Percival Höllenstern
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21-11-2024, 10:10 PM
La noche caía como una manta oscura sobre Grey Terminal, con sus sombras escondiendo a los verdaderos monstruos que merodeaban por los callejones. El hedor a metal oxidado y basura quemada impregnaba el aire, y yo caminaba entre los restos, sintiendo la humedad en el suelo bajo mis botas. La Hyozan había recibido órdenes claras: debíamos eliminar a los Shichinintai. Esa banda llevaba semanas infiltrándose en nuestro territorio, disputando rutas de contrabando y perturbando el equilibrio. Era cuestión de tiempo antes de que alguno de nosotros los encontrara, y esta noche... me tocaba a mí.
—Dijeron que el encuentro sería cerca de las viejas fundiciones —murmuré, más para mí mismo que para el resto del equipo—. Si están ahí, será una emboscada.
Lo sabíamos todos. No había forma de que un grupo como los Shichinintai se arriesgara tanto sin un plan. Y no importaba cuántos secretos se cocieran entre sus filas, no pensaba dejarlos salirse con la suya. La Hyozan no se rendía tan fácilmente, y mucho menos frente a unos advenedizos que creían que podrían adueñarse de nuestro hogar.
El sonido de pasos ligeros resonó detrás de mí. No miré, pero sabía que mis compañeros estaban a unos metros. Gradot venía al frente con su masiva silueta destacando en la penumbra, mientras los más silenciosos de nuestro grupo se mantenían a los lados, listos para actuar en cuanto yo diera la señal. Mi mano acariciaba el mango de mi daga, oculta bajo el manto gris que llevaba siempre.
Llegamos a la fundición, una monstruosidad oxidada que se alzaba como un cadáver mecánico. Los hornos estaban apagados hacía décadas, pero las vigas y las ruinas ofrecían suficiente cobertura para una emboscada. Sabía que los Shichinintai estaban cerca. Lo sentía en la piel, esa vibración sutil que precede al caos.
—Cuidado — susurré, mirando hacia el techo derruido— Están aquí.
Un sonido metálico cortó el aire antes de que uno de los nuestros cayera al suelo, una flecha clavada en su garganta. Lo supe en ese instante: los Shichinintai no estaban jugando, y nosotros tampoco íbamos a hacerlo. Saqué mi daga y me deslicé entre las sombras mientras el resto de la banda respondía.
Un grupo de figuras apareció en las vigas superiores, armados hasta los dientes, con un emblema que me llamó la atención de inmediato: un ojo estilizado. Lo había visto antes, pero no en los bajos fondos. Ese símbolo pertenecía al Gobierno Mundial.
Mis pensamientos se alinearon rápido. Los Shichinintai no eran solo una banda. Eran peones, marionetas bajo las órdenes de alguien mucho más poderoso que nosotros. El Gobierno Mundial tenía sus manos metidas en este enfrentamiento, y eso complicaba las cosas. No solo nos enfrentábamos a unos matones comunes. Nos enfrentábamos a una fuerza que no podíamos derrotar a la ligera.
La pelea se volvió un torbellino. Golpes, cuchilladas y disparos resonaban en la fundición, el eco amplificando el caos. Mis movimientos eran automáticos. Había luchado en las sombras antes, y sabía cuándo aprovecharme del entorno. Me deslicé tras una columna caída, atrapando a uno de ellos por sorpresa. Mi daga encontró su cuello, y sentí la calidez de la sangre en mis manos.
—Uno menos — murmuré para mis adentros con gesto ocioso.
Pero entonces lo vi. En medio del combate, un hombre vestido con una chaqueta blanca que claramente no pertenecía a un lugar como este. Llevaba un Den Den Mushi colgado del cinto, y su mirada fría me dejó claro quién era.
Un agente del Gobierno Mundial.
Nuestros ojos se encontraron, y en ese momento lo supe: no podría dejarlo salir vivo de aquí. Si lo hacía, todo lo que habíamos construido con la Hyozan se desmoronaría.
Me deslicé entre el caos, como un depredador acechando a su presa, calculando mis movimientos. Uno de mis compañeros, Gradot, imparable en su furia, mantenía a raya a los otros Shichinintai, y mis compañeros seguían luchando, pero mis ojos estaban puestos en ese maldito agente.
—¿Sabes quién soy? —le pregunté cuando finalmente lo acorralé entre los escombros.
El hombre sonrió con arrogancia, limpiándose una mancha de polvo del hombro.
—Eres un perro de Grey Terminal. Uno de tantos que acabará en la basura cuando terminemos con ustedes.
Me tensé, pero no le di el gusto de verme afectado.
—¿Y qué hace un peón del Gobierno Mundial en las cloacas?— dije sin esperar respuesta, lanzándome con un tajo directo. Él esquivó, pero mi daga rozó su costado. Se tambaleó, sorprendido por mi velocidad, pero no fue suficiente para detenerlo. Su mano alcanzó el Den Den Mushi, y supe que no podía permitir que hiciera la llamada.
Me abalancé, clavando la daga en su abdomen, con fuerza y precisión, pero su sonrisa permaneció.
—Ya es tarde, bastardo —susurró mientras su sangre empapaba mi mano —. Llegarán… por todos ustedes.
Lo dejé caer al suelo, observando cómo su vida se extinguía. Sabía que decía la verdad. El Gobierno Mundial no dejaría este asunto sin respuesta.
Miré hacia el caos que aún nos rodeaba. La Hyozan había ganado esta batalla, pero la guerra... la guerra apenas comenzaba.
—Nos vamos —ordené, limpiando mi daga en la ropa del agente—. Los Shichinintai no son nuestra verdadera amenaza.
Me alejé, dejando atrás la fundición en ruinas, sabiendo que, tarde o temprano, el Gobierno Mundial vendría por nosotros. Pero para cuando eso ocurriera, yo ya habría encontrado la manera de devolverles el golpe.
—Dijeron que el encuentro sería cerca de las viejas fundiciones —murmuré, más para mí mismo que para el resto del equipo—. Si están ahí, será una emboscada.
Lo sabíamos todos. No había forma de que un grupo como los Shichinintai se arriesgara tanto sin un plan. Y no importaba cuántos secretos se cocieran entre sus filas, no pensaba dejarlos salirse con la suya. La Hyozan no se rendía tan fácilmente, y mucho menos frente a unos advenedizos que creían que podrían adueñarse de nuestro hogar.
El sonido de pasos ligeros resonó detrás de mí. No miré, pero sabía que mis compañeros estaban a unos metros. Gradot venía al frente con su masiva silueta destacando en la penumbra, mientras los más silenciosos de nuestro grupo se mantenían a los lados, listos para actuar en cuanto yo diera la señal. Mi mano acariciaba el mango de mi daga, oculta bajo el manto gris que llevaba siempre.
Llegamos a la fundición, una monstruosidad oxidada que se alzaba como un cadáver mecánico. Los hornos estaban apagados hacía décadas, pero las vigas y las ruinas ofrecían suficiente cobertura para una emboscada. Sabía que los Shichinintai estaban cerca. Lo sentía en la piel, esa vibración sutil que precede al caos.
—Cuidado — susurré, mirando hacia el techo derruido— Están aquí.
Un sonido metálico cortó el aire antes de que uno de los nuestros cayera al suelo, una flecha clavada en su garganta. Lo supe en ese instante: los Shichinintai no estaban jugando, y nosotros tampoco íbamos a hacerlo. Saqué mi daga y me deslicé entre las sombras mientras el resto de la banda respondía.
Un grupo de figuras apareció en las vigas superiores, armados hasta los dientes, con un emblema que me llamó la atención de inmediato: un ojo estilizado. Lo había visto antes, pero no en los bajos fondos. Ese símbolo pertenecía al Gobierno Mundial.
Mis pensamientos se alinearon rápido. Los Shichinintai no eran solo una banda. Eran peones, marionetas bajo las órdenes de alguien mucho más poderoso que nosotros. El Gobierno Mundial tenía sus manos metidas en este enfrentamiento, y eso complicaba las cosas. No solo nos enfrentábamos a unos matones comunes. Nos enfrentábamos a una fuerza que no podíamos derrotar a la ligera.
La pelea se volvió un torbellino. Golpes, cuchilladas y disparos resonaban en la fundición, el eco amplificando el caos. Mis movimientos eran automáticos. Había luchado en las sombras antes, y sabía cuándo aprovecharme del entorno. Me deslicé tras una columna caída, atrapando a uno de ellos por sorpresa. Mi daga encontró su cuello, y sentí la calidez de la sangre en mis manos.
—Uno menos — murmuré para mis adentros con gesto ocioso.
Pero entonces lo vi. En medio del combate, un hombre vestido con una chaqueta blanca que claramente no pertenecía a un lugar como este. Llevaba un Den Den Mushi colgado del cinto, y su mirada fría me dejó claro quién era.
Un agente del Gobierno Mundial.
Nuestros ojos se encontraron, y en ese momento lo supe: no podría dejarlo salir vivo de aquí. Si lo hacía, todo lo que habíamos construido con la Hyozan se desmoronaría.
Me deslicé entre el caos, como un depredador acechando a su presa, calculando mis movimientos. Uno de mis compañeros, Gradot, imparable en su furia, mantenía a raya a los otros Shichinintai, y mis compañeros seguían luchando, pero mis ojos estaban puestos en ese maldito agente.
—¿Sabes quién soy? —le pregunté cuando finalmente lo acorralé entre los escombros.
El hombre sonrió con arrogancia, limpiándose una mancha de polvo del hombro.
—Eres un perro de Grey Terminal. Uno de tantos que acabará en la basura cuando terminemos con ustedes.
Me tensé, pero no le di el gusto de verme afectado.
—¿Y qué hace un peón del Gobierno Mundial en las cloacas?— dije sin esperar respuesta, lanzándome con un tajo directo. Él esquivó, pero mi daga rozó su costado. Se tambaleó, sorprendido por mi velocidad, pero no fue suficiente para detenerlo. Su mano alcanzó el Den Den Mushi, y supe que no podía permitir que hiciera la llamada.
Me abalancé, clavando la daga en su abdomen, con fuerza y precisión, pero su sonrisa permaneció.
—Ya es tarde, bastardo —susurró mientras su sangre empapaba mi mano —. Llegarán… por todos ustedes.
Lo dejé caer al suelo, observando cómo su vida se extinguía. Sabía que decía la verdad. El Gobierno Mundial no dejaría este asunto sin respuesta.
Miré hacia el caos que aún nos rodeaba. La Hyozan había ganado esta batalla, pero la guerra... la guerra apenas comenzaba.
—Nos vamos —ordené, limpiando mi daga en la ropa del agente—. Los Shichinintai no son nuestra verdadera amenaza.
Me alejé, dejando atrás la fundición en ruinas, sabiendo que, tarde o temprano, el Gobierno Mundial vendría por nosotros. Pero para cuando eso ocurriera, yo ya habría encontrado la manera de devolverles el golpe.