Hay rumores sobre…
...un hombre con las alas arrancadas que una vez intentó seducir a un elegante gigante y fue rechazado... ¡Pobrecito!
[Autonarrada] [Autonarrada T1] La Marca y el Juramento
Vance Kerneus
Umi no Yari
La Marca y el Juramento
Día 45 de Verano del Año 724.
Esa noche, la luna y el mar parecían cómplices. Sus reflejos titilaban en la superficie oscura, susurrando secretos antiguos que solo unos pocos elegidos podían escuchar. Para Vance Kerneus esos susurros eran como viejos amigos; lo habían acompañado desde el día en que fue arrancado de su hogar y arrastrado a una vida de cadenas y sufrimiento. Desde aquel fatídico día en que toda su familia fue masacrada ante sus ojos por el capricho de un Noble Mundial.
Allí, en los aposentos que los hombres de su amo le habían asignado en Ginebra Blues, la mente de Vance vagaba hacia su pasado. Había sido un esclavo desde los dieciséis años, más de media vida ya siendo propiedad de un Noble Mundial cuya crueldad era casi una obra de arte. A sus ojos el habitante del mar no era más que un instrumento de entretenimiento, una bestia con la única misión de satisfacer el sádico placer de una audiencia privada. Lo entrenaron para pelear, y cuando consideraron que estaba lo suficientemente preparado, lo armaron con un tridente, confiando en que haría de cada una de sus batallas algo digno de recordar. Pero Vance no era un simple gladiador. Dentro de él había ardido desde el primer día un deseo feroz, una chispa de libertad que, aún bajo incontables capas de sangre y sudor, jamás se apagó.
El tridente en sus manos era una extensión de su cuerpo, un arma que había aprendido a manejar con precisión y letalidad. Cuando sus oponentes lo veían en la arena solían pensar que bastaría un golpe certero o una estrategia brillante para vencer a ese esclavo marcado por el tiempo y las cicatrices. Pero Vance era algo más. Era una sombra que se movía como el agua, tan esquiva como peligrosa. Una auténtica fuerza de la naturaleza. Cada movimiento, cada giro de su tridente era un canto de batalla, un lamento antiguo de todos aquellos que habían sido oprimidos antes que él.
El recuerdo de la batalla de aquella tarde seguía muy vivo en su mente. Al terminar, el gyojin se encontraba de pie en el centro de la arena, respirando con dificultad. La arena bajo sus pies estaba teñida de sangre; no toda suya, pero suficiente para recordarle el precio que pagaba cada día. El combate había sido brutal pero, como siempre, él era el último en pie. El público a su alrededor rugía, los apostadores celebraban su victoria inesperada, y el aire olía a metal y miedo. 
 
Uno de los guardias se acercó a él, interrumpiendo su ensoñación con el tintineo de las llaves colgando de su cinturón. Volvía a estar en sus aposentos, amplios para ser los de un esclavo, pero sin dejar de ser una prisión. Con una sonrisa ligeramente burlona abrió la puerta para dejarle su cena. Parecía confiado en que el habitante del mar estuviera agotado tras su intenso combate de apenas unas horas atrás. Era su oportunidad. En un movimiento perfectamente calculado Vance se puso en pie lentamente, encorvándose con fingido cansancio. Esperó el momento exacto. En cuanto el guardia se inclinó para entregarle la comida, Vance actuó. Lo derribó con un solo movimiento, arrebatándole la daga y asestando un golpe certero al cuello. Cogió las llaves y liberó sus muñecas, hasta aquel instante unidas por unas esposas que habían sido sus fieles compañeras durante casi dos décadas. Salió de su habitación al amparo de la oscuridad, buscando pasar desapercibido entre las tenues brumas de la negra noche. En su camino encontró la estancia donde guardaban las armas de los gladiadores, lo que el gyojin aprovechó para coger su tridente.
Dos guardias más intentaron interceptarle en su camino, pero ya con su arma predilecta en sus manos él era como un vendaval. En cuestión de segundos sus cuerpos cayeron al suelo, y Vance se encontró, por primera vez en años, libre de sus ataduras. Tras una mirada a los dos cuerpos que yacían a sus pies y un último vistazo al blasón en sus capas, símbolo de la familia que le había privado de su libertad durante más de la mitad de su vida, corrió hacia los muelles. No le importaba que se supiera su paradero, ni que lo persiguieran. Solo sabía una cosa: nunca volvería a ser un esclavo.
En las primeras horas del amanecer, con el sol apenas asomando en el horizonte, Vance salió del agua y se arrojó en la orilla de un lugar desconocido, apenas una pequeña cala en la que las olas rompían con suavidad. La piel de su espalda ardía, recordándole la marca que los Nobles Mundiales le habían impuesto. Un símbolo de servidumbre, quemado en su hombro izquierdo cuando era apenas un adolescente. Muchos en su lugar habrían buscado ocultarlo, arrancarlo, borrarlo de su piel con tal de olvidar el pasado. Pero Vance pensaba diferente. La marca era un recordatorio. Un recordatorio de lo que había soportado y de la promesa que hizo mientras soportaba cada golpe y cada humillación: que nunca volvería a inclinar la cabeza ante ningún hombre.
Durante esos días en la cala, mientras sus heridas sanaban y el hambre comenzaba a hacerle compañía, Vance pasaba horas observando su propia sombra reflejada en el agua. Estaba vivo, y era libre. La libertad tenía un peso extraño, uno al que aún no se terminaba de acostumbrar, pero estaba seguro de que no iba a renunciar a ella tan fácilmente. Llevaba una promesa grabada en su piel, una promesa a todos los gyojins, hombres, minks, gigantes y miembros de otras razas esclavizados a lo largo y ancho del mundo. Si bien era un hombre de pocas palabras, aquel juramento era firme: el mundo sabría de Vance Kerneus, y se acordarían de él como algo más que un esclavo.
Con el tridente en mano y el emblema de su sufrimiento en su hombro izquierdo, Vance se dispuso a abrazar su nueva vida. Una en la que nadie le ordenaría qué debía hacer. En cada poro de su cuerpo, en cada fibra de su ser, el eco de su juramento resonaba: Vance Kerneus no era solo un nombre. Era el lamento de las profundidades, una promesa susurrada en el vasto océano, una promesa que ningún Noble Mundial podría ya callar.

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