Hay rumores sobre…
... que en cierta isla del East Blue, hubo hasta hace poco tiempo un reino muy prospero y poderoso, pero que desapareció de la faz de la tierra en apenas un día.
[Autonarrada] [T2] Con el pescado no se juega
Octojin
El terror blanco
Era un día de calor abrasador en Loguetown, el tipo de jornada en la que incluso las sombras parecían derretirse bajo el peso del sol. La base de la Marina no era un lugar mucho más fresco, aunque dentro del edificio las gruesas paredes ayudaban a mantener cierta frescura. Sin embargo, Octojin, a quien el calor apenas molestaba gracias a su naturaleza gyojin, decidió aprovechar su día libre para salir a pasear y estirar las piernas. No había nada de malo en ello, ¿no?

Caminaba por las calles de Loguetown, una ciudad vibrante y bulliciosa, con comerciantes pregonando sus productos y ciudadanos apurados por las tareas del día. Lo que venía siendo un día normal, vaya. El aire estaba cargado con el aroma de especias, frutas maduras y pescado fresco, mezclado con el humo de las cocinas al aire libre. Octojin se detuvo frente a un puesto de frutas y compró un par de manzanas, lanzando una al aire antes de atraparla con su mano y darle un mordisco. El jugo fresco era un alivio en medio de la jornada calurosa. Nunca supo en qué momento se apasionó tanto por las frutas, pero lo cierto es que llevaba un buen tiempo en el cual no podía dejar de tomarlas. Era como un instinto que había adquirido ahora.

Mientras seguía caminando, algo llamó su atención en una calle secundaria. Un hombre empujaba una carretilla llena de pescado, el tipo de cargamento que haría agua la boca de cualquier gyojin. Pero lo que realmente capturó su interés fue lo que sucedió en ese momento: un bache en el camino hizo que la carretilla tambaleara y varios peces cayeran al suelo polvoriento. Cuando el tipo se dio cuenta, dejó caer de mala manera la carretilla, haciendo que otros tantos se volviesen a caer al suelo.

Octojin observó cómo el hombre se detenía, miraba a ambos lados con rapidez, y recogía los peces del suelo. Sin preocuparse por el polvo o la suciedad, los lanzó de nuevo a la carretilla como si nada hubiera pasado y los mezclo entre todos los demás. Esto hizo que el tiburón frunciera el ceño. ¿En serio aquello era normal en un sitio como Loguetown? Para alguien como él, criado bajo las aguas donde la comida siempre se trataba con respeto, aquella acción era algo más que descuidada; era una falta de consideración tanto hacia los alimentos como hacia quienes los consumirían.

"Eso no está bien" pensó Octojin, dando un último mordisco a la manzana antes de descartarla en un cubo de basura cercano.

Decidido a entender qué estaba pasando, comenzó a seguir al hombre. No intentó ocultarse, pues su imponente figura de cuatro metros y su piel gris azulada no lo hacían precisamente un maestro del sigilo. Afortunadamente, el hombre estaba tan concentrado en llegar a su destino que no se percató del gyojin caminando unos metros detrás.

El recorrido los llevó a través de callejones estrechos y menos concurridos de Loguetown, donde las casas de madera y piedra proyectaban sombras irregulares. Finalmente, el hombre llegó a una taberna situada en una esquina tranquila. El letrero colgante, algo descolorido por el sol y la salinidad del mar, decía "La Gaviota Risueña". Aquella taberna aguardaba el cargamento, seguramente con ganas de tratarlo con mucho más cuidado del que el tipo lo había hecho. Aquella materia prima seguramente diese de comer a mucha gente, pero claro, se había tratado de tal manera, que era un completo desperdicio usarla.

Octojin se quedó observando desde fuera mientras el hombre empujaba la carretilla hasta la entrada trasera, donde lo esperaba un hombre de complexión robusta y con un delantal salpicado de manchas de grasa. Parecía ser el dueño de la taberna.

—Aquí tienes el pedido de hoy —dijo el hombre de la carretilla, descargando los peces con rapidez.

Octojin no pudo evitar intervenir. Dio unos pasos hacia la puerta trasera, mientras su sombra cubría  la escena.

—Un momento —dijo, su voz resonando como un trueno—. ¿Estás seguro de que eso es pescado fresco?

Ambos hombres lo miraron sorprendidos. El dueño de la taberna entrecerró los ojos, algo desconfiado.

—¿Y quién eres tú para cuestionar mi mercancía? —dijo el de la carretilla, cruzándose de brazos.

Octojin se inclinó ligeramente hacia él, creando un momento incómodo para ellos dos. Durante un instante se pensó si aquello merecía la pena, pero pronto se dio cuenta de que sí. La comida no era un juego.

—Soy alguien que te vio recoger esos peces del suelo polvoriento de la calle y lanzarlos de vuelta a tu carretilla como si nada. Los mezclaste entre los demás para evitar que se vieran sucios, y no tuviste ni el decoro de pensar una forma mejor de engañar a este hombre. ¿Sabes cuántas bacterias hay en ese polvo? ¿Cuántas personas podrían enfermarse si comen eso?

El dueño de la taberna frunció el ceño, mirando al transportador con desconfianza. Quizá que Octojin fuese marine le daba un puntito más de seriedad y confianza. Durante unos segundos hizo el amago de hablar sin llegar a hacerlo, hasta que por fin se atrevió a preguntar.

—¿Es eso cierto? —preguntó con voz grave.

El hombre de la carretilla levantó las manos en un gesto defensivo.

—¡Vamos, no es para tanto! Apenas cayeron un par de peces, y los limpié antes de volver a meterlos en la carretilla. Además, ¡el cliente ni siquiera lo notará!

Octojin apretó los puños, sintiendo cómo la indignación lo llenaba.

—Eso no es excusa. El respeto por la comida y las personas que la van a consumir es fundamental. Si estás dispuesto a eso, ¿qué otras prácticas cuestionables estás llevando a cabo?

El dueño de la taberna se rascó la barbilla, claramente dudoso.

—Mira, amigo —dijo dirigiéndose al transportador—, no puedo permitirme arriesgarme a que mis clientes se enfermen. Si este tipo está diciendo la verdad, entonces no quiero ese pescado en mi cocina. Así de simple.

El hombre de la carretilla miró a Octojin con furia contenida, pero no se atrevió a discutir más. Se subió a la carretilla con un gruñido, lanzando una última mirada al gyojin antes de alejarse.

—Gracias por avisarme —dijo el dueño de la taberna, mirando a Octojin con algo de aprecio—. La salud de mis clientes es lo primero. Qué cosas no veremos y nos intentarán colar como comida fresca y de calidad... Qué triste.

Octojin asintió, relajando los hombros.

—Es lo correcto. Asegúrate de verificar siempre la calidad de lo que compras. Y si ves algo extraño, no dudes en levantar la voz. No se trata solo de negocios; se trata de la seguridad de todos. Pagar por un producto que no es que no esté bueno, es que te hace enfermar, es cuanto menos una injusticia.

Con esas palabras, Octojin se alejó, satisfecho de haber intervenido. Mientras volvía a las bulliciosas calles de Loguetown, reflexionó sobre lo ocurrido. Para él, no era solo una cuestión de comida, sino de principios. ¿Qué haría aquél tipo con su pescado y carretilla? Seguro que intentaba vendérselo a otro... Aquella gente no tenía principios.

Aquello tal vez no hubiera sido un evento épico ni un enfrentamiento contra un villano temible, pero se sentía bien saber que, al menos por hoy, había hecho lo correcto. Y mucha gente se lo agradecería en secreto.
#1


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