Alguien dijo una vez...
Monkey D. Luffy
Digamos que hay un pedazo de carne. Los piratas tendrían un banquete y se lo comerían, pero los héroes lo compartirían con otras personas. ¡Yo quiero toda la carne!
[Autonarrada] [A-t2] El peso que llevamos por dentro
Lykos silver
Drake
Dia 10 de invierno, 724.

Me encontraba en ciudad Orange, era de noche y parecía que el muelle se encontraba casi desierto a esas horas. La luna apenas se empezaba a asomar entre las nubes. Y el brillo pálido que lograba filtrarse reflejaba destellos plateados sobre el agua. Allí, sentado al borde de un viejo barril de madera, me encontraba yo, con la mirada perdida en las olas. Al revisar el oleaje me recordaban a dedos fantasmales que acariciaban la orilla, subiendo y bajando con un ritmo hipnótico como cuando mi mujer me acariciaba la barba de forma tranquila… El aire marino se encontraba cargado de sal y una mezcla de nostalgia provocaba que me hiriese la garganta con cada bocanada de aire que inhalaba, y la leve brisa me obligaba a entornar los ojos como si estuviera entre los brazos de mi madre en mis primeros momentos de vida. Aquel olor a salitre siempre me había reconfortado, la verdad, me ayudaba a recordar los días en los que surcaba el océano lleno de sueños, esperanzas, felicidad… Pero esta noche, ese mismo aroma parecía arrastrar memorias dolorosas que parecían negaban a quedarse en el pasado.

Bajé la vista hacia mis manos. Tenía los nudillos llenos de cicatrices y callos, recuerdos dolorosos del esfuerzo y los trabajos que había realizado junto a mi antiguo maestro ya hace tiempo y a lo largo de mi vida. Esas marcas no eran nada comparadas con las que llevaba en el alma, la verdad. Pero, aun así, las sentía como un mapa de todos los lugares de los que había escapado y todas las promesas que me había roto a mí mismo. Pensé en la familia que dejé atrás, no mi familia actual, sino la cantidad de personas que había conocido a lo largo de mi vida y con las que había combatido antaño en mis momentos de cazador joven, recordaba las noches de insomnio que sufría por la urgencia de darles una vida mejor a aquellas personas y que sin embargo, al final, solo logré llenarme los bolsillos con culpa. Una culpa tan pesada como el ancla de un galeón, y que por más que intentaba sacudírmela de encima, siempre volvía a caer sobre mis hombros (Mis anchos y fornidos hombros), dé repente, mientras seguía observando el mar, los recuerdos empezaron a caer como latigazos, Veía la cara de Darío, Un joven lleno de entusiasmo que conocí en Kilombo y que me siguió cuando decidí adentrarme en las sombras de trabajos turbios y peligrosos que necesitaban ser hechos, oía su voz temblorosa llamándome “capitán”, con esa mezcla de admiración y esperanza que se enciende en los ojos de quien aún no conoce el sabor de la traición, un niño que era puro, agradable. Darío era como un hermano menor para mí, de esos que te daban ganas de cogerlos y darles un abrazo super fuerte para que no les pasara nada. Me recordaba a la juventud que había perdido (Ninguna, por que en verdad soy super joven), esa chispa en la mirada que yo mismo tuve alguna vez, y la cual seguía teniendo, adoraba mi trabajo, y aunque pasaran cosas extrañas, siempre me gustaría seguir este camino, pues es algo importante para todas las personas que existen en el mar.


Ese día, aquel aciago día se produjo por un trabajo en particular (uno que, si pudiera borrar de mi historia, lo haría sin pensarlo dos veces, aunque soy consciente de que era necesario para formar la personalidad de las personas), un trabajo que selló el destino de aquel muchacho: Se suponía que solo debíamos entrar a un antiguo almacén, apropiarnos de unas reliquias que ya nadie reclamaba y salir sin hacer ruido. ¿Sencillo, verdad?, Pero resultó que las cosas se torcieron de forma rápida, ese almacén no solo guardaba reliquias, sino que también había secretos de gente poderosa. En cuanto pusimos un pie dentro, una sensación recorrió mi cuerpo, tenía que haber sabido que nada saldría bien. La atmósfera era pesada, casi irrespirable, pero me aseguraron que no habría problemas, ¡que nadie se daría cuenta!, que era un lugar abandonado. ¡Mentiras, todas mentiras!. Y yo, inocente como era, elegí creerlas. Cuando nos emboscaron, el caos explotó en menos de un suspiro. Recuerdo los gritos, el estruendo metálico de las espadas chocando, las detonaciones que iluminaron aquella noche como relámpagos. Yo logré escabullirme detrás de una columna que se había derribado por una explosión, respirando tan rápido que sentía el latido de mi corazón en los oídos. Quería gritarle a Darío que corriera, que me dejara atrás, pero cada vez que abría la boca, el sonido de la batalla bloqueaba mi voz. Hubo un instante (solo un maldito segundo). En el que nuestras miradas se cruzaron. Él me vio allí, escondido, tratando de sobrevivir. Me miró, y se acercó hacía a mi corriendo, pero. una explosión de luz y sonido lo envolvió todo. Al disiparse el humo, pude ver como Darío yacía en el suelo, con los ojos abiertos y sin brillo alguno. Su sangre empezaba a formar un charco oscuro que manchaba la madera del almacén. Y yo… yo no pude hacer nada por salvarlo. Aquella imagen quedó grabada a fuego en mi mente. Hay noches en las que aun cierro los ojos y puedo ver su mirada fija en mí, congelada en ese último segundo de vida. Podía sentir su maldito juicio en mi cabeza, su pregunta muda. “¿Por qué no me ayudaste?”, era lo único que escuchaba y que me aterrorizaba de solo pensarlo, como un nudo en la garganta que no me permitía respirar bien. era algo horrible y que no le deseaba que le pasara a nadie en la vida, éramos jóvenes, yo mucho mas joven de lo que era ahora, inexpertos, idiotas.

Me levanté del barril con torpeza, tambaleándome levemente por culpa de un ron barato que había estado bebiendo, tratando de calmar la sensación que me llevaba por dentro. Daría unos pasos hacia el extremo del muelle y observaría el reflejo distorsionado de mi figura en el agua. Un hombre de cabellos grises, con arrugas en la frente y una barba rala que empezaba a encanecer, me devolvía la mirada con cara victoriosa. Recordé cómo mi esposa solía acariciar mi rostro cuando apenas nos conocíamos, diciéndome que mi sonrisa era lo que más le gustaba de mí. ¿Cuándo fue la última vez que sonreí de verdad? Volví a sentarme con cautela. La tabla bajo mis pies crujió, por mi peso. Al mirar de nuevo al horizonte, pensé en mis hijos, a los que tenía la gana de volver a ver dentro de poco, igual me tocaba ir al archipiélago dentro de poco, igual podía llevar a mis nuevos compañeros, mis hijos... 

Mis hijos… no pasaba un solo día sin que me preguntara qué sería de ellos en mi ausencia. ellos ya eran mayores la mayoría, pero la culpa me abrasaba al imaginar sus rostros mientras yo andaba perdido en mis propios infiernos. Ellos confiaban en mí, muchísimo además, tenían esa fe inquebrantable que solo los niños poseen (aunque ya estaban mas que mayorcitos, por lo menos la humana) De esos que creen que su padre es invencible, un héroe capaz de deshacer cualquier entuerto con solo proponérselo. Sin embargo, Bueno. De pronto sentí la necesidad de caminar, Por lo que comencé a recorrer el muelle con paso vacilante, pasando junto a pequeños botes de pesca amarrados a unas cuerdas desgastadas. Hice una pausa al llegar junto a un bote que se balanceaba levemente con la marea, me recordaba a mi, además, el rechinido de la madera al frotar contra el embarcadero tenía un ritmo casi melancólico. Me empezaba a inclinar cada vez más sobre el borde, sintiendo el vértigo de mi propio reflejo en la superficie del agua tambaleándose, pues el ron aun me estaba afectando a la vista, de golpe tuve un impulso fugaz de dejarme caer, de sumergirme en esa oscuridad salada y fría que quizá, en un acto desesperado, me liberara de lo que cargaba dentro. Pero ya antes me había asomado al abismo, y siempre había algo que me detenía. ¿Era el recuerdo de los que perdí o la esperanza (por tenue que fuera) de que algún día encontraría la manera de redimirme?.

Seguí adelante. El muelle desembocaba en un distrito mercantil que, incluso a altas horas de la noche, no dormía del todo. Las tabernas seguían encendidas y, de vez en cuando, se oían carcajadas o discusiones acaloradas. Quizá eran borrachos, quizá viajeros que pasaban por la ciudad en busca de un futuro. Al cruzar frente a una de las ventanas, vi una escena que me arrancó un nudo en la garganta. Una familia (padre, madre y dos niños) que parecían compartían una mesa pequeña, riendo ante alguna broma que no alcancé a escuchar. Un calor extraño se instaló en mi pecho, mezcla de envidia y añoranza. Tragué saliva y me aparté de allí, con la sensación de que esa simple estampa familiar era un reproche más a mi conciencia. El cuerpo comenzó a pesarme, así que encontré un banco de piedra cerca del distrito, lo bastante apartado del ruido de la taberna. Me dejé caer con cuidado, apoyando los codos en las rodillas y hundiendo el rostro en mis manos. El silencio que me envolvía ahora solo se veía interrumpido por mis propios latidos, fuertes y desacompasados. Cerré los ojos con la esperanza de que las imágenes que me atormentaban se desvanecieran, pero solo se hicieron más claras. Vi el rostro de mi esposa en el día de nuestra boda, cuando bailamos bajo los acordes de una canción que ni siquiera recordaba. Reviví sus caricias, las palabras dulces que me decía cada vez que regresaba después de un largo viaje, y esa mirada suya, cargada de fe en un futuro mejor. ay, esposa mía, ¿Podrías espérame un poco mas?.
#1
Moderador Doflamingo
Joker
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Usuario Lykos Silver
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