¿Sabías que…?
... existe una tribu Lunarian en una isla del East Blue.
[Común] [C - Pasado] ¿El inicio de un camino en común? [Terence & Cadmus]
Gautama D. Lovecraft
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~ Calles de Rostock.
~ Otoño del año 723.


El vaivén de los habitantes del pueblo en sus labores cotidianas era algo con lo que empezaba a familiarizarme, la gran mayoría, sin un ápice de consciencia en si misma, vivía despavorida en sus quehaceres sin detenerse a respirar o a dedicarse el tiempo que todo ser merece, bien para sanar, despejarse o resolver los entresijos que abordan la vida que sostienen.

Sin duda, distaba mucho de la vida en el templo, el reposo y la tranquilidad que se respiraba allí, queda enormemente lejos de cualquier sitio que visité desde que emprendí el viaje, me irritaba el contraste si tenía que ser sincero, pero todos los hermanos y el maestro sabíamos que la vida fuera de aquellas paredes ya era así, por lo que tampoco me cogía de sorpresa. En uno de los muchos paseos que daba por las calles del pueblo, en los pocos días libres que me daban como Marine, me gustaba perderme entre las serpenteantes y empedradas calles del Pueblo de Rostock, pues había rincones con encanto que desprendían un aura digna de contemplar, y a veces, descubría pequeñas plazas recónditas y fuera del centro que, por su dejadez, la naturaleza se había abierto paso llenando con su verde la huella del hombre y dándole cierto matiz natural que me agradaba ver.

Mi presencia, por lo que fuera, tampoco pasaba desapercibida entre los civiles, y algunos chiquillos que circundaban por mi caminar, detenían su particular juego para contemplar mi figura, quizá algo intimidante para ellos, pero, tras darme cuenta de su inocente perplejidad, respondía con un gesto grácil para aliviar su asombro. Mis pasos de nuevo me llevaron hasta una nueva plaza, aparentemente creada por las traseras de casas que generaron ese espacio, y donde una fuente inoperativa y seca se plantaba justo en medio, algunos bancos algo destartalados se ubicaban a los laterales, y lo que parecía una vieja tasca, permanecía como si de una taberna clandestina se tratase, saliendo de ella algunas de las voces que los parroquianos de su interior proliferaban rebotando en eco sobre la plaza.

Me mantuve sereno y detuve mis pasos frente a aquella fuente, y absorto en viejos recuerdos de la vida en el templo, me sumergí en una quietud pasmosa con los brazos cruzados, a menudo lo hacía cuando encontraba cierta calma entre tanto estímulo. ¿Había quizá encontrado la plaza más plácida de todo Rostock?, puede que no fuera la más glamurosa, ni la más cuidada, pero notaba desde cierta intuición que guardaba un aura muy particular para aquellos que se adentrasen en ella.
#1
Terence Blackmore
Enigma del East Blue
~ Cafetería Rosebud.
~ Otoño del año 723.


La vista aérea desde aquella terraza de la cafetería que se situaba sobre la cuesta que desembocaba en el puerto era bastante bonita y afortunadamente, aun el turismo no había contaminado esta bella zona y además la autenticidad del lugar dejaba de manifiesto que todo producto se obtenía de la manera más natural posible y que semejante hecho era solo posible por el sudor de la frente de los ciudadanos de este pequeño lugar.

Los marineros que de buen amanecer habían salido a faenar con la marea en calma estaban retornando de su viaje con redes toscas y llenas de pescados que imitaban el color del arcoíris en sus escamas salpicadas por el sol de media mañana. El olor de este pescado, sin embargo, no era nauseabundo como normalmente suele pasar, ya que al estar recién cazado mantenía sus propiedades mientras se preparaban en salmuera para su transporte.
El café tampoco estaba nada mal, pues sin ser la delicia que podías probar en el Baratie o en los lugares más lujosos de Vodka Shore, tenía un toque artesanal, casi arcaico, que le daba una nota de intensidad al sabor del mismo.
Ciertamente, era un pequeño placer estar relajado ahí, sin notar el tiempo pasar, perdido en mis pensamientos y leyendo un libro acerca de cómo realizar taxidermia que solo disparaba mi afán creativo y provocaba un sinfín de ideas que oscilaban por mi mente con la presteza de las balas, mientras el aire oceánico del puerto inundaba las calles y mecía suavemente las sombrillas de los locales, las banderas de los edificios y las velas de los barcos.

Una fuente coronaba la parte central de la pedregosa calle compuesta por cantos rodados, y la efigie de un cisne de pequeñas dimensiones añadía un toque de distinción a un humilde emplazamiento. Era bonita, aunque su material de construcción no estaba lustrosamente trabajado, sino que más parecía una pieza realizada en serie. De hecho, se encontraba seca, impávida ante las miradas de los transeúntes que se reunían en torno a los establecimientos circundantes que comprendían desde ancianos de cuerpos callosos, hasta chiquillos que se pavoneaban ante pequeñas señoritas que se reían en grupo.

La plaza rebosaba vida, y no podía dejar de fijarme en un hombre algo mayor que tenía el cuerpo fibroso, vistiendo un atuendo poco común pero al mismo tiempo, de gama cromática similar a la Marina. 
Era cierto que aquella era una isla bajo el control de este organismo perteneciente al Gobierno Mundial, pero aunque así fuera nominalmente, tampoco había tenido la ocasión, o quizá la fijación, de encontrar ninguno hasta ahora.
Quizá me equivocaba, pero por si no hubiera errado, traté de empaparme de la constitución, de su caminar y de las facciones de aquel hombre, que parecía despertar cierto interés entre las buenas gentes que paseaban cerca de dónde él pasaba, en una calle anexa desde la cual existía punto de vista desde mi ubicación, pero que indudablemente se perdía entre callejones menos interesantes.

A mi espalda, alguna gaviota graznaba, seguramente fruto de su gula por el olor de pescado que poco a poco se iba extinguiendo.
#2
Lionhart D. Cadmus
El Tigre Blanco
No era extraño que el joven Cadmus deambulara libremente por las calles cuando tenía tiempo libre; o mejor dicho, ya que siempre tenía tiempo libre y vacaciones. Era una especie de vagabundo sin un céntimo a su nombre, viviendo de su suerte y transportándose ilegalmente de una isla a otra. Eventualmente, debía tomar una decisión muy pronto sobre lo que quería para su vida. Un propósito, una meta, un impulso. Pero nada calaba. Su abuelo, Lionhart D. Saifer, había servido en la Marina hasta retirarse, y deseaba seguir sus pasos, ya que era el hombre más admirable e íntegro que conocía. Sin embargo, la vena de la justicia y el orden todavía no resurgía en él, y Cadmus prefería el caos. La piratería era una opción, pero ¿acaso era eso lo que su abuelo querría para él? ¿Ser igual a sus padres, ambos piratas? No tenía certeza de nada. Apenas comenzaba a vivir con 17 años y sentía que el vasto mundo le esperaba para que explotara su potencial, si tan solo decidiera.

Para evitar estos cuestionamientos, Cadmus solía caminar por las calles, solo y sin expectativas de nada. No dependía de nadie más, pero a su vez, deseaba la guía de su abuelo; o mejor dicho, la extrañaba. Caminaba sin rumbo fijo, dejando que sus pensamientos lo llevaran a donde quisieran, sin un destino claro en mente. La ciudad estaba llena de vida, con gente yendo y viniendo, pero Cadmus se sentía como un espectador, observando desde la distancia.

La suerte del destino lo llevaría hasta una calle y una fuente olvidada en el centro de una plaza. Allí, un individuo de mayor edad permanecía inerte con los brazos cruzados, observando la fuente con una expresión de profunda contemplación. Llamaba la atención de Cadmus, ya que le recordaría a su abuelo, y no podia pasarlo desapercibido, pero tampoco quería interrumpirlo.

Cadmus decidió sentarse en uno de los bancos laterales que ofrecía la plaza, cuidando de no destartalarlos. El banco crujió bajo su peso, pero aguantó. Se acomodó, cruzando los brazos inconscientemente, mientras su mirada se desviaba ocasionalmente hacia el viejo. Era solo un impulso, pero no quería interrumpirlo. Se preguntaba quién era ese hombre y qué pensamientos ocupaban su mente mientras observaba la fuente.

El sonido del agua corriendo por la fuente era relajante, y Cadmus cerró los ojos por un momento, permitiéndose disfrutar de la calma. Los recuerdos de su abuelo vinieron a su mente, y por un instante, se sintió como si estuviera conversando con él nuevamente, recibiendo consejos y palabras de sabiduría. Extrañaba esos momentos, la certeza de tener a alguien que lo guiara.

Abrió los ojos y miró de nuevo al hombre. Tal vez, pensó, podría aprender algo de él, aunque fuera solo a través de la observación. El viejo parecía sereno, en paz consigo mismo, algo que Cadmus desearía alcanzar tras tanta incertidumbre.
#3
Gautama D. Lovecraft
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La ofrenda grácil y sutil que a veces daba la vida con sus diferentes expresiones encarnadas en todo tipo de formas, podía convertir un día cualquiera en uno del que podrías ganar algo más que una buena sensación. En ocasiones, en los elementos del día a día más humildes e inadvertidos, se encontraba la verdadera belleza esencial, genuina e inalterable, de la que debías de abstraerte, prestar atención, no juzgar y tan solo contemplar para encontrar el encanto real y el aura para agradecer, disfrutar y aprender de lo que puede ofrecerte. Un libro, una vieja llave, un recuerdo, un árbol, una persona, un animal, la mar, una casa o una prenda. Lo esencial, es invisible a los ojos.

Esta, y otras muchas doctrinas eran inculcadas en el templo, y desde bien pequeños, nos enseñaron a mirar con el corazón, pues es donde identificar y ver mucho más allá de las capas superficiales que nos ponemos para sobrevivir. Tras décadas entrenando esto, puedes deshacerte de cada gota de ego para vivir libre, deshacerte de las cadenas que esa parte de ti impone, y tomar las riendas de la vida para hacerla tuya. Solo hay una.

Por eso, como ocurría otras tantas veces durante el día, podía detenerme frente a algo que abdujera, pues acostumbrado a la vida asceta que había llevado, encontrar un enclave tan recóndito y apartado como aquella plaza, donde el ajetreo social no podía entrar, y los murmullos quedaban lejos, era un verdadero oasis donde refugiarse. La seca fuente, a pesar de que podría llevar bastante tiempo sin ser funcional, contenía algunas muestras sobre como se abría paso la vida a pesar de las dificultades, y de como, aunque la suerte no te dé lo que quieres o lo que necesitas, tienes que luchar para germinar aunque sea de una grieta oscura y seca.

Una flor blanca, de motas negras en sus pétalos, se alzaba espléndida y solitaria del pequeño muro que en sus mejores días albergaría agua, y justo en su borde, este adorno natural se presentaba victorioso y alardeante. Y fue lo que verdaderamente consumió mi atención durante dios sabe cuanto tiempo, pues resultaba totalmente didáctica la escena.

Alcé la barbilla y pude ver como 2 jóvenes yacían de espectadores, uno de ellos en la terraza de la tasca de la plaza y otro sentado sobre un banco. Eran jóvenes con rasgos marcados, y aunque no los conociera, les ofrecí un gesto cordial y cálido, dibujando una sonrisa fraternal sincronizada a unas cejas que se levantaron conjuntamente. Los contemplé durante unos segundos, a uno probablemente le triplicaba la edad, en cuanto al otro del fondo, de seguro que se la duplicaba al menos. Podría ser perfectamente el abuelo de ambos.

Quise tomar la iniciativa e interactuar con ellos, a pesar de que era consciente de mi voto de silencio, y que solía dificultar las conversaciones, pero deshaciéndome del pudor, levanté el brazo derecho con la palma hacia arriba, y cuando cogió media altura, agité levemente los dedos hacia delante y hacia atrás un par de veces, con la intención de llamarlos y que se aproximasen.

Acto seguido, con la misma mano aprovecharía para señalar con el dedo índice aquella particular escena, ¿Serían capaces de captarla de la misma forma sin la necesidad de mediar palabra con ellos? ¿Verían más allá de la superficialidad de los ojos, e intentarían considerar una nueva visión con el corazón? Quizá me pudieran considerar un viejo loco solitario, sin embargo, mi curiosidad iba más allá de cualquier prejuicio.
#4
Terence Blackmore
Enigma del East Blue
Era un buen pueblo, alejado de los malestares que asolan las ciudades con su bullicio e inhumanidad, contraste magno del símbolo del ayer mucho menos altivo, elitista o logístico que lo que se estila en las ciudades más cosmopolitas que se encontraban a lo largo de la senda que recorrían los que optaban a convertirse en poderosos.
Durante unos momentos cavilé y sentí un cierto apetito por aquel lugar, por consumirlo y hacerlo mío, por reclamar ese oasis paralizado en el tiempo y compuesto de tejados teñidos en carmín bañado por el sol.

En contraposición a lo que conocía o dominaba, grandes salones nobiliarios, centros logísticos que actuaban como tapadera de turbios negocios, grandes urbes de ciudadanos que se consideraban por encima del bien o del mal... esto era casi un soplo de aire fresco.

Quizá el gen Blackmore era más fuerte en mí de lo que ninguno de mi familia quería reconocer. Siempre me habían comparado con mi madre, pero yo no la conocí. Decían que era una persona de altos valores e inocencia, simpar... Algo curioso de entender si lo relacionábamos con mi padre. ¿Quizá el viejo había perdido sus ansias hegemónicas durante un tiempo a causa de ella? ¿Quizá por eso empezó todo?
Nunca entendería como mi padre podría siquiera vislumbrar el ideal de duelo. No era más que un ser implacable y allá dónde él se encontrara en estos momentos, muy probablemente una llama se apagaría.

No, definitivamente debía soltar este vetusto vergel, fruto de una época mejor. Un pequeño remanso de fe en el ser humano.
"Si lo quieres, déjalo estar" reza un viejo dicho del West Blue...

Los pensamientos que hace un instante se encontraban aglutinados e incrustados en mi mente, pronto se diluyeron, como las estrellas fugaces lo hacen en el firmamento oscuro de una primavera nocturna, como las notas finales de un movimiento compositivo. Todo fue intenso, pero efímero.
No fue a causa de algo tan menor como la más pura forma de humildad que acontecía en todo el paraje social que se extendía frente a mí, palideciendo al más chillón de los niños en un grito ahogado de serenidad y tenacidad.

Una blanca flor asomaba por una grieta que sin duda había surgido a causa de un mantenimiento deplorable de aquella fuente. Nacía por encima de la civilización, en un alarde de orgullo poético, condenando la derrota de la humanidad y la victoria de la naturaleza con sus pétalos perla y pintas oscuras, distrayendo la belleza de las jóvenes que lucían en busca de marineros, y sentenciando de forma muda el paso de las edades.

De forma insospechada, me sorprendió un rayo de luz que rebotó en un cristal de algún lugar cercano y provocó que me apartara y despertara de aquella forma de sueño consciente que había tenido durante unos segundos que parecían eternos, pero que al mismo tiempo, creaban aún más belleza en el lugar. 
Eso provocó que me fijara en el anciano en el que antes había reparado, el cual parecía cruzar miradas contra mí durante unos segundos para, en un gesto igual de bello que cotidiano y humilde, ofrecer su compañía en buscar la filosofía de dicha escena. 
Supongo que no es extraño encontrar a otra alma errante como yo que repara en la hermosura de la sencillez. La edad da perspectiva, sabiduría y paciencia, tres factores que me sobran, me faltan y que ansío respectivamente. 

De forma instintiva, dejé los posos de mi café abandonados en su taza, solté unas cuantas monedas entre las que se encontraban una buena propina, guardé mi libro en mi pecho, por debajo del chaleco que decoraba en blanco una camisa ligeramente holgada y de tono marengo y patrón floral, que rompía su gama cromática por unos tirantes de color gris que a su vez agarraban unos pantalones también negros rematados por zapatos con motivos blancos. Con presteza, me encaminé al encuentro de aquel extraño. 

Si ahondamos en el pasado, supongo que es extraño que alguien como yo y nacido en el seno de señores de esclavos, se moleste en retribuir el sobrecoste de un café, y, sin embargo, era tan natural que lo hacía como algo común.
Puede ser que por eso mi familia me hubiera tomado como un fracaso durante toda mi vida, o simplemente puede que mi propio código ético esté por encima de los vínculos familiares.

Con presteza y gracia, anduve hacia el sereno y meditabundo extraño que me había saludado al otro lado de la calle, esperando que no me conociera, y aun con cierto recelo, pero también henchido de curiosidad y de abordar el tema que nos concierne, recuperado por un dulce aroma que provenía de la fuente que hacía unos instantes había dejado atrás con mis pasos y que había observado de reojo.

-Jazmín, un arbusto extraño para nacer en una fuente, pero también un fuerte símbolo de esperanza. ¿No crees?- dije hacia el anciano templado, ofreciendo una sonrisa sincera y parte de los conocimientos que mis libros me habían regalado. No pude evitar mirarlo y analizarlo con la curiosidad de un niño, pero desde un semblante más contemplativo que anhelante. La distancia era palpable, pero también lo era mi gesto amistoso.

¿Qué clase de hombre sería aquel asceta entrado en edad y de curiosas proporciones? Claramente, era un hombre que había cultivado también su cuerpo, pues desde esta corta distancia, su complexión era admirable. Un cuerpo de atleta yacía bajo sus ropajes, disimulado, pero claramente preparado para tomar una mosca entre sus dedos encallecidos si fuera preciso. Cada arruga de su rostro contaba una historia y yo estaba dispuesto a escudriñarla.
#5
Gautama D. Lovecraft
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La escena que mostraba aquel destartalado bordillo y la flor resultante, sin duda, incitarían a la reflexión de todo aquel familiarizado con el nombre arte de la contemplación. Aquellos que fueran capaces de que con su vista traspasen la superficialidad de este mundo, serían los encargados de ver más allá de las líneas trazadas en este mundo, y serían los dueños de su propio destino, pues serían los más aptos de desentenderse de los hilos impuestos por la sociedad y de las cadenas con las que nos sometían las altas esferas.

Aunque perteneciera a la marina, mi ser había pasado por múltiples etapas a lo largo de su vida con la que había crecido y madurado, especialmente, desde la más ansiada de las virtudes, la equidistancia entre el hacer y la reflexión. Popularmente, se concebía una frase en la jerga social muy expandida, pero que guardaba una insondable filosofía que podía perpetuarse entre generaciones, y estaba bien adoptada en el templo del que provenía. En el punto medio, está la virtud.

Aquella flor radiante, despedía su propia voz y su propia esencia con una gracia que la dotaba de personalidad. Mi humilde intención era que la pudieran contemplar los jóvenes allí presentes, y de los que me di cuenta que estaban pendiente de mí. Se acercaron, y me resultaba particular los rasgos que los diferenciaba a ambos, lo que daría unos discursos interesantes entre los 2 a la hora de escuchar sus interpretaciones ante tal flor.

Una vez allí, contemplé meditativo el proceder de cada uno. El joven esbelto pelinegro de tirantes grises, y pantalón negro, caviló y expresó una analítica respuesta ante lo que acontecía. Examiné durante sus finas ropas, su piel, su pelo, sus palabras, no había que ser muy perspicaz para sacar de esos rasgos que provenía de un buen hogar, además de que exteriorizó de manera muy analítica el estado y la simbología de la flor.

Por otro lado, el joven de pelo castaño parecía algo más introvertido e introspectivo. No mostró más signos comunicativos, excepto lo que podía verse más allá de su silencio, me intrigaba conocer que estaría rumiando dentro de sí mismo. Se notaba que representaba casi una antítesis del otro, y era genial, pues aparentemente, allí se daría un intercambio rico entre 2 polos que podría enriquecer enormemente las diferentes perspectivas que podrían darse ante la escena.

Vi oportuno, dentro de mis capacidades, iniciar una cordial presentación para que los 2 también lo hicieran. Aceptar algunas convenciones sociales era un buen indicativo para tirar puentes entre iguales.

- Lovecraft. -

Dije, mientras orientaba un rostro fraternal hacia los chicos, con las palmas subidas hasta el pecho y descansando sobre los pectorales.

- Voto silencio. -

Volví a añadir, informando de una cualidad que debían de saber los jóvenes para comprender un aspecto vital de mí. Complementé las palabras subiendo el dedo índice de la mano derecha hasta mis labios, para realizar un gesto con él frente a estos. Esperaba también que fuera bien acogida aquella humilde presentación y fuera devuelta por parte de ellos, para que, una vez conociéramos al menos el nombre de cada uno, pudiéramos profundizar en otro tipo de aspectos.
#6
Terence Blackmore
Enigma del East Blue
-Terence - murmuré, inclinando la cabeza levemente, un gesto que llevaba inherente más que simple cortesía. Sentí que al pronunciarlo, el nombre se desvanecía en el aire como un eco lejano, un eco de algo antiguo que ya no me definía. Aquí, en este rincón olvidado por el tiempo, las palabras no poseían el peso aplastante de la herencia o el linaje. Eran apenas reflejos de un pasado que poco importaba en este presente tan ajeno a las pretensiones de poder. Un pasado que, quizás, estaba comenzando a desvanecerse en mi propia mente, como las estrellas fugaces lo hacen en la negrura del cielo nocturno.

Hice una pausa, dejé que mis pensamientos flotaran, sintiendo la suave brisa que traía consigo aromas de naturaleza y salitre. Me pregunté si este lugar, con su atmósfera tan distinta a la que me había acostumbrado, no sería una especie de prueba. Una prueba para soltar el control férreo que siempre había ejercido sobre mí mismo y sobre los demás, o tal vez, una oportunidad para ver más allá de las sombras que me habían perseguido durante tanto tiempo. Había algo aquí, en la quietud, que me impulsaba a reflexionar de una manera que no solía permitirme. El silencio no solo llenaba el espacio entre las palabras, sino que lo transformaba en algo más profundo, algo casi tangible, puede que incluso agradable...

Mis ojos recorrieron el entorno, posándose nuevamente sobre aquel anciano que me observaba con una serenidad que despertaba mi curiosidad. No parecía inquieto por mi presencia, más bien parecía haberme estado esperando, como si este encuentro estuviera predestinado. ¿Podría ser que él, en su silencio y quietud, tuviera respuestas que yo, en mi constante búsqueda de control, había pasado por alto? El pensamiento me inquietaba tanto como me intrigaba.

-¿Qué es el silencio para usted, Lovecraft? -, pregunté finalmente, con una voz más baja de lo habitual, casi temiendo romper la calma que nos envolvía. Mis palabras se deslizaron suavemente, pero con una intensidad latente, pues no era una pregunta superficial. Me enfrentaba a una cuestión que, en cualquier otro momento de mi vida, hubiera desechado como una trivialidad filosófica. Pero aquí, en este lugar tan alejado de la vorágine de la civilización, el silencio parecía adquirir un significado distinto, uno que no había comprendido hasta ahora. 

Observé el rostro del anciano, buscando algún signo de comprensión en sus ojos. Sus arrugas profundas contaban historias que yo aún no conocía, y me preguntaba si esas epopeyas contenían las respuestas que había buscado durante tanto tiempo. Mi vida, hasta ahora, había estado definida por el conflicto y la conquista, por el deseo de control y poder, pero aquí… en este rincón apartado, algo me instaba a detenerme, a escuchar, a reflexionar de una manera que nunca había hecho antes.
Entonces, tomé del interior de mi bolsillo una pequeña libreta, y una estilográfica, y se la pasé al hombre de la promesa que me acompañaba. No sabía si el voto de silencio que había tomado era también aplicable al ámbito de expresarse, pero quizá era la mejor fórmula para poder comunicarnos.

Sentía que este encuentro no era casual. No podía serlo. Algo en la serenidad de Lovecraft, en su calma imperturbable, me hablaba de una verdad que yo aún no había tocado, una verdad que yacía más allá de las limitaciones del poder y la ambición. Había pasado tanto tiempo construyendo mi vida sobre cimientos de conquista y control, que ahora, por primera vez, me encontraba frente a una posibilidad que nunca había considerado: la posibilidad de la quietud, de la reflexión, de una vida vivida en equilibrio.

Recordé durante unos instantes el nombre de mi familia, Blackmore, como si el nombre, esta vez, tuviera un sabor diferente en mi boca. ¿Qué significaba ser un miembro de esta casa en este lugar, tan alejado de todo lo que había conocido? ¿Qué relevancia tenían el poder y el control en un espacio donde el tiempo parecía haberse detenido, donde la vida crecía sin restricciones y donde el silencio mismo tenía más valor que cualquier palabra?
Mis pensamientos vagaban, dispersándose como hojas en el viento, mientras mis ojos se mantenían fijos en Lovecraft. En su rostro veía algo que no había encontrado en ningún otro lugar: la paz. No la paz superficial que a veces lograba a través de la victoria, sino una paz profunda, inmutable, que provenía de una aceptación total de uno mismo y del mundo. Sentí una punzada de envidia, pero también una chispa de esperanza. ¿Podría yo, algún día, alcanzar esa paz? ¿Podría equilibrar de alguna manera la mancha de mi familia, o sucumbiría a ella?

-Lovecraft- dije nuevamente, más para reafirmar la conexión que para obtener una respuesta inmediata. -¿Qué es lo que te obligó a privar al mundo de tu voz? - continué con un donaire de curiosidad y picaresca.

Guardé silencio, esperando que aquel hombre compartiera algo de su sabiduría. Sentía que este podría ser un punto de inflexión, un momento en el que mi vida tomara un rumbo distinto o quizá uno que lo reafirmara. Efectivamente, aquel encuentro no había sido casual y ciertamente había mucho que se podía aprender de un escenario que en un principio solo comprendía a tres hombres hablando acerca de lo que simbolizaba la flor de una fuente.
#7
Lionhart D. Cadmus
El Tigre Blanco
Cadmus contemplaría cómo la escena se desarrollaba en silencio. El anciano, aún inmerso en su meditación, tomaría la iniciativa sin decir una palabra. Notaría la presencia de Cadmus, algo que no sería difícil de percibir, pero a su vez, Cadmus también captaría la presencia de otro sujeto de cabello negro. A pesar de esto, su atención permanecería en el anciano, quien, con un simple gesto de los dedos, los invitaría a acercarse.

Cadmus aceptaría la invitación y, levantándose lentamente, avanzaría hacia ellos. El anciano señalaría entonces un muro con su dedo índice. Al principio, Cadmus no comprendería el gesto, pero al enfocar su mirada más allá del ladrillo seco, distinguiría claramente una flor cuyo patrón le resultaría extremadamente familiar, y le recordaría a su pasado y al legado que le heredaría su abuelo. Aunque no fuese la intención del anciano, para Cadmus, que ingenuamente creía en las señales del destino, aquella flor sería una prueba de que estaba en el lugar correcto, en el momento preciso.

Aun así, no diría nada. Tenía mucho por comunicar, pero al mismo tiempo, nada. El otro observador, vestido con finas ropas, ofrecería una respuesta analítica y precisa, algo que Cadmus no habría considerado. Para él, el significado era más implícito, que aún no sabría cómo expresar en palabras.

El anciano se presentaría como Lovecraft y, de inmediato, explicaría la razón de su carencia de palabras. Tal vez por su falta de experiencia, pero aunque Cadmus tendiera a ser reservado e introspectivo, jamás comprendería completamente el motivo de un voto de silencio.

Mi nombre es Lionhart D. Cadmus, es un placer conocerlos. Diría, extendiendo la mano formalmente hacia ambos, primero a Terence y luego a Lovecraft.

Por su parte, Terence comenzaría a cuestionar a Lovecraft. Más allá de su presentación, no diría más, esperando con curiosidad la respuesta del anciano.
#8
Gautama D. Lovecraft
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Entre los momentos que pasaron allí frente a la vieja fuente, los aires nostálgicos del templo envolvieron mi ser más tierno de los recuerdos más vivos y privados durante mi vida en aquel lugar, al otro lado del mar. Un sitio dedicado al crecimiento personal, al cultivo del ser, al cuidado del cuerpo y el alma, y que cuyos valores y mantras sigo portando como bandera por cada sitio que pisaba, esquina que cruzaba o acción que me definiera. Y ahora, en aquella escondida plaza junto a esos 2 jóvenes, me erguía invitándoles a ahondar en el sosiego de la escena, a intentar ver en ellos las cavilaciones que proliferen, por lo que le sugería la flor o cualquier otro elemento que agitara su interior.

Terence y Cadmus fueron los nombres que definían a aquellos 2 chicos, radiantes de la vitalidad que los componían, con sangre viva y seguro que con motivaciones que los movían por este basto y ancho mundo. Justo en el orden en el que se presentaron ante mí, les fui obsequiando con una reverencia acentuada, juntando las palmas a la altura de mi pecho e inclinando mi torso primero hacia Terence y en segundo lugar a Cadmus. A continuación, el chico pelinegro, se interesó por mi voto de silencio, algo normal en la gente de fuera del templo.

En mis idas y venidas por la base del G-23, por Rostock o por las tierras externas al templo, tanto a mis hermanos como a mí, se nos hacía corriente que nos preguntasen acerca de privarnos del habla. Comprendíamos perfectamente la extrañeza que cualquiera podría tener frente a uno de los monjes con voto de silencio, no obstante, para nosotros, era algo tan normal como sumamente respetado, pues conllevaba tener una tremenda fortaleza de voluntad que no se demorase a las primeras de cambio y perpetuase el voto hasta que el mismo usuario sintiera que fuera suficiente.

Le dediqué una sonrisa afectuosa, me incliné hacia el bordillo donde la flor sobresalía, y desde aquella posición en cuclillas le contesté. Aunque era una respuesta que bien valdría para ambos, y en sus manos estaba tomarla y reconsiderarla, o bien, dejarla pasar como otras muchas más que pudieran escuchar en su día. No obstante, yo no hablaba en vano desde hacía años y años, ni era algo que me pudiera permitir, ni tampoco que quisiera.

- Silencio es escuchar... ...se. -

Quise hacer un pequeño juego de palabras extendiendo la última sílaba de la palabra que exterioricé. Si los jóvenes eran buenos entendedores, pocas palabras bastaban para que el concepto calase en ellos, removiera sus adentros y reflexionaran sobre tan poderosa palabra, escuchar y escucharse así mismo. Para cualquier persona con algo de recorrido en este mundo o de vista, seguro que sabía acerca de la importancia de las palabras, pues estas también junto a los hechos, regían el mundo de polo a polo. La capacidad de estas para ensalzar reinos, esclavizar personas, amasar poder o alcanzar el éxito solo era equivalente a la capacidad de darle el poder y la voluntad que uno mismo quisiera que tuvieran estas, y las mías, al ser escuetas y calculadas, contenían toda la voluntad de mi ser.

Por otro lado, ahora querría escucharles para conocer que se les agitaba con lo que les había dicho. En estos días de tantos sobre estímulos externos, perdemos la aptitud de escucharnos, y por consiguiente, de escuchar la vida. En mis meditaciones, siempre tenía presente esa capacidad de desdoblarme, verme, escucharme, hablarme y cuidarme, tan carente en los individuos que colman el mundo, y que, para gracia o desgracia, no escuchan a su alrededor porque no son capaces de escucharse así mismos. Desembocando en los problemas que nos abordan, desde el más minúsculo del día a día hasta el más grande entre reinos y gobiernos.

Escucharse es ir más allá desde el centro, desde el ser, es desligarse de la superficialidad de lo físico y lo material, y tomar las riendas de la vida desde nuestra parte más genuina. ¿Desde qué parte vivían los jóvenes?
#9
Terence Blackmore
Enigma del East Blue
La plaza estaba bañada por una luz tenue, casi fantasmal, que filtraba entre los estrechos callejones del mercado, tiñendo de gris las antiguas piedras del suelo. El murmullo de la fuente cercana, un murmullo eterno, como si los siglos hubieran decidido asentarse sobre ese rincón olvidado de Rostock, era la única constante en ese espacio suspendido entre la realidad y el olvido. Frente a mí, el hombre del templo había lanzado una afirmación que aún resonaba en el aire como un mantra.

Silencio es escuchar… …se.— profirió con solemnidad el monje.

Aquellas palabras, tan breves y tan cargadas de intención, se enredaban en mi mente como hilos de seda que, aunque delicados, amenazaban con estrangular cualquier pensamiento que intentara liberarse. Me quedé inmóvil, como si el simple hecho de reflexionar sobre su significado pudiera romper el frágil equilibrio de esa escena. El extraño había hablado con la calma de alguien que ha dedicado su vida a buscar una verdad que quizás, para mí, nunca llegaría a comprender del todo. Y no obstante, allí estaba, intentando imponer esa verdad con la serenidad de un maestro que espera pacientemente que sus alumnos descifren el enigma.

Mientras él se agachaba hacia la flor, un gesto casi ritualista que contrastaba con la crudeza del entorno, no pude evitar sentir una punzada de ironía. La vida, en su vastedad, no se podía reducir a una flor que sobresalía de un bordillo, ni a un voto de silencio, por más noble que este pudiera parecer. ¿Qué valor tenía el silencio cuando el mundo, con sus gritos y susurros, no dejaba espacio para la calma? ¿Cómo podía el silencio ser una respuesta cuando la realidad exigía acción, palabra y decisión?

Los pensamientos se tornaban más oscuros a medida que consideraba la naturaleza de ese voto. ¿Era realmente una elección libre, o era una forma de escapismo? El silencio, al fin y al cabo, podía ser tanto un refugio como una trampa. Y en el mundo en el que yo habitaba, donde el poder y la voluntad eran las únicas divisas que importaban, el silencio era a menudo el arma de los débiles, de aquellos que preferían replegarse en lugar de enfrentarse a las tormentas que se avecinaban.

Mis ojos se desviaron hacia Cadmus, ese otro joven que había recibido con reverencia la misma afirmación que me había dejado en un estado de introspección mordaz. Su rostro, aun sin las cicatrices del tiempo, reflejaba una mezcla de admiración y curiosidad. ¿Acaso él también aspiraba a encontrar paz en el silencio? ¿A descubrir un significado oculto en las palabras que el monje había pronunciado? O peor aún, ¿buscaba él también escapar de la brutalidad de la vida, refugiándose en una calma que solo existía en la mente de aquellos que no habían conocido la verdadera naturaleza del mundo?

Mis labios se curvaron en una sonrisa que apenas rozó la superficie de mi rostro. Si el monje creía que su voto de silencio podía ofrecer alguna respuesta, estaba gravemente equivocado. Porque el silencio, lejos de ser un bálsamo para el alma, era una estrategia, una herramienta más en el vasto arsenal del poder. Las palabras no siempre eran necesarias para mover los hilos del destino, pero el silencio... Ah, el silencio bien utilizado, podía ser tanto un preludio como un final. Un preludio a la acción, o el final de la resistencia.

Me permití un breve momento de contemplación, observando la escena con ojos de lobo que acecha desde la oscuridad. Las piedras del zoco, desgastadas por el paso del tiempo, reflejaban una realidad mucho más cruda de lo que ese joven monje podía comprender. Aquí, en Rostock, la vida no se trataba de escuchar el susurro del alma, sino de sobrevivir a las mareas del poder, de entender las reglas del juego antes de que el tablero te devorara. Y en ese juego, el silencio era tan solo una pieza más, una jugada que podía inclinar la balanza en favor de aquellos que sabían cómo manejarlo.
Cuando finalmente decidí romper el silencio que el monje tanto veneraba, mi voz emergió como un susurro afilado, cargado de una certeza que se había forjado a través de años de observación y experiencia.

El silencio… —comencé, dejando que la palabra flotara en el aire, como una sombra que se desliza por el suelo.— Es una elección, sin duda. Pero no olvidemos que el mundo se construye con palabras, y estas son sumamente poderosas, como pequeños actos de magia vinculante con una parte de la realidad— comenté finalmente.
Hice una pausa deliberada, permitiendo que la tensión se acumulara en el espacio entre nosotros. Quería que cada palabra que siguiera tuviera el peso de un juicio final, que calara en sus mentes jóvenes como una advertencia de lo que aún no podían comprender del todo.

Mis palabras eran tan calculadas como mis movimientos. Sabía bien el impacto que podían tener en aquellos que aún no habían sido consumidos por las realidades del mundo. Porque la juventud, a menudo, se aferra a las ideas de pureza y espiritualidad, sin darse cuenta de que, en las sombras, se tejen los hilos del destino con materiales mucho más crudos y fríos.

Me incliné ligeramente hacia adelante, como si con ese gesto pudiera acercarme a la verdad que tanto el asceta como Cadmus parecían buscar. La verdad, sin embargo, no era algo que pudiera enseñarse con palabras o con silencio. Era algo que se descubría en los rincones más oscuros del alma, en los momentos en los que el poder y la voluntad se enfrentaban en una batalla eterna.
Así que si me preguntáis, el silencio, —continué, mi voz ahora más baja, casi un murmullo que se mezclaba con el sonido de la fuente. — puede ser tanto una bendición como una maldición. Todo depende de cómo lo utilicéis. Pero recordad esto —mi mirada se afiló, penetrante como una daga, — el mundo no se detiene por aquellos que eligen callar. El mundo sigue girando, y quienes guardan silencio pueden encontrarse, un día, atrapados en el torbellino de fuerzas que no comprenden— finalicé.

El monje, aun en su postura recogida junto a la flor, permanecía en silencio, como si mis palabras no hubieran perturbado la paz que emanaba de su ser. Pero yo sabía mejor. Sabía que las palabras, aunque no provocaran una reacción inmediata, tenían un efecto corrosivo, como una gota de agua que, con el tiempo, podía desgastar incluso la roca más dura.

Cadmus, por su parte, parecía atrapado entre dos fuerzas opuestas. Por un lado, la serenidad del monje, que le ofrecía una promesa de paz y equilibrio; y por otro, mis palabras, que insinuaban una verdad más oscura, una verdad que quizás él aún no estaba preparado para aceptar.
Me enderecé, alejándome de la escena con una calma que contrastaba con la intensidad de mis pensamientos. Sabía que lo que había dicho dejaría una marca, tal vez no visible en ese momento, pero sí en el tiempo que seguiría. Porque al final, lo que verdaderamente importaba no era la verdad que uno encontraba en el silencio, sino lo que se hacía con ella una vez descubierta.

El monje devoto, el muchacho de cabello largo castaño y yo habíamos compartido un momento fugaz en ese rincón de Rostock, un momento que, aunque aparentemente insignificante, estaba cargado de un significado profundo. Cada uno de nosotros seguiría su camino en el futuro, guiado por sus propias verdades, por sus propias elecciones. Pero en el fondo, sabía que el silencio, ese silencio que el monje tanto veneraba, no era más que una pausa momentánea en el torbellino del destino.
#10


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