Alguien dijo una vez...
Rizzo, el Bardo
No es que cante mal, es que no saben escuchar.
[Autonarrada] [T1] La de cómo, sin querer, me convertí en el segurata de un barco gigante
Silvain Loreth
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La de cómo, sin querer, me convertí en el segurata de un barco gigante

Día 65 de Verano del 724

Así me llamaba la gente, al menos. Yo no me veía como tal. De saber dónde demonios estaba la cocina y haber podido moverme con cierta soltura en el interior del barco habría ido yo mismo a por ella. El problema era que ninguna de esas dos condiciones se cumplía y yo tenía un estómago bastante grande que llenar. Para colmo, las raciones ridículas que solían dispensar a la mayoría de clientes a mí se me quedaban en una muela. Todo mal, para variar.

Mi hambruna en el Baratie cambió en el momento en que el típico gracioso de turno no sólo molestó al personal, sino que también me molestó a mí. La mayoría de personas que la montaban eran unos pobres infelices que, borrachos como cubas, eran fácilmente expulsados por el propio personal de dos buenos sopapos. Hasta ahí no había problema. Sin embargo un día se presentó allí un sujeto sorprendentemente sobrio y con unas ínfulas que situaban su ego a la altura de mi cabeza. Aun así era un enclenque que no llamaba mi atención en absoluto. Fue por ello que, a pesar de que merodeaba por la zona tratando a todo el mundo como si fueran sus sirvientes, lo dejé pasar y me limité a seguir buscando un barco que me pudiese sacar de aquel dichoso restaurante flotante.

Finalmente el tipo se introdujo en el restaurante, le perdí de vista y no tardé en olvidarme por completo de su existencia. Si hubiese estado más atento o si, mejor dicho, me hubiese importado un mínimo, me habría dado cuenta de que el flujo de clientes se había invertido a una hora un tanto anómala. Habitualmente antes de las comidas, si bien quienes comían temprano ya abandonaban el lugar, la mayoría de clientes intentaban conseguir una mesa en el interior. Del mismo modo, después de las horas clave la muchedumbre tendía a salir del interior del restaurante. Aquel día, sin embargo, en cuanto el sujeto entró la gente comenzó a salir.

—Sí, es mejor no meterse con él.

—Es un imbécil, pero es toda una estrella por esta zona. Dicen que hace generaciones que no se ve a nadie tocar la guitarra tan bien como él.

—Me han dicho que en su última gira incluso tuvieron que asignarle una patrulla de la Marina por el alto riesgo que había de alteración del orden público.

Comentarios como esos y otros muchos más eran los que salían de las bocas de los clientes que, descontentos, se marchaban sin haber llegado a comer. Más adelante me enteraría de que ese infeliz de traje blanco inmaculado y tupé rubio no era otro que Mattia Punkhero. Formaba parte de un grupo de rock muy reconocido, pero las malas lenguas decían que se había disuelto debido a sus extravagancias y lo insoportable de su carácter. Él había continuado por su lado, triunfando, mientras que los demás habían caído en el olvido. No obstante, quienes iban de concierto en concierto y se consideraban sus fanes declarados, así como a quienes les era más bien indiferente cómo fuese como persona, veían en él a un auténtico genio y alguien positivo en general para la sociedad.

En lo personal, aquello no me importaba ni me importa lo más mínimo. Aquel tipo me fue indiferente hasta que, ya a la salida y rodeado de su séquito de aduladores, antes de subir a su barco y marcharse se detuvo a mirarme fijamente. Habían llegado hasta allí en un vehículo de alta gama, con acabados metalizados y madera perfectamente pulida. Estaba diseñado para navegar a alta velocidad y captar la atención de quienes pasasen a su lado. Yo no cabía ahí, así que, de nuevo, casi ni había reparado en él. Simplemente lo había tachado de mi lista de embarcaciones apropiables.

—¿Desde cuándo es este restaurante también un circo? —preguntó a sus lameculos, que liberaron una sonora carcajada antes de que le mirase.

Sí, ese hombre destilaba la arrogancia de quien se sabe protegido por encima de los demás, de quien es perfectamente consciente de que la opinión pública y las autoridades siempre le darán la razón a menos que no haya más remedio. De nuevo, ¿me importaba? No. Yo no estaba en el mundo para aplicar justicia o darle su justo merecido a nadie. Eso era responsabilidad de quien le diese un mínimo de credibilidad a ese sujeto. Yo sólo quería mi barco.

—Entre que una trucha te sirva a un salmón y que un descerebrado enorme te sujete la puerta, este restaurante está en decadencia.

Sin saber muy bien a qué se refería con lo de la trucha, miré hacia el interior justo en el momento para intuir lo que sucedía. Varios camareros consolaban a una gyojin que hacía un esfuerzo por controlar sus lágrimas. ¿Me importaba? No, volvía a darme igual. Ella y sólo ella era la responsable de elegir qué o quién la podía herir. Si semejante ser insignificante podía producirle esa reacción, tenía mucho que trabajar.

—Aunque, bien pensado, a lo mejor lo han puesto aquí para facilitar el acceso a los barcos, ¿no? —continuó bromeando—. ¡Eh, tú! —exclamó al tiempo que me propinaba una patada en el pie—. Llévame a mi barco —ordenó mientras señalaba a su lujosa nave.

Le ignoré, por supuesto, pero la insistencia del sujeto comenzó a resultad irritante y pesada hasta para mí, que disponía de una paciencia que rozaba lo sobrenatural. Al mismo tiempo, las personas que se encontraban en las cercanías se comenzaron a detener para ver qué sucedía. La imagen era ciertamente cómica para quien no le tocase vivirla en sus carnes. Aguanté hasta que, ya cansado, extendí una mano hacia delante para que el tipo se pudiera subir. Y lo hizo, luciendo una expresión de orgullo y suficiencia en su rostro que no tardó en desaparecer. ¿Que cuándo lo hizo? En el momento en que, en vez de dejarle en su barco, le lancé todo lo lejos que pude hacia el mar. El chapoteo de su cuerpo al sumergirse llegó muy débil hasta nuestros oídos, lo que dejaba claro que había ido a parar bastante lejos. Sus seguidores no tardaron en subir a bordo por sus propios medios para ir en su busca, pero, de nuevo, no me importaba lo más mínimo.

Esa noche fue la primera vez que me trajeron algo de comer. Fue la chica a la que había insultado y ninguneado en el interior. Me lo dio como agradecimiento, aunque nada había estado más lejos de mi intención que resarcir una ofensa que no tenía nada que ver conmigo. Fuera como fuese, lo cierto es que estaba bastante rico. Desde aquel momento actuaciones como aquélla se convirtieron un poco en la tónica general de mi día a día. Si alguien se pasaba de listo como para incordiarme más de la cuenta, salía volando y, casi mágicamente, posteriormente aparecía una ración de comida especialmente grande.
Nota
#1


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