Alguien dijo una vez...
Iro
Luego os escribo que ahora no os puedo escribir.
[Diario] La paranoia del Bribón
Ubben Sangrenegra
Vali D. Rolson
Madrugada del Día 14 de Primavera del año 724 

Ubben llegó al pueblo de Rostock cuando la noche aún era joven y la brisa marina soplaba con un leve toque de humedad salada. Las calles estaban desiertas, salvo por algún que otro borracho que tambaleaba de un lado a otro, ajeno al entorno. Al bribón de cabellos blancos no le importó en lo más mínimo; la oscuridad era su aliada y la soledad de la madrugada, su refugio. Caminaba con paso seguro, como si conociera cada esquina y cada sombra del lugar, aunque la realidad era que Rostock era un territorio completamente nuevo para él. Mientras avanzaba, Ubben sentía cómo su mente trabajaba a mil por hora, evaluando cada rincón y cada posible ruta de escape. La paranoia se había convertido en su compañera inseparable, un recordatorio constante de que en cualquier momento alguien podría aparecer y poner fin a su libertad. Así que, en lugar de caminar sin más, decidió preparar el terreno a su favor. Sacó su cuchillo y empezó a hacer pequeñas marcas en los muros de los callejones. Cada corte, preciso y certero, respondía a un código que solo él entendía.

Los callejones que llevaban al puerto recibieron una marca en forma de ola, un símbolo que para él representaba tanto la libertad como la posibilidad de un escape rápido. En contraste, aquellos que dirigían hacia la base de la marina fueron marcados con una gaviota. Las rutas que llevaban a la zona comercial fueron marcadas con una "X", mientras que los que dirigían hacia las áreas residenciales recibieron un cuadrado. Los callejones que llevaban a los barrios bajos fueron adornados con una cruz, y los sin salida, con una calavera, un recordatorio de la muerte que acechaba a quien no tuviera cuidado. A medida que el moreno de ojos dorados avanzaba, su mente seguía maquinando posibles rutas y estrategias. Sabía que necesitaba tener un plan claro en caso de que las cosas se complicaran. Rostock podía parecer un pueblo tranquilo, pero Ubben no se dejaba engañar; sabía que detrás de cada fachada aparentemente inocente se escondía un peligro potencial. Y así, su paranoia lo empujaba a asegurarse de que conociera cada camino y cada salida.

Nunca se sabe cuándo habrá que correr— murmuró para sí mismo, mientras trazaba una calavera en la pared de un callejón sin salida. Con cada marca, el bribón de ojos dorados sentía un poco más de control sobre su entorno. Era como si estuviera tomando posesión de las calles, reclamando el territorio como suyo. Cada corte era una declaración silenciosa de que, aunque era un extraño, no pensaba dejarse dominar por el miedo. O al menos, eso quería creer. La verdad era que, bajo esa fachada de seguridad, había un constante temor a ser atrapado, a que alguien lo descubriera antes de que estuviera listo para enfrentarse a ellos. A medida que terminaba de marcar los últimos callejones, el peliblanco sintió cómo su ansiedad disminuía un poco. Había hecho todo lo posible para preparar el terreno a su favor, y ahora solo le quedaba esperar y ver qué le deparaba el destino. Con un último vistazo a las sombras que lo rodeaban, guardó su cuchillo y se dirigió hacia el centro del pueblo, sus pasos resonando en el silencio de la madrugada. Sabía que era solo cuestión de tiempo antes de que tuviera que enfrentar un escape de la marina o cazadores, pero por ahora, estaba listo. Rostock era un nuevo campo de juego, y Ubben estaba dispuesto a jugar con todas las cartas que tenía.

Ubben recorrió la ciudad con cautela y precisión, buscando los tablones de anuncios esparcidos por el pueblo. Se movía con la destreza de alguien que conocía su entorno como la palma de su mano, a pesar de ser un recién llegado. Para él, cada rincón oscuro y cada callejón eran oportunidades para evitar miradas curiosas y mantenerse alejado de posibles cazadores de recompensas. Al encontrar los tablones, se tomó su tiempo. Observaba primero a su alrededor, evaluando cada movimiento de los pocos transeúntes y cada sombra que se proyectaba bajo la luz de la luna. Ubben sabía que en cualquier momento alguien podría reconocer su rostro y llamar a la marina o intentar cazarlo directamente. Pero su instinto y su experiencia le permitían moverse con la confianza de un hombre acostumbrado a evadir el peligro.

Cuando veía un cartel con su rostro, esperaba pacientemente, sus ojos dorados atentos al objetivo con una mezcla de precaución y desafío. La sensación de tener el control de la situación, de anticiparse a cada movimiento, le daba una tranquilidad que pocos podían comprender. Cuando estaba seguro de que nadie lo observaba, arrancaba el cartel con un gesto rápido y meticuloso, doblándolo con cuidado antes de guardarlo en su chaqueta. No había necesidad de destruirlos allí mismo; lo haría más tarde, en un lugar seguro. Este proceso se repetía en cada tablón que encontraba. No lo hacía con una prisa desesperada, sino con una calma maqueavélica. Cada cartel que retiraba era una victoria silenciosa, un pequeño acto de desafío contra la autoridad que lo perseguía con injustos motivos. Para Ubben, no era solo una cuestión de supervivencia; era una cuestión de control. Control sobre su entorno, sobre su destino, y sobre la narrativa que la marina intentaba imponerle. Con cada paso, el bribón de cabellos blancos se aseguraba de que Rostock se convirtiera en su terreno de juego. Un tablero donde él movía las piezas y marcaba las reglas. Para el final de la noche, no quedaría rastro de su rostro en los tablones, al menos no hasta que la marina volviera a colocar más carteles. Pero para entonces, Ubben ya habría movido su juego a otro nivel.

Los preparativos para su corta estancia en la isla continuaron. Ubben, el bribón de cabellos blancos y ojos dorados, se movía con la familiaridad de alguien que había vivido siempre en los rincones oscuros de la sociedad. Sabía bien cómo identificar a otros como él, y su mirada se detuvo en dos figuras que se mantenían en la penumbra de un callejón estrecho. Tenían la actitud nerviosa y los movimientos calculados de aquellos que prefieren las sombras a la luz del día. Ubben, con su experiencia en los bajos fondos, supo al instante que esos hombres eran de los suyos. 

Con la confianza de quien sabe jugar en cualquier terreno, el peliblanco se acercó sin vacilar. Adoptó una expresión casual, aunque en su mente todo estaba perfectamente orquestado. Saludó con un gesto en clave, uno sencillo pero eficaz, una señal que los tipos entenderían como el saludo de otro mafioso en la isla. Un código no escrito que cruzaba mares y tierras, una manera de decir "Estoy de paso, y sé cómo funciona esto". Los dos tipos, aunque entendieron el saludo, no bajaron la guardia. Como todo mafioso que se respeta, mantuvieron una actitud recelosa. Sus miradas eran de pura desconfianza, evaluando cada movimiento del moreno que se les acercaba. Ubben no se inmutó. Sabía que cualquier signo de debilidad sería visto como una invitación a ser aplastado. Así que, con una sonrisa tranquila y una postura relajada, preguntó directamente cómo podía presentarse ante el capo de la ciudad. Era un movimiento calculado; no quería invadir territorio ajeno ni causar problemas innecesarios. Después de todo, aún era un pez pequeño y todavía no se había ganado un nombre reconocido en los bajos fondos. Era mejor demostrar respeto y hacer las cosas de manera diplomática.

Los tipos, al escuchar sus palabras, adoptaron una actitud amenazante. Sus cuerpos se tensaron, y sus manos se acercaron a sus armas, como si estuvieran listos para atacar. Pero Ubben se mantuvo firme, sus ojos dorados brillando con un desafío silencioso. Sabía que esto era solo una prueba, un intento de medir su coraje. Y si algo tenía claro el bribón de ojos dorados y cabellos blancos, era que no se achicaría ante nadie. Uno de los hombres frunció el ceño y pareció reconocerlo. Tal vez era la forma en que Ubben sostenía su mirada, o quizás era su nombre el que resonaba en los rincones más oscuros de los mares cardinales. El reconocimiento trajo consigo una chispa de sorpresa en los ojos del hombre, y con un gesto, indicó a su compañero que bajara las revoluciones. La recompensa de diez millones que pesaba sobre la cabeza de Ubben no era algo que se tomara a la ligera en esos mares. A menudo, ese tipo de suma era suficiente para amedrentar a los peces más pequeños. Pero para Ubben, ese reconocimiento solo alimentaba su ego. Le recordaba que, aunque aún no era un gran nombre, ya empezaba a dejar su marca en el mundo. 

Con una sonrisa torcida, Ubben observó cómo los tipos cambiaban ligeramente su postura, relajando un poco la tensión pero sin bajar la guardia por completo. La atmósfera seguía cargada de desconfianza, pero ahora había un destello de respeto, una aceptación tácita de que el moreno peliblanco no era alguien a quien tomar a la ligera. Aún así, el bribón sabía que este era solo el comienzo. Tendría que jugar sus cartas con cuidado si quería sobrevivir en Rostock y salir ileso de la isla. Los tipos, tras una breve pausa de deliberación silenciosa, le indicaron que el jefe se encontraba en ese momento cerrando negocios cerca del faro de Rostock, acompañado por otros miembros de su grupo, estaba ocupado en algún tipo de trato importante. Ubben asintió con un leve movimiento de cabeza, agradeciendo la información mientras sus pensamientos comenzaban a girar rápidamente. Sabía que acercarse al capo en medio de una negociación podría ser tanto una oportunidad como un riesgo, pero no tenía tiempo para dudas. Si quería establecer su presencia en Rostock, tendría que arriesgarse y enfrentar cualquier situación que le esperara en el faro.
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