno de un señor de la piratería que erae terror de los mares allí donde iba. En nombre de su líder, sometía pueblos y grupos criminales como si de niños se tratase. Eso fue precisamente lo que sucedió con la sociedad a la que pertenecía Titos, que fue engullida por completo por el capitán Broller. Tanto fue así, que incluso sus integrantes pasaron a enrolarse en su tripulación.
Carthie vivió medio satisfecho bajo sus órdenes. Protegidos por una gran bandera pirata, hacían y deshacían a su antojo son que prácticamente nadie se atraviese a toserles. Era la vida que siempre había querido, o al menos eso pensaba él. Descubrió que había un amplio vacío, tan grande que no lo había visto en su interior, el día que un recorte de prensa llegó a sus manos. El mundo se me vino abajo al descubrir el rostro de su amigo, el capitán Punitte, con una recompensa bien suculenta bajo el mismo. Quien hubiese hecho la foto había captado a la perfección su cara de felicidad, la propia de quien, para bien o para mal, viven vida que quiere con todas sus consecuencias.
Un germen de anhelo comenzó a tomar forma en su interior aquel día, o eso me decía Titos en uno de tantos ratos en los que, entre melancólico y malhumorado, continuaba con sus historietas en claro estado de embriaguez. La vegetación iba muriendo y las hojas secas ya no caían de los árboles, sino que poblaban el suelo bajo un intenso frío que declaraba el imperio del invierno. Todo cambiaba son descanso, pero el pirata estaba completamente anclado a esos recuerdos, sin ánimo de avanzar... ¿Que cuál era ese germen? Muy sencillo: reunirse con su amigo y al fin comenzar la vida de aventuras que se habían prometido compartir hacía tantos años.
Mientras la criatura se gestaba alimentándose de los buenos y malos recuerdos de Carthie, de sus lamentos y remordimientos, de sus ganas por ser experimentar un atisbo de felicidad por primera vez, el infame Broller seguía cosechando conquistas, amasando fortunas y consiguiendo inigualables tesoros para su señor. Titos decía identificar a la perfección el día en que tomó la decisión. Fue cuando, tras una larga búsqueda plagada de saqueos, chantajes y amenazas, al fin consiguieron dar con el tesoro que tanto buscaba el jefe del capitán Broller. Cada vez que lo decía, Carthie aferraba con fuerza y de forma casi inconsciente su única pertenencia.
Armándose de valor una noche, se introdujo en la cámara donde guardaban los objetos más preciados y lo sustrajo, escapándose en un bote de remos y partiendo en busca de su amigo. El rastreo no fue coser y cantar, pues no era tan fácil dar con alguien que vivía al margen de la ley. Cuando al fin encontró a Milo, por otro lado, prefirió no haberlo hecho. Fue recibido con los brazos abiertos y cualquier obsequio fue rechazado. No necesitaba que le pidiese perdón, solo que se uniese a él. Pero loñas promesas de la infancia no tenían importancia alguna para Broller, que removió cielo y tierra para encontrar al desertor junto al tesoro que se había llevado consigo. No se atuvo a razones. Arrasó sin piedad con la tripulación del capitán Punitte, que antes de morir imploró a su amigo Carthie que huyese, pues todo estaba perdido. Y una vez más, Titos dejó atrás su pasado subido a un bote de remos.
Lo que viene a continuación es el inicio de esta historia. Carthie insistía sin cesar en que era cuestión de tiempo que Broller apareciese por allí para acabar lo que había empezado y, curiosamente, se sentía tranquilo al respecto. No fue hasta que vomitó toda su historia que al fin pude atisbar algo de humanidad en el pirata que había rescatado del mar. Hubo un día, de hecho, en lo más crudo del invierno, en el que no me pidió ron, sino una serie de ingredientes con los que, decía, quería prepararle un plato típico de su isla natal. De las pocas cosas buenas que había por allí, decía.
Si le llevaba alcohol, ¿cómo no iba a llevarle las cuatro cosas que me pedía? Lo hice sin dudar, por supuesto, movido por la curiosidad y las ganas de no comer otra vez uno de los tres o cuatro platos que sabía cocinar. Aquella noche me recibió con una cosa a la que llamó "pizza". Era una masa redonda con tomate y queso por encima. Llevaba algunos trozos de pollo a la brasa repartidos por la superficie, así como albahaca y... ¿qué era eso? Varias rodajas de un casi brillante color entre amarillo y anaranjado se distribuían por la superficie, encontrándose salpicadas de pequeñas manchas azuladas.
— Este es mi tesoro —dijo como recibimiento al tiempo que señalaba el humeante plato—. Es justo lo que le quería obsequiar a mi amigo, que Broller tanto había buscado y que finalmente ha decidido mi vida para bien o para mal. También es lo que me ha llevado a conocerte.
Le iba a interrumpir, pero me silencio con un gesto de su mano antes de seguir hablando.
—En cuanto pruebes esta maravilla lo comprenderás todo, incluyendo por qué hay tanta gente detrás de ella y por qué no se me ocurrió un regalo mejor para alguien que ansiaba conocer el mundo y doblegarlo a sus pies, alguien tan rebosante de vida. ¡Pero no lo cuentes! Atesóralo en silencio hasta que seas capaz de hacerlo completamente tuyo y, entonces, revélale al mundo cuánto vales.
No terminaba de entender em discurso tan trascendental que me había soltado, aunque luego descubriría su por qué. A fin de cuentas, ¿qué se le podía pedir a un crío como yo? Lo que sí tenía claro era que mezclar pizza y piña era una pésima decisión, puesto que aquello sabía a mismísima muerte. Aún así procure hacer el esfuerzo de acabármelo mientras Carthie hablaba. Simplemente por educación, porque si de gusto dependiese no habría dado ni medio mordisco más... ¿Era posible dar medio mordisco?
Esa misma noche fue la primera vez que vi a alguien morir. Después de cenar me dispuse a marcharme a casa, como siempre, pero mientras subía por el sendero que conducía al acantilado, en medio de la noche, las luces de un navío llamaron mi atención. Jamás supe por qué, pero en cuanto vi la bandera pirata supe que era Broller y que iba a por Carthie.
—¡Aquí no hay nadie que pueda escucharte, maldito asesino! —exclamó Carthie cuando estaba cerca, como si hubiese adivinado que me aproximaba. De hecho, un gesto fugaz de sus ojos dirigido a los matorrales desde cuyas hojas contemplaba, oculto, el espectáculo, me advirtió de que ni se me ocurriese moverme—. ¡La perdí, ¿me escuchas?! ¡Debió caerse al mar cuando naufragué aquí y cuando desperté no estaba! -rompió en carcajadas como un poseso-. ¿Y sabes qué? Que me alegro. Yo estoy muerto desde que el cuerpo de Milo fue enviado al fondo del mar, pero al menos así tengo la seguridad de que tú también irás al infierno conmigo. En cuanto el capitán...
Silencio. El ruido de un cañón al escupir hierro y pólvora eclipsó por completo la voz de Carthie. Le habían sacado al exterior de la pequeña cueva para intimidar, habiendo más de una treintena de hombres en torno a él armados hasta los dientes. Aún así, no se había amilanado lo más mínimo. Tenía claro desde el primer momento... no, desde antes, que su fin había llegado. Si algo no casaba con Titos Carthie era suplicar por su vida.
No recuerdo cuanto tiempo estuve escondido entre los arbustos después de que los piratas se fueran, pero debieron ser varias horas en las que mis iuis no se pudieron despegar de aquel hombre. Fue por ello que, cuando al fin me atreví a moverme, tenía una idea bastante clara de lo que debía hacer. No fue nada fácil para un mocoso como yo arrastrar a un hombre corpulento hasta el mar, pero el hecho de que la pendiente fuese cuesta abajo me ayudó a hacerlo rodar. Lo deposité sobre las rocas en las que le había encontrado y, con mucho cuidado, lo empujé para que se sumergirse. Su amigo estaba allí, durmiendo en lo más profundo. Lo más justo era que, al menos, pudiesen descansar juntos en el mar que de niños habían prometido surcar en compañía. Comencé a entender el calibre de su regalo, que al mismo tiempo era la consumación final de su venganza, cuando de buenas a primeras una llama azulada salpicada de destellos anaranjados se extendió por mi brazo derecho. Era sospechosamente similar al color de la piña, ¿no?