Hay rumores sobre…
... que en cierta isla del East Blue, hubo hasta hace poco tiempo un reino muy prospero y poderoso, pero que desapareció de la faz de la tierra en apenas un día.
Meando fuera del tiesto
Tofun
El Largo
Ejecuté el cabezazo con éxito. Estaba seguro de que aquel golpe había dolido. Una zona tan sensible como aquella tenía que ser un punto débil, igual que la entrepierna de cualquier varón. Tras el golpe, la bestia rugió, agitando los mares, el verde del claro y las rocas de los acantilados. Su rugido fue como una intensa onda que se extendió por el escenario de batalla, una onda de furia que sentí en lo más profundo, no solo en el exterior. Esa onda me amedrentó lo suficiente como para no poder realizar un apoyo tras el golpe, un apoyo que hubiera evitado mi caída al vacío, esa caída típica que la gravedad de nuestro querido planeta siempre parece tener preparada para mí. Estaba vendido, pero mi mente y mi rostro seguían enfocados gracias a El Camino del Borracho.

Lo primero que ocurrió fue el agarre. Giré mi cuerpo y coloqué los hombros en una extraña posición, aparentemente inhumana, para evitar el daño del impacto. Poco a poco, fui haciendo movimientos corporales que, a pesar del dolor que la prisión sobre mis huesos provocaba, me permitían ascender, escurriéndome entre la asquerosa piel de la bestia. Estaba en una situación absurda, y mi sentido del humor era mi único aliado.

No tuve oportunidad de salir de allí; para cuando me quise dar cuenta, fui lanzado al interior de su boca. ¡Y menudo aliento! ¿Qué comía aquella bestia? ¿Excrementos de ballena? Percibí cómo su dentadura se cerraba, afilada como cuchillos de cocina, mientras yo seguía mareado. Maniobré en pleno aire, girando mi cuerpo para anticipar la superficie contra la que me iba a estrellar. Al chocar contra su muela inferior, rodé y giré de maneras surrealistas, como un despojo en una licuadora. Las fauces se cerraron con un sonido aterrador.

¿Era mi fin? No, gracias a mi estado etílico y a mi habilidad para escabullirme, me metí en el hueco entre sus molares, un espacio que escapaba de la perforación de sus afilados dientes. Por si 35 años en una cárcel de cemento no habían sido suficientes, ahora estaba en una cárcel de calcio que olía peor que los baños del cuartel. Respiré tranquilo. No estaba muerto, y eso ya era digno de celebración. Tenía que pensar en una manera de salir de allí, una manera que me permitiera contar esta historia. ¡Imagínate la historia! Pelea con una bestia marina de 15 metros, surca sus orificios auditivos y acaba de empaste oceánico. Guybrush iba a flipar cuando se la contase.

Resumen
#11


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