¿Sabías que…?
... un concepto de isla Yotsuba está inspirado en los juegos de Pokemon de tercera generación.
[Diario] Deuda
Marvolath
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Este diario es una continuación de Naranjas Amargas

Aunque algunas noches se veían luces en la mansión de los Awel, nadie respondía a la puerta. La última noticia que se recibió: la madre se había puesto de parto. Los vecinos no tardaron en suponer que tanto la madre como el recién nacido habrían fallecido -pobres criaturas-, y mantuvieron una respetuosa distancia y los incluyeron en sus oraciones por su descanso.

Pasaron los meses, y la gente se acostumbró a la vida sin la feliz pareja. Dejaron de llamarle cuando necesitaban un medicamento, dejaron de mencionarle en los cotilleos diarios, dejaron de recordar que aquella casa seguía habitada. Pero lo seguía. Un hombre al que se le había roto el corazón derramando toda su compasión y llenándose con un vacío vengativo sentido de la justicia, criando a un pequeño para que saldase su deuda: si se había llevado la vida de lo más precioso que había en este mundo habría de salvar todas las demás, pues ninguna cantidad sería nunca suficiente.

La relación entre padre e hijo se limitaba a cubrir necesidades básicas y enseñarle aquello que necesitaría saber: idiomas, conocimientos básicos, protocolo - si debía de tratar con ese asesino, al menos que supiese comportarse -, botánica, biología, anatomía,... y el crimen que había cometido. Las muestras de afecto o alegría eran recibidas con reproches, pues la distracción era un lujo que no podía permitirse. Los llantos y la debilidad eran castigados, pues alguien que había traído tanto mal debía aceptar el que, con tanta justicia, le llegase.

La primera satisfacción del padre llegó cuando encontró al niño en un estado de concentración similar al de un cirujano en una operación. Una mirada apagada que reflejaba la mente en calma, movimientos fluidos y precisos, ninguna duda o remordimiento en sus acciones. Estaba listo para la segunda fase: la práctica.

Marvolath aprendió a reconocer distintos fármacos, venenos, y antídotos; a realizar cortes precisos y a suturar heridas; a curar quemaduras y otras afecciones de la piel. Y todo de primera mano, pues el único paciente era él. Al menos, hasta que su padre reabrió la consulta.

La familia Awel volvía a estar en boca de todos, aunque no tanto en sus corazones: tras siete años de doloroso duelo, el doctor volvía a atender pacientes. Pero sólo a aquellos que estuvieran en un estado terminal pues, decía, quería enfrentarse a la muerte que se había llevado a su esposa y vencer aunque fuera una vez. Lo que no decía es que no estaría sólo en su labor, y un joven médico tenía ahora a su disposición nuevos pacientes con los que estudiar aquellos procedimientos demasiado arriesgados para experimentar en carne propia.

Por el bien del lector, y por no ensuciar más de lo aconsejable el historial del joven médico, no se detallará en este diario lo que sucedió en el interior de la mansión en los años que sucedieron. Baste decir que sólo una persona abandonaría con vida aquella mansión. Aunque Marvolath todavía no lo sabía, la reapertura de la clínica marcó el comienzo de su huida.

El primero de Otoño del 744 era su décimo cumpleaños. Como cada año, el padre lo dejaba solo, encerrándose en su habitación y sus recuerdos. A Marvolath le gustaba ver aquello como su regalo de cumpleaños, pues era el único día del año en el que podía descansar. Y este año, recorriendo los vacíos pasillos de la mansión, se sintió más cansado que nunca.

Había estudiado todos los libros de la biblioteca de su padre, aprendido todas las lecciones que un médico con experiencia pudo enseñarle, probado decenas de venenos y tratamientos, practicado cientos de procedimientos tanto en su cuerpo como... en el de los pacientes. Todo lo que había hecho, y ¿para qué? Todavía no había salvado ni una sola vida, de todas las que tenía que salvar.

Dudaba, inseguro después de tantos años de certeza y confianza ciega. ¿Sería él incapaz de salvar una vida? ¿O sería la medicina de su padre incompleta? Sólo había una forma de resolverlo: debía alejarse de lo que conocía, aprender de su propia mano la medicina, y encontrar una que no pudiera fallar.
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