Hay rumores sobre…
... una isla que aparece y desaparece en el horizonte, muchos la han intentado buscar atraídos por rumores y mitos sobre riquezas ocultas en ella, pero nunca nadie ha estado en ella, o ha vuelto para contarlo...
[Autonarrada] [T2] Los últimos rescoldos del veganismo en Isla Kilombo
Atlas
Nowhere | Fénix
Día 30 de Verano del 724

Los últimos rescoldos del veganismo en Isla Kilombo.

Ya casi estábamos listos para partir. A decir verdad, el operativo llevado a cabo en Isla Kilombo había resultado en una misión tremendamente dificultosa. Broco Lee, capitán de los Piratas Veganos, se había mostrado como un enemigo tan difícil de derrotar como mentiroso, pero al fin habíamos conseguido pararle los pies. En absoluto había sido fácil, pero finalmente lo habíamos logrado. En el muelle, los preparativos estaban siendo ultimados para poner rumbo de vuelta a Loguetown cuanto antes esa misma noche.

Aún quedaban unos minutos, así que decidí dar un último vistazo en la zona que había acogido nuestro enfrentamiento. Efectivamente, tras el conflicto la zona había quedado devastada. Allí donde anteriormente se erguía un orgulloso faro, apenas quedaban restos de rocas y un risco al que, literalmente, le habían arrebatado un pedazo.

Me quedé suspendido en el aire, con sendas alas ocupando el lugar en el que deberían estar mis brazos, justo sobre el punto en el que en el pasado había estado el punto de referencia de la isla. Un suave aleteo de vez en cuando me permitía mantenerme más o menos en la misma posición mientras, tranquilamente, reflexionaba en mi mente sobre la realidad de la relación entre Meethook y Broco.

Habían sido amigos en el pasado, aliados estrechamente unidos que habían —al menos bajo su punto de vista— abanderado la libertad allí donde iban. Había sido la ambición y el ansia de uno de ellos lo que le había llevado a la mentira y el engaño, lo que había empozoñado la relación que ambos habían criado durante tanto tiempo. ¿Podría ocurrirnos algo así también a nosotros?

Hasta el momento estábamos muy lejos de convertirnos en un grupo que pudiese acabar enfrentado por orgullo, ego o ansias de poder, pero la vida da muchas vueltas y nada ni nadie podía asegurar que alguno o algunos de nosotros cambiase con el paso del tiempo. ¿Cómo sería el dolor de la traición? ¿Había alguna forma de evitarlo independientemente de qué sucediese? Tal vez evitando forjar relaciones profundas y duraderas, limitándonos a ser simplemente cordiales, pudiésemos huir de semejante castigo, pero ¿merecía la pena? ¿Cuánto ganaríamos y cuánto perderíamos en caso de actuar así? ¿Era mejor arriesgarse y ganar o perder o ni siquiera tener la oportunidad de ganar? Eran muchas preguntas las que acudían a mi mente, tantas que mis ojos se perdieron en la negrura nocturna del mar, en el vaivén de las olas y en el modo en que éstas rompían contra la roca del acantilado una y otra vez, con mayor o menos potencia pero de manera incesante durante cientos de años.

En comparación con la longevidad de un hecho tan minúsculo e insignificante como aquél, nosotros no éramos más que una partícula de arena en suspensión en una de esas olas. Intrascendente, invisible, imperceptible e irrelevante. ¿Qué más daba lo que nos sucediese, si literalmente no éramos nada? No, si nuestra vida ya era de por sí corta y pasajera, lo peor que podíamos hacer era condenarla a la inexistencia de riesgos y, con ellos, de posibilidad de ganar algo, fuese lo que fuese. En este caso, amigos verdaderos, personas relevantes que se preocupasen por nosotros lo mismo que nosotros por ellos, y que lo hiciesen de manera genuina hasta el final de nuestros pocos y breves días.

Fue un ruido en medio del bosque aledaño al acantilado lo que me devolvió a la realidad. Primero un crujir de hojas y un movimiento de ramas, que enseguida fue continuado por unos murmullos antes de que el destello iluminase la noche. Cuando quise darme cuenta, un proyectil había acertado de lleno en mi abdomen y abandonaba mi espalda dejando un gran orificio. El único problema era que el orificio comenzó a cerrarse, sin sangrado ni pérdida de consciencia, en cuanto el metal hubo abandonado mi cuerpo.

Sin embargo, había identificado la posición de los agresores. Sin pensármelo, me elevé unos metros más en el aire antes de dirigirme en picado hacia ellos. Continuaron abriendo fuego, esta vez a una velocidad mayor, pero comencé a trazar una trayectoria en espiral que les impedía acertar de nuevo.

Irrumpí en medio del bosque, descubriendo a una docena de quienes sin dudas eran piratas veganos. En medio de la conmoción debían haberse conseguido librar de los grilletes que la división marine asentada en Isla Kilombo había ido colocándoles al descubrirse la verdad sobre su líder. Fuese eso lo que había sucedido o no, lo cierto y verdad era que allí estaban, acechando la zona cero del enfrentamiento para intentar llevarse a alguien a la tumba antes de dar con sus huesos en prisión.

No me lo pensé y, retornando mis brazos y mis piernas a su forma normal, desenvainé la naginata que colgaba de mi espalda y la interpuse entre ellos y yo. Algunos de ellos continuaron sosteniendo sus armas de fuego, mientras que otros las dejaron a un lado y extrajeron de entre su ropa espadas y cuchillos. Los orientaban en mi dirección con posición amenazadora. Allí, en medio de la noche y en la zona de bosque más alejada del pueblo de Rostock, tuvo lugar el último enfrentamiento de la jornada entre la Marina —yo en solitario en esta ocasión— y unos bucaneros que se habían quedado sin líder, guía, objetivos ni orientación en una vida que en ningún momento había prometido llegar a buen puerto.

Uno tras uno, fueron cayendo abatidos —que no muertos— en el claro desde el que habían abierto fuego en mi contra. Quedaban desparramados y sangrando en lo que escogía a otro de ellos como mi siguiente objetivo. Apenas alcanzaban a herirme, aunque con las armas de fuego tenían más éxito, pero sus ofensivas resultaban totalmente frustradas desde el momento en que mis heridas comenzaban a desaparecer conforme me las infligían.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos aproximadamente, un marine que estaba a punto de partir de vuelta hacia Loguetown hacía entrega en el cuartel de la isla de una docena de piratas que, torpemente, habían decidido tirar por la borda una posible libertad al margen de guerras. En lugar de ello habían optado por intentar vengar en vano el devenir de un capitán que, lejos de protegerles, cuidarles o tenerles algún tipo de consideración, se había dedicado a engañarles sistemáticamente durante años.
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