Hay rumores sobre…
... que en una isla del East Blue puedes asistir a una función cirquense.
[Aventura] [Autonarrada] Portero de Futbolín
Tofun
El Largo
6 de Verano del 724 

Llevaba ya un día y medio de libertad, y aquello sabía a gloria. Había estado bebiendo, trasnochando, amaneciendo en el puerto con una botella de ron en mi mano y los pies colgando hacia el mar. Lo mejor de todo era que tenía la mente ocupada. Un nuevo objetivo se presentaba en el horizonte, y no era el sol naciente. Las ideas que mi antiguo grupo había metido en mi cabeza habían calado hondo, me habían infectado. No hay virus más potente que una idea que hace "click".

El Ejército Revolucionario, ese grupo emergente, cansado de las ataduras del gobierno y comprometido con ponerles fin. Oculto, organizado y lleno de gente competente, capaz de ejecutar buenas estrategias. Desde pequeño, disfrutaba leyendo libros de estrategia. Siempre había soñado con aplicarla, pero hasta ahora solo lo había hecho en mi pequeño grupo, a una escala mucho menor que las grandiosas historias de astutas jugadas de generales y sus ejércitos.

¿El objetivo? Oykot. Lo conocía bien; había estado allí muchas veces. Pero después de ver cómo había cambiado Kilombo, estaba claro que me iba a encontrar con un Oykot muy diferente al que recordaba. La nobleza y el dinero se habían apoderado del lugar, ahora ejerciendo un control férreo sobre los duros trabajadores de la zona Este. Había conocido a grandes hombres entre los balleneros de antaño, sin duda alguna, un grupo social que siempre había tenido mi respeto.

El encuentro con el gigante, Rag, había acelerado mi mente y me había puesto en marcha. Necesitaba formar un nuevo grupo, ya que mis anteriores compañeros estaban más seniles que una tortuga. El mundo había cambiado, y yo también tenía que cambiar con él. Necesitaba contactos, conocer a interesados y entender cómo funcionaba este nuevo panorama laboral en el que me encontraba. Pero la libertad tenía un precio: encontrar un trabajo era esencial si quería acercarme a los nuevos movimientos. Antes, si querías trabajo, lo conseguías sin mucha dificultad. Pero ahora, ¿cómo había cambiado tanto aquello?

Decidí empezar por los viejos métodos. Fui al ayuntamiento, como se hacía antes, pero no encontré nada. Visité la lonja, nada. Visité el mercado, tampoco nada. Me frustraba ver cómo el acceso al trabajo se había vuelto un desafío en sí mismo. Parecía que la ciudad se había adaptado a nuevas reglas mientras yo había estado ausente. Antes, la fuerza y el valor eran suficientes, pero ahora, todo estaba cubierto por la burocracia, las conexiones, y quién sabe qué más.

Finalmente, con el ánimo algo decaído, decidí entrar en las tabernas, lugar que siempre había sido el corazón de las oportunidades para los hombres de acción como yo. Las primeras dos tabernas me rechazaron de inmediato, pero en la tercera tuve una conversación más prometedora con el dueño. No necesitaban un camarero, pero mencionó que les vendría bien un hombre de seguridad. La negociación fue dura. ¿Quién iba a contratar a un segurata de apenas 30 centímetros? Tuve que hacer varias demostraciones de poder, mostrar que el tamaño no importaba cuando se tiene destreza, y utilizar mis viejos encantos de comercial para asegurarme el puesto.
Había conseguido trabajo, sí, pero no era solo eso. Lo que realmente importaba era que había dado el primer paso hacia algo más grande. Encontrar trabajo, formar alianzas, y comprender los nuevos mecanismos sociales me acercaban poco a poco a mi verdadero objetivo. Este era solo el comienzo, y sabía que algo grande estaba por venir.

Me presenté a las diez menos cinco, a pesar de haber sido citado a las 10. Llevaba mis mejores galas: botas de cuero bien lustradas, un cinturón ajustado, camisa blanca impecable y una sobrecamisa marrón que me daba un aire de autoridad y experiencia. Caminaba con el pecho inflado, la espalda recta, el trasero firme y los nudillos calientes, esperando no tener que usarlos, pero con la certeza de que, si llegaba el momento de enseñar modales, lo haría sin dudar. Aquello era más que un trabajo; era una prueba, una oportunidad para medir la fortaleza que aún quedaba en mí.

Charlé brevemente con los jefes del local, dos hombres de aspecto rudo pero cordial, que parecían llevar la taberna con el mismo espíritu que a un barco en alta mar, y luego me coloqué en la entrada. La jornada laboral comenzaba. Era mi primera noche como portero en años, y una parte de mí se sentía viva nuevamente, como si el desafío renovara mis energías.

Saludé cordialmente a la gente que llegaba a cuentagotas. A esas horas solo aparecían los mismos de siempre: los trabajadores tempraneros que venían a despejar la mente con una bebida antes del amanecer. Me resultaba inevitable recordar los días en los que mi grupo y yo salíamos a las 7 de la tarde y aguantábamos hasta ver el sol del día siguiente, resistiendo como soldados en una batalla interminable contra la noche. Observaba con atención a los que llegaban tan temprano, esperando encontrar alguna señal, algún gesto que me indicara un potencial aliado para mis planes futuros, pero ninguno destacaba en particular.

Conforme la noche avanzaba, el volumen de gente aumentaba. Por suerte, todo seguía tranquilo, sin grandes altercados. Durante unos minutos de saturación, preparé una pequeña cola y tuve que llamar la atención a un par de listillos que intentaron colarse, manteniéndolos en su lugar sin necesidad de levantar la voz. Aunque algunos parecían sorprendidos por mi estatura, nadie se atrevía a decir una palabra en voz alta. Mi porte, mi confianza, hacían el trabajo por sí mismos.

Sin embargo, las 5 de la mañana siempre traían consigo problemas. Era la hora en la que el alcohol empezaba a hacer su trabajo más peligroso, haciendo que los hombres intentaran imponer su presencia ante los demás. Las ansias de llevarse a una mujer a casa transformaban a los más inseguros en bravucones. Y entonces apareció uno de esos típicos jóvenes ricachones, borracho y vacilante, acompañado de una muchacha que parecía más interesada en escapar de la situación que en disfrutarla. Mientras pasaba junto a mí, el chico, con un tono altanero, soltó: "¿Desde cuándo usan muñecos de futbolín como porteros?"

En ese instante, sentí cómo la sangre me subía a la cabeza. Mi rostro pasó de marrón a rojo, y estoy seguro de que hasta eché humo por las orejas. Aquel muchacho no se dio cuenta de lo que venía, pero lo que al principio debió sentir como una simple picadura de mosquito lo lanzó por los aires, dejándolo noqueado en el suelo. La mirada de todos los presentes se clavó en mí. Había dejado clara mi postura, y el respeto se ganó en cuestión de segundos. No hubo más altercados el resto de la noche; los borrachos, ahora cautelosos, mantenían su distancia.

Entre tanto, continuaba observando. Fiché mentalmente a varios personajes interesantes, posibles candidatos para unirme en mi plan revolucionario. Un par de ellos tenían el potencial, quizás, de ser útiles. Sin embargo, ninguno me impactó lo suficiente como para pensar "este sí". Tendría que seguir buscando. La revolución no se construiría en una sola noche.

Al finalizar la jornada, agradecí a los dueños su amabilidad y el pago recibido. Me despidieron con el mismo respeto que les había mostrado durante mi turno. Mientras me alejaba, ya con las calles vacías y el cielo empezando a clarear, reflexioné sobre la noche. Era solo un pequeño paso en un camino más largo, pero en mi mente ya comenzaban a encajar las piezas de lo que estaba por venir.
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