Hay rumores sobre…
... que en una isla del East Blue puedes asistir a una función cirquense.
[Autonarrada] [T1] La de cómo descubrí que tengo un problema con las medusas.
Silvain Loreth
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Día 62 de Verano del 724

La de cómo descubrí que tengo un problema con las medusas

Todo el mundo tiene secretos que jamás querría desvelar. Absolutamente todas las personas, o eso creo, albergan en su interior alguna información que desearían que nunca llegase a oídos de nadie. Esto puede ser por los más diversos motivos, por supuesto. En mi caso, por pura y llana vergüenza. En cierto modo me sentía como un elefante, con ese irracional miedo a los ratones a pesar de la diferencia de tamaño —no sé si ese dato es cierto o no, pero poco importa—. En cualquier caso, la historia es tan patética que si desde ahí abajo me pudieseis ver bien la cara sabríais que está encendida como una hoguera.

Sucedió en el camino de ida desde mi isla hasta la que sería mi residencia de manera accidental y forzada durante muchos días: el Baratie. Aún en mi hogar, mientras todos me miraban entre asustados —quienes no eran de allí— y asombrados —los lugareños por verme por segunda vez ese mes en la zona habitada—, había conseguido divisar un barco de grandes dimensiones que podría llevarme sin hundirse. No es que me importase el destino del barco ni muchísimo menos, pero sí que apreciaba mi vida y el agua y yo, por cosas que pasan, habíamos pasado a ser acérrimos enemigos.

—¿Entonces accedéis a llevarme? Es todo un detalle, de verdad. No sé cómo os lo podría agradecer. ¿Que no es necesario? No sé qué decir, la verdad —conversaba conmigo mismo mientras comprobaba si los ojos de aquel sujeto se salían o no de sus órbitas. Era un mito, al parecer, puesto que no amenazaban con rebosar como agua de un vaso lleno. ¿Que quién era ese tipo?

Al puerto había llegado un gran buque con una notable cantidad de tripulantes a bordo. Estaba habituado a ver según qué tipo de embarcaciones en la zona, puesto que cuando eran muy grandes se podían ver incluso desde algunos claros en las montañas. Aquélla en concreto era especialmente llamativa en cuanto a su tamaño. Allí había encontrado al tipo que estaba estrujando: me había dirigido decididamente al capitán propietario del barco —que no era un capitán como tal, sino más bien un propietario— después de hacer algunas preguntas rápidas en el puerto. No me había sido demasiado difícil conseguir la información, ya que la mayoría de personas prefería no hablar demasiado tiempo con alguien que, literalmente, podía romperles en trocitos con sólo tirar de sus extremidades. Como quien deshoja una margarita en un verde prado, solo que con más sangre y un poco más de dolor.

El tipo no era más que un comerciante que llevaba a bordo todo tipo de licores. Los tenía de mejor y peor calidad, con mayor y menor graduación y con toques frutales o sabor a madera. Al menos así se anunciaba el tipo, que por un momento había visto su día ensombrecido cuando la sombra de un tipo de ocho metros se había colocado ante él para pedirle un favor. Sí, porque era un favor. No le iba a pagar ni le iba a dar nada a cambio. Sólo tenía que llevarme y a cambio me comprometía a no darle demasiado ruido en todo el trayecto. Ambos salíamos ganando, ¿no?

Por algún motivo que no entendía el tipo rechazó de pleno mi generosa oferta. Ésa fue la impresión que me dio, al menos, pero no podía ser. ¿En qué cabeza entraría que me dijese que no? Debía haberle escuchado mal, así que le cogí como si de un muñeco grande se tratase, colocando mis manos en torno a su torso, y acerqué su boca a mi oído.

—Disculpa, creo que no te he escuchado bien —le dije. Ahora pienso que quizás medí mal mi fuerza y apreté demasiado. A lo mejor el tipo interpretó que la forma en que su tórax amenazaba con colapsar era una suerte de amenaza o extorsión por mi parte, pero nada más lejos de la realidad. ¿Por quién me tomáis?

Efectivamente, había escuchado mal. En medio de un susurro ahogado y casi moribundo pude percibir un discreto y musitado "sí", justo lo que debía haber oído en la primera ocasión. Sí, casi seguro que me había equivocado yo y le había escuchado mal antes. En definitiva, que pude subir al barco para empezar a ver el mundo. ¿Qué experiencia podía haber que fuese más gratificante que ésa? Seguramente ese sería el tipo de comentario que soltaría el pusilánime de turno, contento con ver las mariposas volar y las nubes sucederse sobre un cielo azul. Yo quería llegar a la cima, mirar a las nubes por debajo de mi posición y, sobre todo, demostrarle a todo aquel que estuviese en el mismo camino que yo que yo tenía que estar ahí y no él o ella. A decir verdad, seguramente la última parte fuese la más importante en lo más hondo de mi ser. En cualquier caso, había mucho camino que recorrer y nunca había sido alguien que se dedicase a explorar su interior demasiado.

Después de que aquel hombre casi muriera aplastado nos hicimos al mar. A bordo conocí a Azafrán, que me enseñó las que serían mis primeras nociones sobre navegación. Si algún día estáis interesados —y si no también—, tal vez me pase a comentaros cómo fueron esas relaciones. De lo más cordiales, por supuesto, pero eso daría para otra historia. Hemos venido a hablar de mi peor enemigo: las medusas.

No tengo ni idea de qué día era, porque en alta mar los días pasan uno tras otro y en muchas ocasiones son todos iguales. No es difícil perder la cuenta, pero llegó el día en que un tal Mortimer, sin saberlo, casi firma su sentencia de muerte. Que faltase comida a bordo tal vez fuese culpa mía, porque no perdonaba una sola ración y en mi estómago podrían vivir un par de tripulantes algo apretados: comía y como mucho. El caso era que Mortimer se jactaba de que en su tierra se alimentaban de medusas. Las trataban de no sé qué forma y hacían una salsa que hacía que estuviesen de muerte. Al menos eso decía, así que se puso a pescar medusas. No le presté atención, por supuesto, porque estaba ocupado escuchando a Azafrán y procurando no perder de vista al dueño del barco para que no intentase jugármela.

No obstante, por el rabillo del ojo bueno —el único— pude ver cómo algo era extraído del mar por Mortimer tras no menos de media hora. Apenas vi algún tentáculo durante un microsegundo noté un sudor frío y cómo el vientre amenazaba con descomponerse. La cara me debió cambiar, porque la de Azafrán también lo hizo al mirarme.

Ese condenado marinero había sacado a la mayor abominación que había visto en mi vida. Era como un pastelito con un sinfín de tentáculos blandos y sinuosos cayendo. En sí no era nada del otro mundo. Lo sabía y era consciente de ello, pero el terror que me inspiró de repente me llevó a actuar sobre la marcha. Alcé la mano y extendí la palma, propinando a Mortimer un sonoro bofetón que lo envió directo al mar. Pude notar cómo algo crujía ante el empuje de mi mano. No debía haber tocado a la maldita medusa, porque tenía entendido que ésas eran blanditas y no crujían. Por el contrario, era bastante más probable que fuese el marinero o, mejor dicho, alguno de sus huesos al romperse. Si no eran de los importantes tal vez podría volver, pero si no... también, porque Azafrán maniobró para ir en su busca. ¿Por qué no le dejaba allí? También podía enviar a Azafrán junto al otro e intentar hacerme con la embarcación, pero no tenía aún los conocimientos ni la destreza para hacerlo. No me quedó más remedio que tragar, si bien el sujeto estuvo a punto de fallecer debido al agua tragada durante el estado de inconsciencia en el que le había sumido mi sopapo. Así aprendería a dejar esos condenados monstruos debajo del agua.
Nota
#1


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