Takahiro
La saeta verde
02-09-2024, 08:44 PM
(Última modificación: 02-09-2024, 09:01 PM por Takahiro.)
Últimos días de verano, del día 23 al 25, año 724.
Los primeros rayos de sol de aquel día se asomaban por el horizonte con timidez, rompiendo la absoluta oscuridad de la noche con haces de luz dorados, rosados y anaranjados. El mar estaba completamente en calma, como un lienzo recién pintado de azul. Era cristalino e, incluso en la plenitud de la noche, con buena vista podía vislumbrarse los bellos arrecifes de coral, evocándole bellos recuerdos de cuando vivía con su abuelo en las costas de Nanohana, en la gigantesca isla de Sandy, erróneamente conocida como Arabasta.
El viento soplaba de poniente, removiendo el polvo de las cercanías del humilde puerto de Loguetown, que ensuciaba las calles al remover toda la basura que allí se amontonaba. Las gaviotas estaban comenzando a graznar, levantando a los más madrugadores y molestando a aquellos que no tenían mucho que hacer por las mañanas.
—Puta mierda… —se escuchó la voz de un joven de cabellos verdosos, que yacía recogido sobre sus piernas mirando el mar.
Aquel joven se trataba de un marine llamado Takahiro Kenshin, de apenas veintidós años de edad, se encontraba la arena, observando la aurora de la mañana con los ojos enrojecidos y cubierto de lágrimas. Aquel día era al aniversario de la última vez que vio a sus padres con vida. No sabía que había ocurrido con ellos, pero daban por hecho que habían perecido en uno de sus viajes. Era una pareja de historiadores y aventureros, que se encargaban de encontrar tesoros ocultos y antiguos de islas que muchos creían leyendas. Algunas personas los tachaban de eruditos y descubridores de la verdad del mundo, gente de la que ya no queda, mientras que otros decían que eran asaltatumbas, criminales que trabajaban para coleccionistas de antigüedades en el mercado negro.
Con la llegada del bullicio de los primeros trabajadores del puerto, casi todos pescadores y pícaros de playa, se puso en pie y caminó hacia la base de la marina del G-31, su hogar. El camino se le hizo eterno, caminando por las solitarias calles de la ciudad, pues su apretado y ceñido uniforme no le hacía sentirse del todo cómodo. ¿La razón de ir vestido como es debido aquella vez? Que tenía todos sus ropajes en la lavandería de la ciudad, y hasta el día siguiente no podía recogerla. «Lo bueno es que no voy a tener que escuchar al capullo de Shawn con la misma cantinela», pensó para sus adentros.
Ya en la base se fue directo hacia el comedor. Era primera hora, así que apenas tenía el bullicio típico que solía haber cuando él llegaba a desayunar —si es que se dignaba a ir—. Poco a poco, las charlas entre compañeros se hacían más notoria, y la tranquilidad iba desapareciendo. El marine avanzó hasta la fila para coger la bandera con el desayuno.
—¡Buenos días, sargento! —le saludó una joven recluta, cuyo nombre no recordaba. ¿Carolina? ¿Claudia? ¿Candela? Sabía que empezaba por la letra C, pero no más—. Que raro verle tan temprano por aquí.
—Buenos días, recluta —le dijo—. Hoy he madrugado de más —añadió.
La joven rio y continuó a lo suyo.
El olor de la comida del cuartel dejaba mucho que desear, al menos durante el desayuno. Era lo que se consideraba un menú equilibrado y nutritivo, que iba en consonancia a las actividades diarias que realizaban los marines. Sin embargo, por lo que había podido escuchar, variaba mucho en función del cuartel, ya que algunos tenían cocineros muy buenos y otros no podían ni considerarse aprendiz de un sollastre. El desayuno de aquel día tenía huevos revueltos con un par de salchichas de pescado, una rebanada de pan tostado de menos, un vaso de leche de animal desconocido, una manzana verde excesivamente ácida, un café y alguna salsa para los huevos.
—Aquí tiene —le dijo el ayudante de cocina.
—Muchas gracias.
Con la bandeja de metal en las manos, el peliverde se aproximó a la mesa en la que solía sentarse junto a sus compañeros, alejada de la puerta y lejos de la habitual del teniente comandante Shawn. Se sentó con cierto desdén, dejando la bandera frente a él. Torció levemente su tronco, estirando los músculos del mismo, y dejó caer su cuerpo sobre el respaldo de la silla.
Apenas quedaba una media hora para que la hora del desayuno acabase y ninguno de sus compañeros había aparecido. Cuando llegaron sus amigos, el peliverde se encontraba girando la cucharilla de su café, perdido en sus pensamientos y con la mirada puesta sobre el asiento vacío que tenía en frente.
—Vaya, quien lo diría, tú aquí tan temprano —dijo Camille, sentándose en la mesa con su bandera—. Pensaba que estarías lanzando tu arpón a alguna recluta nueva, como Caroline.
—Y yo pensaba que a estas horas estarías limpiándole el culo a la capitana —le dijo el peliverde, dando un sorbo del café.
—Vete a tomar por culo.
—Eh, respétame recluta, que soy tu superior. ¿Acaso no recuerdas que me han ascendido a sargento?
—Puede irse usted a tomar por culo, señor.
—Sí, ¿pero cuando limpias el mío? Me han dicho que esa lengüita tuya es bastante eficaz —hizo una pausa, clavando los ojos sobre los de la Oni—. Aunque no sirva para conseguir ascensos.
Como era costumbre en ellos, la disputa se alargó más de lo debido. En algunas ocasiones acababa cuando la grandullona golpeaba excesivamente al peliverde, quien se dedicaba a esquivarla para no agredirla. Él no podía atacar a una mujer. Iba en contra de sus ideales, no era honorable. Fue en ese momento, cuando la grandullona alzó su puño y golpeó al marine, de frente. Sin embargo, aquella vez ocurrió algo distinto. El golpe no le dolió —al menos no mucho—, tan solo fue una leve molestia entre los ojos.
Le pareció ver como la recluta se tocaba los nudillos extrañada, como si hubiera ocurrido algo extraño en ellos.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Pero antes de que pudiera responderle, el comandante Buchanan apareció en escena. Al parecer había estado observando todo desde la retaguardia por si tenía que intervenir, pero esa vez no fue necesario.
—Takahiro, muchacho —dijo, colocándose a su lado—. Recoge el estropicio de la mesa y ven a mi despacho.
—A sus órdenes, comandante —le dijo.
No tardó mucho en irse al despacho del comandante. Estaba justo al lado del de la capitana Montpellier, aunque era bastante más pequeño. Estaban unidos mediante una puerta, pero casi siempre estaba cerrada —al menos en apariencia—. Golpeó tres veces la puerta con los nudillos y entró en cuanto le dieron permiso.
—¿Qué he hecho ahora? —le preguntó de sopetón, sin apenas andarse por las ramas.
—¿Tienes que hacer algo para que te diga que vengas a mi despacho?
—Normalmente, sí —le respondió.
—No te he hecho llamar por tus discusiones con Camille, yo no me meto en temas de pareja —dijo con tono de broma, a sabiendas de que la Oni no soportaba a Takahiro—. Lo he hecho porque tengo que hablar contigo de un par de asuntos —hizo una pausa, respirando profundamente para recapitular sus ideas e intentar escoger las palabras adecuadas. Siempre hacía lo mismo, así que el peliverde le dejó pensar—. En primer lugar, ¿qué te ocurre? —preguntó sin tapujos—. Antes eras la alegría de la huerta, siempre sonriendo y con una filosofía de vida bastante despreocupada. Ahora siempre estás en tensión y ha repercutido en tus evaluaciones en los campos de entrenamiento.
Takahiro se encogió de hombros.
—Si es por lo ocurrido en la misión de vigilancia en los astilleros… Te lo dijimos en su momento, no te lo tomes como una derrota, sino como un aprendizaje —le dijo, haciendo ver la perspectiva con la que su superior veía la vida—. Todos fallamos alguna vez. Y te aseguro de que volverás a fallar.
—Sí, sí eso lo sé —le dijo Takahiro—. Es solo que se han juntado muchas cosas. El fracaso, un ascenso que no sé si me merezco y un recuerdo doloroso. Es una mala fecha par…
—Todo tiene remedio menos la muerte —le interrumpió el comandante, como si de alguna manera supiera que el peliverde estaba llorando la muerte de un ser querido—. Pero con esa actitud tan pesimistas no vas a encontrar solución a aquello que buscas. En lo que concierne a la misión, ya lo hemos hablado muchas veces. Así que no tengo nada más que decir —aclaró—. En lo que concierne al ascenso…, yo le dije a la capitana que te promocionara —le confesó, mostrando una amplia sonrisa en su gesto—. Creo que la camada de marines que habéis llegado al cuartel tenéis mucho potencial y quedándoos en rangos bajos no vais a poder demostrar todo vuestro potencial.
—Si todos opinaran como usted…
—No todo el mundo puede ver el talento en bruto de una persona, muchacho —le dijo—. Y hablando de talento en bruto, ¿sabes porque no estás en la enfermería tras el golpe de Camille?
—Por qué… ¿no ha querido matarme? —contestó—, ¿en público?
—Ya sabía yo que no tenías ni idea —le dijo, negando con la cabeza—. Has sido capaz de plasmar tu voluntad.
—¿Mi qué?
El comandante se miró el reloj de pulsera que tenía en la mano y cogió unos informes que tenía sobre la mesa, entre los que había varios carteles de “se busca”, destacando a uno cuyo valor era de más de noventa y cinco millones. ¿Quién sería ese sujeto? En fin. Sin decirle nada más, el comandante le dijo que iba a darle un permiso de un par de días, en los que se iba a ir con él a una cala cercana a entrenar. Lo cierto es que no tenía muchas ganas, pero no podía negarse. A fin de cuentas, Buchanan era fuerte.
*****
A la mañana siguiente, el comandante fue junto a Takahiro a una cala que se encontraba justo al norte del cuartel. Era una cala de arena blanca, casi paradisiaca. Estaba rodeada por un acantilado de rocas afiladas, que se alzaban creando un lugar muy aislado. Las rocas son puntiagudas, como si el mar no las hubiera erosionado en millones de años. El único acceso a la cala era un sendero empinado que bordeaba varias rocas desde lo más alto. El sendero estaba cubierto por una espesa vegetación, conchas y piedras, que apenas se aprecia si no conoces el camino.
La cala daba al mar, teniendo un acceso imposible. Se encontraba oculta tras un arrecife repleto de corales y peces de gran tamaño, oculta también al mismo tiempo por una gran roca que hacía siglos había caído frente a ella. Solo las gaviotas y los marines que conocían de su existencia la visitaban, y ese era el caso de Takahiro y su comandante.
—¡Vaya! —musitó el peliverde, asombrado por la belleza natural de aquel lugar.
—Impresiona, ¿verdad? —sonrió el oficial.
—Bastante —le respondió—. Jamás había visto un lugar tan puro.
El comandante sonrió.
Takahiro dio un paseo por la orilla, observando lo cristalina que era el agua. Lo cierto es que ardía de ganas de meterse en el agua y nadar un poco. Aquel verano se estaba acabando, pero el calor parecía que iba a quedarse con ellos un poco más. Sin embargo, su superior tenía otros planes para él. Aquello no iba a ser unos días de descanso, sol y playa.
—Vayamos al grano —le dijo el comandante, sentándose en la arena mientras se fumaba un cigarrillo—. ¿Has oído hablar de lo que es el haki?
—¿Haki?
—Sí —afirmó—. ¿Recuerdas que te hable sobre plasmar tu voluntad ayer? Pues eso es el haki, la manifestación en su estado más esencial e inmaculado de la voluntad, de tu espíritu… —le dijo—. Lo que tu hiciste cuando Camille te golpeó fue concentrar tu energía y endurecer tu cuerpo, haciendo que tu defensa aumentara. Sin embargo, no solo sirve para eso. Si eres capaz de dominarlo, podrás hacer que los cortes de tu espada sean más poderosos, siendo capaz de igualar o superar a aquellos que han osado obtener el poder de una fruta del diablo —continuó—. Siendo capaz de tocar a aquellos usuarios de fruta que para los seres vivos normales y corrientes son intangibles.
—¿Me estás diciendo que hay una forma de igualar a un usuario de fruta del diablo tan solo con la propia voluntad? —le preguntó el peliverde, con cierta duda en su voz—. ¿Y qué yo soy capaz de hacerlo?
—Efectivamente —le respondió—. Solo tienes que imaginar tu voluntad como un muro impenetrable, como una armadura que recubre tu cuerpo y tus armas para defenderte o atacarte. Y si eres capaz de perfeccionarlo, te aseguro de que no habrá hombre de chocolate que pueda contigo.
Fue en ese momento cuando Buchanan lo hizo. Se levantó, extendiendo su mano hacia el cielo, concentrando su voluntad, haciendo que su brazo se tornara de un color oscuro y resplandeciente. Sin tan siquiera dudarlo, el marine golpeó con su puño ennegrecido la gigantesca roca que tenía a su espalda y la hizo añicos, fragmentándose en mil pedazos por el poder destructivo del haki. Tras ello, con mucha paciencia y detalle, estuvo explicando al peliverde los pormenores del haki: cuantos tipos de haki había, para que servía cada uno de ellos, como se usaban y, más concretamente, como debía entrenar el haki de armadura, que era el que le interesaba.
—Sin embargo, como te he dicho… —hizo una pausa—. Si no eres capaz de centrar tu mente y tu espíritu, no tendrás la claridad mental y física para plasmar tu voluntad y ser capaz de usarlo a tu favor.
Dicho aquello, dando una serie de saltos en el aire, el comandante se marchó de allí en un abrir y cerrar de ojos.
Fue en ese momento cuando Takahiro sintió la soledad y la calma de aquella cala solitaria. La brisa marítima mecía su cabello, acariciando su rostro y haciéndole sentir una paz que hacía tiempo que no había sentido. Durante horas se mantuvo sentado, con los ojos cerrados y meditando aquello que le había desestabilizado. Tenía que ser capaz de plasmar su voluntad de igual manera que lo había hecho su superior, mas sabía que era imposible hacerlo de esa forma tan destructiva y eficaz.
Los días transcurrieron más rápido de lo que creía, sorprendiéndose cuando vio llegar a Buchanan tres días después.
—Si lo has conseguido, ataca.
El marine agarró su espada, cuya hoja estaba mellada por hacerla usado contra la roca. Sin embargo, durante un breve instante se tornó de negro y se abalanzó sobre el comandante. Fue un desplazamiento en línea recta y bastante rápido, pero el peliverde no lo atacó. Sino que se paró frente a él y le guiñó un ojo.
—Yo solo hiero a mis enemigos —le dijo, enfundando su espada—. Jamás a un amigo.