Hay rumores sobre…
... una bestia enorme y terrible atemoriza a cualquier infeliz que se acerque a la Isla Momobami.
Tema cerrado 
[C-Pasado] Bestias en el mar, bestias en la selva
Octojin
El terror blanco
22 de Primavera del año 723.
Octojin llegó a la isla Motobami después de un viaje marítimo que puso a prueba su resistencia y destreza. Las corrientes cerca de la isla eran traicioneras, y la niebla densa que a menudo la envolvía hacía que la navegación fuera un desafío incluso para el más experimentado de los marinos. Pero Octojin, siendo un gyojin, encontró en el agua un aliado más que un obstáculo, utilizando su fuerza y habilidades natatorias para acercarse a la costa.
 
La isla no era extensa, pero lo que le faltaba en tamaño lo compensaba con una densa vegetación que se extendía desde la línea de playa hasta las alturas del gran monte en su centro. Las copas de los árboles formaban un techo casi impenetrable que apenas dejaba pasar la luz del sol, creando un mundo de sombras y sonidos en el suelo de la selva, solo apto para valientes.
 
Al pisar la isla, Octojin sintió la arena húmeda y fresca bajo sus pies, un cambio bienvenido después del incesante vaivén del océano. No obstante, el sonido del mar fue rápidamente reemplazado por el coro de la selva: pájaros con cantos agudos, el crujir de ramas y el constante zumbido de insectos que parecían omnipresentes y de seguro que serían bastante molestos.
 
Con precaución, el gyojin comenzó a adentrarse en la selva. Necesitaba encontrar alimento y un lugar seguro para descansar. La flora era tan rica como variada, con frutas colgando tentadoramente de ramas a menudo justo fuera de su alcance. Octojin recolectó varias frutas cuyo jugoso interior prometía saciar tanto su hambre como su sed. Mordisqueó con cautela, familiarizándose primero con el sabor y asegurándose de que no fueran tóxicas.
 
Después de asegurar un pequeño alijo de alimentos, Octojin buscó un lugar para establecerse temporalmente. Encontró un claro, un pequeño respiro en la opresiva densidad del bosque, donde la luz del sol caía en cascada a través de una rara abertura en el dosel. Allí, se sentó, apoyando su espalda contra el tronco de un árbol robusto, y permitió que sus ojos vagaran por su entorno, siempre vigilante.
 
No tardó en darse cuenta de que no estaba solo en la isla. A lo lejos, más allá de la limitada visibilidad que le ofrecía el claro, podía percibir movimientos: figuras grandes y pequeñas que esquivaban su vista, apenas perceptibles entre el enredo de lianas y hojas. Aunque no podía verlos claramente, Octojin sintió la presencia de las criaturas que habitaban la isla. Eran, según las historias que había escuchado en los puertos, animales de naturalezas peculiares y a menudo peligrosas.
 
La primera criatura que logró ver claramente fue un enorme lagarto, cuya piel cambiaba de color adaptándose a las hojas y ramas a su alrededor. El reptil se movía con una gracia silenciosa que contradecía su tamaño, sus ojos fríos y calculadores fijos en Octojin por un momento antes de desaparecer de nuevo en la espesura.
 
Más tarde, mientras el sol comenzaba a declinar, avistó una bandada de lo que a primera vista parecían ser pájaros comunes, pero a medida que se acercaban, su tamaño y sus picos, desproporcionadamente grandes y afilados, revelaron su verdadera naturaleza. Estas aves, al parecer, actuaban como guardianes de la isla, vigilando y marcando el territorio contra intrusos. Al acercarse demasiado, comenzaron a lanzar graznidos estridentes, una clara advertencia que Octojin no se atrevió a ignorar.
 
La noche se acercaba y con ella, una sensación de inquietud crecía en el gyojin. Decidió que permanecer en el claro no era seguro; los sonidos de la selva se intensificaban y las sombras alargadas parecían cobrar vida propia. Con cuidado, recogió sus pertenencias y se movió a una zona más densa, donde las ramas y las raíces entrelazadas ofrecían tanto camuflaje como protección.
 
Allí, en la oscuridad relativa bajo el grueso dosel, Octojin pasó la noche. El sueño era ligero y vigilante, interrumpido por los sonidos de la selva y el constante susurro de la vegetación. Aunque estaba acostumbrado a la soledad del mar abierto y a la vasta quietud del océano profundo, la selva presentaba un tipo diferente de aislamiento, uno lleno de vida pero también de amenazas ocultas en cada sombra.
 
Octojin sabía que su estancia en la isla Motobami no sería larga. La curiosidad que lo había llevado hasta allí se mezclaba ahora con una cautela renovada. Mientras planeaba su próximo movimiento, el gyojin reflexionaba sobre las lecciones que la isla le estaba enseñando. En la selva, como en el mar, cada paso debía darse con respeto y conocimiento del entorno, y cada encuentro con sus misteriosos habitantes era un recordatorio de que en este mundo, era tanto un visitante como un superviviente.
#1
Asradi
Völva
Generalmente no se adentraría tan profundo en un lugar desconocido, mucho menos en una selva. Teniendo en cuenta su dificultad de movimiento en tierra, siendo mucho más torpe y más lenta que en el agua, seria una tremenda locura. Pero ahi estaba, avanzando en el más completo de los silencios a través del espejo follaje. Era consciente de que se exponía demasiado. Pero había una razón de peso. Siempre la había para ella.

Llevaba ya varias horas en ese lugar, avanzando con cuidado. Se había topado con algunas especies de lagartos interesantes. ¿Alguno sería venenoso? Le encantaría inspeccionar unos cuantos, pero no tenía ahí los materiales requeridos. Además, había venido específicamente por otra cosa: Curare.

Era un nombre extraño, pero era una planta conocida en la superficie. Bueno, conocida para quienes se dedicaban a las medicinas naturales. La planta Curare no se trata de una llamativa, sino que es bastante discreta, pero lo que a Asradi le interesaba más eran sus propiedades. Generalmente recolectaba algas y otras plantas marinas, que como sirena que era, podía conseguir con mayor facilidad.

Pero deseaba seguir aprendiendo. Y sabía que en la superficie había una gran variedad. Sobre todo en ambientes tropicales como aquella selva.

Quería conseguir unas muestras de Curare, la cual tenía doble funcionalidad. Podía ser un poderoso veneno o, utilizada de otra manera, servía también para anestesiar y controlar la fiebre. No la había usado nunca antes, pero quería experimentar con ella y, con ende, mejorar sus conocimientos.

Por ahora la selva permanecía tranquila, a medida que el sol descendía. Lo que la hizo detenerse unos momentos fueron los graznidos de unas cuantas aves que alzaron el vuelo. La sirena miró hacia arriba, hacia las copas de los árboles, pero no logró ver nada más que el espeso follaje. Frunció ligeramente el ceño.

A lo mejor había sido cualquier otro animal que los hubiese espantado. Mejor regresaba al improvisado refugio que se había hecho horas antes, cuando había llegado a nado a la isla a primeras horas de la mañana. Tendría que esperar a seguir buscando la planta que quería.

El lugar no estaba lejos, en un pequeño claro. Había reunido unas cuantas ramas y hojas grandes para proveerse un refugio por si llovía. Y una fogata que, de momento, yacía apagada, pero que una vez encendida le serviría para calentarse durante la noche y, al mismo tiempo, ahuyentar a posibles depredadores.

Tendré que retomar la búsqueda al alba. — Hacerlo de noche era una insensatez.

Al menos había logrado conseguir algunos alimentos. Un par de lagartos inofensivos que le servirían como cena, cuando hiciese algo de fuego y los pudiese cocinar. Los tomaría crudos, pero no estaba segura de si le sentarían bien. Así que mejor cocinarlos y curarse en salud.

Mientras reunía algunas ramas cercanas para la fogata, se entretuvo tarareando alguna vieja canción. Estaba sola, o eso creía ella, por lo que, simplemente, se dejó llevar, elevando su voz de manera hipnótica y llamativa, en algún idioma extraño o antigüo, incluso.

Canción
#2
Octojin
El terror blanco
La estancia en las profundidades de la selva de la isla Motobami podría definirse como entretenida, cuanto menos. El escualo avanzaba con cautela, quizá su imponente figura de gyojin, que apenas podía ser ocultada entre la espesura del follaje tropical, se veía desde fuera como una posible amenaza y eso hacía que ciertos animales se lo pensaran dos veces antes de enseñar los dientes. Desde que había llegado a la isla se había dado cuenta de que aquello era un enigma, un pulmón verde en medio del océano, dominado por un monte rocoso en su centro y una densa selva que lo cubría todo, excepto la cumbre.

A medida que el sol comenzaba a ponerse, los sonidos de la selva se intensificaban. Insectos zumbando, aves llamando y el distante rugido de lo que Octojin solo podía imaginar eran bestias mayores, ocultas en la oscuridad del crepúsculo. No estaba solo en este lugar; la presencia de criaturas desconocidas y posiblemente peligrosas lo mantenía alerta a cada momento.

Lo cierto es que apenas había podido dormir. Había estado alerta todo el tiempo, pudiendo dar ligeras cabezadas de quince minutos cuando sentía que no había peligro. Pero lo cierto es que la noche alberga horrores. O eso dicen determinados libros de ficción. Sea como fuere, el gyojin estiró sus brazos y se levantó. Metió la mano entre la bolsa donde había recolectado algunos frutos y empezó a comerselos. Cuando quiso darse cuenta, ya no le quedaban. Quizá hubiera sido más inteligente cazar algo, pero de cualquier forma, era momento de ponerse manos a la obra. Debía explorar la zona, en busca de comida y, a ser posible, de habitantes.

El escualo era de naturaleza curioso. De eso no cabía duda. Y aquel lugar tenía muchas preguntas en el aire que se escapaban del escaso conocimiento que el habitante del mar tenía de la superficie. ¿Como podía en una sola isla haber tal diversidad de fauna y flora? Aquello formaba un perfecto ecosistema que sin duda, merecía la pena explorar.

A lo lejos, observó dos enormes bestias emergiendo de entre los árboles en un claro iluminado por la primera luz del día. Eran criaturas majestuosas y terroríficas, como sacadas de un sueño febril. Una parecía una mezcla entre un jaguar y un reptil con escamas relucientes que reflejaban los rayos moribundos del sol, mientras que la otra tenía el aspecto de un rinoceronte con plumas, sus cuernos decorados con lo que parecían ser joyas naturales. Ambas bestias se enfrentaban, emitiendo sonidos guturales y amenazantes mientras se medían mutuamente, preparándose para la batalla.

La lucha comenzó con un choque ensordecedor, como el trueno que precede a una tormenta. Los golpes eran brutales, y la tierra temblaba bajo el peso de los combatientes. Octojin, fascinado y horrorizado a la vez, no podía apartar la mirada. La pelea parecía una danza mortal, una lucha por la supremacía y el derecho a dominar aquel pedazo de la isla.

Mientras observaba, Octojin inevitablemente fue avanzando hacia la zona. Como si la lucha fuese un encantamiento para él, se acercó más y más hasta que llegó a estar a veinte metros de la pelea. Aquellas bestias, pese a darse cuenta de la presencia del gyojin, siguieron luchando ferozmente. 

Entonces, en un nuevo choque entre las dos bestias, la que era una mezcla entre el jaguar y un reptil salió despedida hacia la zona del gyojin, contra el que chocó brutalmente. Con una agilidad que pilló totalmente desprevenido al tiburón, le dio un zarpazo que provocó unas heridas en el pecho del gyojin, que posteriormente recibió otro golpe que lo lanzó varios metros hacia el oeste de la isla. Por el camino fue arrasando con todos los troncos que se pusieron en su camino, cayendo cerca de una hoguera apagada que parecía haber sido puesta ahí hacía poco tiempo.

Con el crepúsculo cediendo paso a una luz más intensa, Octojin se levantó con cierta dificultad. Tenía parte del cuerpo entumecido por los golpes, pero sin duda lo que más le dolía era el zarpazo que aquella bestia le había dado. Además, la sangre empezó a caer por su pecho con un color que era una mezcla entre rojizo y verdoso. Bastante desagradable, la verdad.

El amanecer en la isla Motobami era un coro de sonidos desconocidos y a menudo alarmantes. Los gritos de las bestias aún resonaban en la distancia, mezclándose con el crujido de las ramas y el susurro de las hojas. Sentado junto a la hoguera, Octojin reflexionó sobre que hacer en esa situación. A pesar de la belleza indómita de la isla y la fascinación que sentía por sus misterios, no podía olvidar los peligros que acechaban en cada sombra. La herida era un signo de ello.

El sol, alta y brillante, bañaba la isla con una luz incesante, transformando el paisaje en un escenario de ensueño. El tiburón, aunque cansado, se sentía vivo, su corazón latía al ritmo de la isla salvaje. Sabía que el día traería más descubrimientos y, con suerte, mas aventuras. 

Por un momento, con la calma inicial del día, el gyojin se permitió un momento de tranquilidad en el caos de la isla Motobami, un breve respiro antes de enfrentar lo que viniera con el nuevo día.

Sin embargo, eso que estaba por llegar tuvo más prisa de la que el habitante del mar quiso. Y enseguida empezó a sentirse sumamente caliente. La herida del pecho empezó a arderle mucho más, incrementando su dolor a unos umbrales que empezaron a despertar una preocupación grande en el gyojin. Si no hacía algo pronto, era muy probable que se desmayase allí mismo.
#3
Asradi
Völva
La noche había sido relativamente tranquila. O todo lo tranquila que puede ser en una espesa jungla como esa. Asradi apenas había pegado ojo, aunque al menos había descansado tres o cuatro horas. Pero el constante sonido de los animales de la selva, así como varias peleas que, esperaba, fuesen bastante lejos, la habían mantenido alerta durante la mayor parte de la madrugada. Sucedía lo mismo en el mar, había depredadores. Pero se encontraba más a gusto en el océano, porque ahí sí sabía que lugares buscar para guarecerse de forma tranquila.

En la superficie era otro cantar.

La hoguera había crepitado la mayor parte de la noche, manteniendo parcialmente a raya a ciertas criaturas. También había elegido una zona que no fuese un camino de paso o un sendero hacia abrevaderos o posibles zonas de caza. Para cuando el alba llegó, la sirena ya se había despertado. Había apagado los restos de la hoguera y había recogido algunas cosas que necesitaría para hacer una excursión más por la zona. El día anterior había peinado una ruta en concreto, pero no había encontrado nada sobre la planta que estaba buscando. Esta vez seguiría otra dirección, a ver si tenía más suerte.

Tenía que moverse con rapidez y eso era lo más complicado para ella en tierra. Porque estaba a merced de cualquier predador salvaje que le ganase en velocidad, algo que no era nada complicado viendo cómo se movía. No era torpe, pero no tenía la agilidad que tenía en el mar. Se detuvo en un momento dado cuando escuchó el sonido de alguna posible pelea lejana. O quizás no tan lejana, porque sonaba demasiado fuerte. Asradi apretó ligeramente la mandíbula y aceleró “el paso”, saliendo del camino que estaba siguiendo hasta ahora. Cuánto más se alejase de allí, mejor para ella. Continuó en dirección norte, pero también buscando no alejarse demasiado de la zona donde había montado aquel campamento improvisado. Llevaba su mochila y, con ello, lo que necesitaba para algún posible imprevisto.

Tras varias horas de búsqueda, y ya casi cuando estaba a punto de rendirse, la vió.

Allí, cerca del lecho de un río, iluminada por los tímidos rayos solares que se colaban por el follaje, estaba la planta que tanto había buscado. Una sonrisa se dibujó en los labios de Asradi. ¡Por fin! Se aproximó y sacó un cuchillo que guardaba en su mochila, usándolo para recolectar una buena cantidad de hierbas. Al menos no era urticante al tacto, y eso era ya un punto a favor. Una vez estuvo satisfecha, y con las hojas a buen recaudo en su mochila, decidió que era momento de regresar. Con su botín, ahora solo tenía que volver al campamento. Ya no tenía nada más que hacer en esa isla por lo que podía volver al mar una vez recogiese las pocas cosas que había dejado allí.

Lo que no se esperaba, cuando llegó una hora después fue encontrarse que no estaba sola.

. . . — Los ojos de Asradi se fijaron, primeramente, en el destrozo. Ella no había dejado ese lugar así, podía jurarlo. Su cola de sirena se tensó, en una clara señal de inseguridad y guardia al mismo tiempo. Notó la tensión también en la mandíbula y sus ojos azules se oscurecieron durante unos instantes.

¿Algún animal salvaje? Tanteó con la mano de nuevo hacia su mochila, en busca del cuchillo que había estado usando antes. Aunque tenía una buena dentadura para defenderse. Pero no, no era un animal salvaje lo que ahí se encontraba, ahora, sentado en la hoguera.

Eso era... ¿un gyojin? Aún así, se mostró cautelosa. Era uno de los suyos, sí, pero no le conocía y no sabía qué intenciones tendría al respecto. Le contempló a una distancia cautelar, de arriba a abajo. Pero cuando llegó a la zona de su pecho, su ceño se frunció. Ese zarpazo era considerable. Todavía sangraba, pero no era eso lo que le preocupaba.

¿Estás bien? — Era obvio que no, pero no iba a arriesgarse de buenas a primeras. — ¿Necesitas ayuda?
#4
Octojin
El terror blanco
La luz del alba se derramaba a través de los altos árboles, proyectando un mosaico de sombras sobre el pecho ensangrentado de Octojin. Sentía el peso de su cuerpo dolorido y fatigado mientras luchaba por reorientarse tras el encuentro brutal con las bestias de la selva. Su mente, todavía zumbando por la adrenalina del combate—si se podía llamar combate a aquellos tres segundos frenéticos de batalla—, apenas comenzaba a registrar el entorno cambiado. Fue entonces cuando la vio.

Un ser se erguía a poca distancia, su figura esbelta delineada por la luz que filtraba el dosel de la selva lo hizo fruncir el ceño, como aquello pudiera no ser real. La primera cosa que Octojin notó fue la cola de escamas plateadas y azuladas que terminaban en una aleta caudal distintiva, revelando su identidad como una sirena tiburón. Sus ojos, de un azul profundo y afilado que le evocaban al mar, lo estudiaban con una mezcla de preocupación y cautela. Su larga cabellera negra contrastaba vivamente con su piel tostada, y pese a la situación tensa, no pudo evitar admirar la majestuosidad de su presencia.

Octojin, con la respiración entrecortada y la vista nublada por el dolor, asintió lentamente en respuesta a su pregunta. La voz de Asradi, aunque cautelosa, llevaba un tono de genuina preocupación que le calmaba de alguna manera. "¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?" resonaban en su cabeza mientras intentaba formular una respuesta coherente.

—Estoy... vivo —consiguió decir con un hilo de voz. Su garganta se sentía áspera, y cada palabra resultaba todo un esfuerzo—. Pero he visto mejores días.

Aunque la desconfianza habitual hacia los desconocidos le instaba a mantenerse reservado, algo en el tono de Asradi y su oferta de ayuda tocó una fibra sensible en su ser. Con esfuerzo, trató de levantarse, apoyándose en un tronco cercano, pero el dolor de sus heridas lo hizo caer, golpeando su espalda el suelo y quedándose boca arriba.

Octojin, superado por el dolor y la debilidad, finalmente asintió, reconociendo que en su estado actual, la desconfianza era un lujo que no podía permitirse. Reptó ligeramente y apoyó su espalda en el tronco con el que se ayudó a levantarse antes. Suspiró y se dirigió a la sirena, no sin antes intentar centrar la mirada donde se suponía que estaba ella, aunque la niebla que el tiburón veía no ayudaba mucho.

—Va a ser que sí necesito ayuda. Gracias —fue todo lo que pudo susurrar.

El escualo, pese a haber aceptado la ayuda de aquella sirena, observaba el entorno continuamente, en busca de algún tipo de prueba que facilitase su decisión. No había rastro de nadie más allí, pero era un poco raro que una sirena ascendiera hasta la superficie y estuviese allí sola, frente al peligro. La isla Momobami, con sus criaturas y misterios, de repente parecía menos amenazante con alguien a su lado. No sabía si la sirena se quedaría allí con él o sabría tratar sus heridas, pero la presencia de otro ser, especialmente uno de su mundo acuático, le ofrecía un consuelo que no había esperado encontrar en esa selva hostil.

En ese momento de vulnerabilidad y necesidad, Octojin sentía una conexión rudimentaria pero real, un lazo forjado no solo por la necesidad de supervivencia, sino también por el reconocimiento mutuo como criaturas de un mundo subacuático en un ambiente extraño y a veces hostil. Mientras la luz del día se fortalecía, iluminando la pequeña zona donde se habían encontrado, Octojin permitió que, por un momento, su guardia se bajara, abriéndose a la posibilidad de no solo sobrevivir a la isla sino de entenderla junto a aquella sirena.

—Y dime —susurró intentando poner la voz más amigable que le saliese en esa situación—, ¿qué haces aquí sola? Por cierto, mi nombre es Octojin.
#5
Asradi
Völva
Sus ojos se cruzaron con los contrarios, revelando la afinidad al océano que había entre ellos. Estaba herido, sí. Pero seguía siendo un gyojin tiburón.Y había que ver tan solo su aspecto físico como para andar con cautela. El porte y los músculos. Así como las fuertes mandíbulas y afilados dientes. Si quería, podría destrozarla, por mucha resistencia que ella pusiese. Asradi no era débil, pero aún así conocía sus limitaciones.

Finalmente, él se pronunció, con una voz rasposa y debilitada. Sí, estaba vivo, eso podía verlo. Pero también por los pelos. No sabía si fiarse, pero era uno de los suyos, en su fuero interno era incapaz de dejarlo desamparado. Si no se apoyaban entre ellos, ¿quien más lo haría? No tenía nada en contra de los humanos o de las criaturas de la superficie. Siempre y cuando les respetasen.

Asradi le contempló o, más bien, analizó desde su lugar. Pudo ver la terrible herida supurando. Ahí no había solo desgarramiento de carne y músculo. Había algo entremezclado con la sangre, a juzgar por el color. ¿Veneno? Era una posibilidad.

Estate quieto. — Le regañó en cuanto le vió moverse, aunque fuese para su comodidad.

Con unos cuantos saltitos graciosos gracias a la fuerza de su cola, se aproximó para poder examinarle mejor. Miró un momento a su alrededor. El campamento improvisado que se había hecho estaba ahora patas arriba. Era como si una bala de cañón hubiese impactado ahí. Más o menos, claro.

Se deshizo de su mochila, la cual apoyó en el suelo y a su lado. Con sumo cuidado, una de sus manos se posó en el pecho de escamas blancas, sin llegar a tocar la notoria herida. La sirena frunció ligeramente el ceño.

¿Quién te ha hecho esto? — Preguntó, notando el calor antinatural que manaba del cuerpo del gyojin. Estaba ardiendo en fiebre. De todas maneras, necesitaba datos. No estaba segura de si conocía el veneno. O de sus conocimientos serían suficientes. Pero no por ello iba a dejarlo ahí tirado.

Lo primero que hizo fue comenzar a limpiar la herida. Por fortuna, el agua dulce que había recolectado el día anterior, en una piedra de fondo ovalado, no se había perdido con el destrozo. Lentamente la gasa fue recorriendo los bordes del desgarro, retirando tanto sangre como restos de supuración. Lo peor que podía pasar era que también se infectase.

Podría hacerte la misma pregunta. — Asradi le miró de reojo unos segundos, mientras continuaba el tratamiento de la herida, rozando con suavidad la piel contraria, solo con el afán de hacerle el menos daño posible.

Una vez desinfectó y limpió la zona, lo primero ahora era ayudar al cuerpo a eliminar la toxina y a aumentarle las defensas. Por fortuna tenía una buena provisión de hierbas medicinales. En este concreto caso, una variedad específica de algas que ayudaba no solo a purificar la sangre, sino que una de sus propiedades era, también, la capacidad de absorber toxinas en el cuerpo. Era un método quizás un tanto más lento que un antídoto. Pero era lo más seguro al desconocer cual era el veneno que asolaba el cuerpo del gyojin.

Cuando él se presentó, ella le miró y le dedicó una sonrisa suave. Tranquilizadora.

Yo me llamo Asradi. Hice una parada aquí para descansar y reabastecerme. — Ya había conseguido, de hecho, la planta que estaba buscando, la cual tenía fuertes propiedades anestésicas. Y podía ser utilizada, también, como un potente veneno. — Necesito primero bajarte la fiebre. Así que necesito que confíes en mi.

Le miró fijamente. Era una petición importante, al fin y al cabo, teniendo en cuenta el estado vulnerable en el que Octojin se encontraba. Había hecho una pasta con el alga, comestible, y se la enseñó al gyojin tiburón.

Te ayudará a ir eliminando las toxinas. Así me dará tiempo a estabilizarte y encender una hoguera para hervir agua y seguir administrándotela de otra manera. — Había que hidratarle, al fin y al cabo.
#6
Octojin
El terror blanco
El dolor punzante y la fiebre que ardía en su cuerpo nublaban la mente de Octojin, pero la voz firme y los ojos intensamente azules de Asradi le ofrecían un ancla en el torbellino de su agonía. La cercanía de otro de su especie, en un lugar tan remoto y peligroso, era un bálsamo en sí mismo, aunque su situación fuera grave. Su instinto inicial de defensa y desconfianza comenzaba a ceder ante la necesidad palpable de ayuda, y la presencia calmada de Asradi parecía prometer esa ayuda.

Octojin sabía que debía conservar la energía, por lo que se mantuvo lo más inmóvil posible mientras la sirena se movía con agilidad y eficacia para atenderlo. Cada toque, aunque leve, era un recordatorio punzante de su vulnerabilidad actual, pero también de que no estaba solo. La pregunta de Asradi sobre quién le había causado las heridas lo hizo fruncir el ceño. La memoria del encuentro con las criaturas bestiales era aún vívida, un recordatorio brutal de los peligros de la isla.

—No fue... un quién, sino un qué —murmuró con esfuerzo, con una voz ronca por la deshidratación y el dolor. —Dos criaturas, enormes y feroces... una batalla por territorio, supongo. Yo solo... estaba en el lugar incorrecto.

Mientras Asradi limpiaba su herida, Octojin sentía cómo el frescor del agua mitigaba parcialmente el ardor de la fiebre, aunque cada roce le recordaba dolorosamente la gravedad de su estado. La eficiencia de Asradi le impresionaba; era evidente que tenía experiencia en tratar con heridas y venenos, una habilidad valiosa en su entorno actual.

Al presentarse, Asradi ofreció una sonrisa que Octojin encontró reconfortante, un gesto que parecía fuera de lugar en la vasta e indiferente selva que los rodeaba. La mención de su nombre y sus intenciones le ayudaban a tejer una narrativa más clara, una que lo hacía sentir menos como una víctima del azar y más como parte de una historia compartida, aunque fuera brevemente.

—Gracias, Asradi —logró decir, aceptando la pasta de algas que ella le ofrecía. La idea de que algo tan simple como un alga pudiera purificar la sangre y combatir el veneno era fascinante, y aunque su mente científica quería indagar más, su cuerpo exigía que se centrara en sobrevivir. —Confío en ti. No tengo muchas opciones, de todas formas.

Tomó la pasta, notando su textura extraña pero no desagradable, y esperó, deseando que su cuerpo respondiera bien al tratamiento. Mientras Asradi se movía para encender una hoguera, Octojin intentó relajarse y conservar su energía. La promesa de estabilizarlo y seguir tratándolo le daba esperanza, un hilo tenue pero vital en ese momento.

—Tu conocimiento de las plantas y tu habilidad para usarlas... es impresionante —comentó, intentando hacer conversación a pesar del dolor. Quería saber más sobre ella, sobre cómo una sirena había aprendido tanto sobre la medicina natural y qué la había llevado a aventurarse sola en una isla tan peligrosa.

Con el alivio parcial que la pasta proporcionaba, Octojin se permitió observar más detenidamente a Asradi, apreciando no solo su competencia sino la fuerza tranquila que parecía emanar de ella. Era claro que, aunque estuviera fuera de su elemento en la tierra, no había perdido su conexión con el mundo natural, una conexión que Octojin también sentía, aunque de manera diferente.

Mientras la luz del día comenzaba a declinar y los sonidos de la selva crecían en intensidad, Octojin sentía, por primera vez desde su llegada a la isla, que tal vez no solo sobreviviría, sino que también aprendería algo profundo sobre el mundo más allá de su océano nativo.

Es entonces cuando, tras una ligera brisa, una serie de pájaros gigantes se acercaron y comenzaron a volar haciendo círculos alrededor de ambos habitantes del mar, a unos veinte o veinticinco metros del suelo. Sus graznidos eran continuos e incluso molestos, y aquello parecía ser una mala noticia no solo por la propia presencia de las aves. Tenía pinta que el ruido alertaría a más bestias, seguramente más imponentes y agresivas que aquellas aves.

El escualo cerró los ojos e intentó concentrarse al máximo posible en sus sentidos. Tanto su oído como su olfato estaban súper desarrollados, lo cual en aquella situación le venía como anillo al dedo. Los ruidos cercanos se agrupaban en su mente, que tardaba un instantes en separarlos y localizar exactamente donde se encontraban.

—Esto huele mal—comentó a la par que se movía ligeramente—, esos ruidos atraerán a más bestias.
#7
Asradi
Völva
No, definitivamente no tenía muchas más opciones. O confiaba en ella o, simplemente, se dejaba morir ahí. Y sería muy estúpido por su parte elegir la segunda opción. Por lo que su respuesta le hizo sonreír de manera suave, susurrando incluso un ”Buen chico”. Dejó que se tomase su tiempo para comer la pasta de algas que le había dado. No sería nada recomendable que se atragantase. Mientras, ella terminó de limpiar la herida y cubrirla con algunas gasas limpias que guardaba en su mochila. Solo le quedaba un rollo más, por lo que tendría que racionarlo para cuando hiciese falta. Con eso, el ungüento que le había aplicado a la herida, y la infusión que comenzaría a preparar en cuanto tuviese la hoguera encendida, esperaba que fuese suficiente.

No sé qué es lo que te ha atacado, ni la composición ponzoñosa, por lo que no puedo aplicarte un antídoto como tal. — Le explicó ligeramente, recogiendo alguna ramas de los alrededores,con premura, para volver a prender fuego en la hoguera. — Lo único que puedo hacer es ayudar a tu cuerpo a ir eliminando la toxina y bajarte la fiebre. Si eres tan fuerte como aparentas, todo saldrá bien.

Esa es la esperanza que quería tener, aunque siempre podían suceder complicaciones. Pero intentaría que no pasase o, de sucederse, estar ella allí pendiente para estabilizar a Octojin. Le escuchaba hablar, hacer ese esfuerzo para mantenerse despierto. De hecho, la sirena lo necesitaba despierto por ahora. Una vez le administrase la infusión, le dejaría dormir para que su cuerpo se centrase únicamente en combatir la fiebre y la toxina. Aunque no pudo evitar sonreír de manera suave cuando halagó su conocimiento medicinal.

Todavía estoy aprendiendo, aunque has tenido suerte de no estar solo en esta situación. — No quería ni pensar que pudiese haber sucedido. Sobre todo si el gyojin no tenía alguna noción de medicina o, al menos, primeros auxilios.

Con un par de piedras hizo la chispa necesaria, chocándolas la una contra la otra, para volver a prender la hoguera. Todavía había agua dulce que puso en un recipiente rudimentario y cerca del fuego para que hirviese. Con eso haría la infusión que le daría al gyojin tiburón para ayudar a su cuerpo a ir eliminando también el veneno poco a poco.

Estaba en ello cuando escuchó un par de fuertes graznidos, lo que le hizo elevar la cabeza. Junto con una mueca preocupada. Allí en el cielo, volando en círculos sobre sus cabezas, se encontraba un grupo de pájaros gigantes acechándoles, dando vueltas como buitres en busca de un buen almuerzo que llevarse al pico. El ceño de la sirena se frunció de inmediato.

Lo sé, pero no sé si sea conveniente moverte ahora. — Podría intentar ahuyentarlos... Pero no estaba segura de si funcionaría, o eso pudiese atraer a más bestias.

Estaban en una situación delicada. Y peligrosa al mismo tiempo.

No sabía si el fuego los ahuyentaría, sobre todo teniendo ese tamaño. Podrían regresar al mar, ahí estarían más seguros. Pero Octojin aún estaba delicado, el mar todavía estaba lejos de donde se encontraban. Y se exponían, al mismo tiempo, a que otra bestia les interceptase, no estando el gyojin tiburón en condiciones.

Solo podemos quedarnos aquí por ahora y resistir. Y esperar que se olviden de nosotros. — Algo que, por desgracia, veía poco probable.

El agua terminó de hervir relativamente rápido, por lo que pudo infusionar la hierba casi de inmediato en una taza de latón que llevaba consigo durante sus viajes. Se acercó a Octojin y le hizo entrega de la misma.

Tómatelo poco a poco. Yo vigilaré. — Se ofreció. Era ella la que estaba en mejor condición, al fin y al cabo.
#8
Octojin
El terror blanco
El tiburón asintió levemente ante las palabras de Asradi, comprendiendo la gravedad de su situación pero encontrando cierto consuelo en la competencia de la sirena. No se le escapaba que, a pesar de la seriedad del momento, había algo casi reconfortante en la forma en que Asradi manejaba la situación con calma y conocimiento. Él sabía muy bien que cualquier otro en su situación podría haber caído en el pánico, pero ella estaba allí, ofreciéndole un soporte tan firme como el coral que formaba la base de los arrecifes marinos.

Aunque su cuerpo clamaba por el descanso, la presencia de los pájaros gigantes en el cielo era una advertencia clara de que el peligro aún acechaba. Octojin sabía que su condición debilitada lo hacía vulnerable no solo a las criaturas de la selva, sino a cualquier depredador que los percibiera como presa fácil. Su instinto natural le hubiera impulsado a enfrentarse a la amenaza o a buscar refugio en el mar, pero sus heridas y la fiebre lo mantenían anclado al suelo, dependiendo de Asradi más de lo que hubiera deseado.

—Entiendo —dijo con voz ronca, cuando Asradi mencionó la conveniencia de permanecer donde estaban. Cada palabra que pronunciaba costaba un esfuerzo, y sentía la pesadez de su cuerpo como si estuviera anclado al fondo del océano. Pero aún así, la determinación de no rendirse brillaba en sus ojos. Era un gyojin, después de todo, criaturas conocidas no solo por su fuerza sino también por su resistencia.

Mientras Asradi preparaba la infusión, Octojin trataba de mantenerse alerta, su mirada ocasionalmente se desviaba hacia los pájaros que sobrevolaban. Sabía que el fuego podría disuadir a algunas criaturas, pero esas aves parecían decididas, y su tamaño no auguraba nada bueno. La idea de resistir allí, de confiar en que eventualmente perderían el interés, era un plan tan arriesgado como cualquier otro, dadas las circunstancias.

Cuando Asradi le extendió la taza de infusión, Octojin la tomó con manos que temblaban ligeramente, no solo por el esfuerzo sino también por la fiebre que aún lo consumía. El líquido caliente le quemó la lengua, pero agradeció el calor que parecía esparcirse por su garganta y pecho, prometiendo al menos un pequeño alivio.

—Gracias, Asradi —murmuró, intentando hacer que cada sorbo contara, absorbiendo no solo el líquido sino también la esperanza que venía con él. Sus ojos se fijaron en la figura de la sirena, observándola mientras se ofrecía a vigilar. Era un pequeño gesto, pero significativo, y le recordaba que, aunque la situación fuera desesperada, no estaba solo.

La idea de Asradi de protegerlo mientras recuperaba sus fuerzas era un recordatorio de la fuerza que podían tener los lazos, incluso entre desconocidos, cuando las circunstancias lo requerían. A pesar del dolor y la debilidad, Octojin se sentía fortalecido por esa conexión, por el entendimiento tácito de que, en el vasto y a menudo cruel mundo, aún podían encontrarse momentos de compasión y apoyo mutuo.

Con la taza aún en sus manos, Octojin se recostó lo mejor que pudo, cerrando los ojos brevemente, permitiéndose confiar en la vigilancia de Asradi. En el fondo de su mente turbulenta, una idea comenzaba a tomar forma, una resolución que crecía con cada latido de su corazón cansado: sobreviviría a esto, y no lo haría solo. La isla Momobami, con todos sus peligros y maravillas, no había terminado con ellos todavía.

El escualo aún se notaba bastante caliente, fruto de la fiebre que seguía al acecho al igual que tantas bestias parecían estarlo en aquella isla.

Después de haberse tomado la infusión caliente, Octojin comenzó a sentir un revuelo en su estómago, una sensación creciente de incomodidad que pronto se transformó en náusea. A pesar del alivio inicial que el líquido caliente había proporcionado, su cuerpo debilitado y afectado por el veneno no tardó en reaccionar adversamente.

Con la cabeza aún en el suelo tras haberse tumbado, el gyojin intentó enfocarse en respirar lentamente, esperando que la sensación pasara. Pero el malestar solo aumentaba, subiendo por su garganta como una marea indetenible. Asradi, si es que le estaba viendo, seguro que notaría el cambio en su expresión, el verdor que teñía su rostro escamoso habitualmente pálido no podía indicar nada bueno.

Finalmente, incapaz de contener más la reacción de su cuerpo, Octojin se dobló hacia adelante con un jadeo ronco. Los violentos espasmos de su estómago lo obligaron a expulsar el contenido de la infusión junto con más líquidos en una serie de convulsiones que sacudieron su cuerpo grande y musculoso. La acidez del vómito quemó su garganta, un recordatorio punzante del veneno que aún circulaba por su sistema.

La experiencia, aunque extremadamente desagradable, pareció aliviar parcialmente la presión en su estómago. El acto de vomitar, aunque forzoso y agotador, ayudó a que el gyojin pudiera eliminar una pequeña parte del veneno y las toxinas que su cuerpo estaba luchando por procesar. Octojin se quedó ahí, apoyándose en sus rodillas, respirando pesadamente mientras el sudor se mezclaba con las saladas lágrimas que brotaban involuntariamente de sus ojos debido al esfuerzo.

Después de unos momentos, logró estabilizar su respiración, sintiendo un ligero alivio tras la purga involuntaria. Aunque debilitado y todavía en peligro, la expulsión del veneno había traído una nueva claridad a su mente, permitiéndole pensar con un poco más de lucidez.

Tomó unos instantes para recobrar el aliento, sus ojos escanearon el entorno natural que lo rodeaba, siempre alerta a los peligros que la selva pudiera albergar. Pero por ahora, lo que más necesitaba era descansar y recuperar fuerzas, confiando en que el tratamiento que Asradi estaba aplicando gradualmente tendría un efecto positivo.

Con un movimiento lento, arrastrándose con dificultad por la tierra del camino, Octojin se desplazó hasta el caldero de agua en el que Asradi había preparado la infusión y que había retirado del fuego tras ello. Se inclinó para lavarse, dejando que el agua, algo caliente aunque aceptable, lavara los restos del veneno y la infusión de su boca. A pesar de la situación peligrosa y su debilidad, el gyojin se permitió un momento para apreciar la belleza tranquila del entorno, un raro instante de paz en medio de la lucha por la supervivencia. Aquello sin duda solo podía ir a mejor.
#9
Asradi
Völva
Asradi no le quitaba la mirada de encima después de haberle entregado la taza de infusión. Olía terrible y, seguramente, supiese peor. Pero era necesario que se la tomase. Eso le ayudaría a ir eliminando las toxinas, aunque la forma quizás no fuese muy agradable. Y también tenía que preparar algo de agua dulce para que la bebiese poco a poco y Octojin no se deshidratase. Le notaba, y veía, tembloroso. Un síntoma normal debido a la debilidad y a la fiebre. Pero también por eso, precisamente, estaba atenta a él. Aunque, de vez en cuando, elevaba sutilmente la mirada cuando escuchaba algún que otro graznido de las aves que les sobrevolaban. La sirena apretó ligeramente los labios.

También se encontraba un poco incómoda. O nerviosa, aunque tratase de no demostrarlo abiertamente. Mucho menos en una situación delicada como aquella. Pero no había vuelto a ver a uno de los suyos desde que había abandonado su hogar, por lo que estaba un poco más en guardia que de lo habitual. Más desconfiada. Pero en su fuero interno le era imposible dejar a uno de los suyos en el estado en el que el gyojin tiburón se encontraba. Y, aún así, también se sentía agradecida de haber estado ahí a tiempo.

Cuando él le agradeció, la sirena le dedicó una sonrisa suave.

Está bien, solo he hecho mi trabajo, después de todo. — No era tan así, porque podía haberlo dejado ahí a su suerte si sintiese que ella sí corría peligro. No le conocía de nada, pero por algún motivo sentía que todo estaba bien. Que no tenía nada que temer.

Dejó que el grandullón fuese tomando la infusión poco a poco, y ella terminó de acomodar un poco aquel campamento. No demasiado, porque sí necesitarían moverse a un lugar más cubierto, como alguna cueva, cuando Octojin se encontrase un poco mejor. El problema de aquella purga, es que era un proceso lento. Pero, al menos, ya había comenzado. Sobre todo a juzgar por el efecto que comenzó a revolverse en el interior de él.

Ella sí fue consciente del cambio que comenzó a suscitarse en el pobre gyojin y como su rostro tomaba una coloración más pálida, así como la expresión propia de alguien que va a vomitar. La sirena le dió, entonces, la espalda. No por desinterés o asco, sino para darle un momento de intimidad mientras devolvía no solo lo que ella le había dado, sino también parte de las toxinas. Una forma de limpiar no solo el estómago, sino también el resto del cuerpo. Era un proceso desagradable pero necesario. Solo cuando las arcadas parecieron detenerse, fue que se aproximó con una expresión más suave.

Lo siento, sé que no es la mejor manera... Pero es necesario. — Todo sería más sencillo si tuviesen el antidoto. Pero no habían tenido esa suerte. Acarició levemente el rostro de Octojin. En parte para reconfortarle y, también, para comprobar el estado de la calentura de su cuerpo. Que la fiebre fuese bajando gradualmente con el paso del tiempo.

Le hizo entrega, ahora, de un poco de agua dulce tras haberle dejado que él se lavase. Agua sin más.

La infusión te hará vomitar, pero esto es solo agua, sin más. No podemos dejar que te deshidrates. Por desgracia, tendrás que tomar el brebaje unas cuantas veces más. Al menos hasta que te baje la temperatura. — Le miró con una mezcla de disculpa, pero también firmeza.

Se la administraría a la fuerza si era necesario, aunque Octojin parecía razonable.

Intenta dormir. Eso ayudará también a que tu cuerpo se centre en tu recuperación. — Le instó, mientras ella tomaba una posición más elevada sobre una roca cercana, tras haberse subido con unos cuantos saltos y ayudándose de sus manos.

No solo para vigilarle desde ahí, sino también para estar atenta por si aquellas aves se atrevían no solo a revolotear.
#10
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