Alguien dijo una vez...
Crocodile
Los sueños son algo que solo las personas con poder pueden hacer realidad.
[Común] [Pasado] Piedra, papel o tijeras.
Silvain Loreth
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Día 68 de Verano del 724

Había sido una mañana bastante pesada, ¿para qué mentir? En cierto modo se podría decir que los últimos días mi situación en el Baratie se había regularizado bastante. Por no decir profesionalizado, vaya. Inicialmente había actuado como una suerte de medida disuasoria contra malhechores sin quererlo, pues ocho metros de tuerto con cara de pocos amigos podía provocar que más de un sinvergüenza se lo pensara dos veces antes de hacer según qué cosas.

No obstante, hacía unos días había habido una gran pelea junto al atracadero exterior. No tenía la menor idea de quiénes peleaban o por qué, aunque el olor que desprendían hacía pensar que estaban borrachos como piojos. Era una imagen tan patética como enternecedora a mis ojos, algo así como ver a dos niños pequeños pelearse por una piruleta. Aquellas personas no llamaban mi atención en absoluto, así que sencillamente había dejado que hiciesen lo que quisieran y yo había seguido a lo mío: oteando el horizonte en busca de un barco que se dirigiese al restaurante flotante con capacidad para transportarme.

Sin embargo, después de unos minutos en los que separar a esos zoquetes había sido imposible habían venido en busca de mi ayuda. Se trataba de uno de los camareros del lugar. El que debía llevar menos tiempo, seguramente, porque siempre le enviaban a él para traerme la comida. Según decía, muchos clientes se disponían a marcharse por el ambiente que generaban esos indeseables. Tendrían que resolver sus problemas, ¿no? Inicialmente intentó apelar a mi alma caritativa ay bondadosa, pero no tardó en quedarle claro que de eso no quedaba demasiado en mi interior —si es que alguna vez lo había habido—. En consecuencia, después de varios intentos terminó por ofrecerme una ración extra de comida a la hora de la merienda en compensación por controlar la situación en el exterior del establecimiento.

Eso sonaba mucho mejor, la verdad. Me estaban alimentando pero era raro que no me quedase con hambre. Acostumbrado como estaba a coger cuando quería o necesitaba de la naturaleza, a comer hasta saciarme si es que así lo quería, la comida que allí me daban con cuentagotas tendía a saberme a poco. Sí, desde luego sonaba mucho mejor. Muchísimo. Después de llegar al acuerdo me había levantado pesadamente del lugar en el que normalmente me sentaba en el atracadero. En apenas dos pasos me había situado junto a los revoltosos y, sin mediar palabra, los había cogido del cuello y los había arrojado al mar. No había habido preguntas, amenazas ni avisos. Fuera. Y punto.

El problema se resolvió tan rápido como había llegado, los clientes se quedaron y eso, a decir verdad, gustó entre el personal. De ahí que, de forma más o menos tácita, hubiese accedido a actuar como una suerte de portero para el Baratie en lo que aparecía esa condenada embarcación que me llevase a ver mundo. ¿Dónde estaba la gente que debía ser robada cuando se la necesitaba?

De cualquier modo, parecía que volvía a haber escándalo en cubierta. Me daba la sensación de que desde que me encargaba de mantener a raya a esas moscas cojoneras, éstas se habían multiplicado. Bueno, en verano siempre había más moscardones incordiando, ¿no? Entraba dentro de lo esperable. El caso es que volvía a haber un jaleo considerable unos metros por delante de la puerta de acceso al restaurante.

—¡Que sí, que me ha robado! —exclamaba un señor mayor con el rostro surcado de arrugas y una iracunda expresión gobernando sus facciones—. ¡Mira! —continuó al tiempo que alzaba una mano, la izquierda, y se señalaba la muñeca—, ¡yo traía un reloj que fue un regalo de mi suegro justo antes de casarme con mi difunta esposa! ¡No me he separado de él en cuarenta y cinco años, así que no me digáis que a lo mejor me lo he dejado en alguna parte! ¡Lo tenía puesto, como siempre, y alguno de ellos me lo ha robado!

Estaba fuera de sí, lo que hacía difícil distinguir a quién demonios se estaba refiriendo. Mientras gritaba y acusaba sin ton ni son, agitaba un dedo acusador por delante de su posición. Señalaba a un grupo de personas de lo más variopinto: adultos, jóvenes y niños; hombres y mujeres; incluso diría que había más de una raza diferente entre las personas que su dedo llegaba a señalar aunque sólo fuera durante un breve instante. En aquella ocasión no tenía demasiado claro a quién debía arrojar al mar, si al viejo por estar liándola delante de todo el mundo o a quien había provocado su ira. Por el momento decidí esperar antes de tomar una decisión.

Ante la atenta —y a veces atemorizada— mirada de los presentes, extraje un cigarrillo de un bolsillo, me lo acerqué a los labios y lo prendí. La primera calada siempre era la mejor; una lástima que no pudiesen ser todas iguales. No tenía claro cuánto tiempo darles para que aclarasen lo sucedido, si uno o dos cigarrillos. Bueno, siempre podría decidir en función de cómo se desarrollasen los acontecimientos. Si me cansaban demasiado o se ponían muy pesados siempre tenía la opción de mandarlos a darse un chapuzón todos juntos.

Mientras el viejo seguía profiriendo acusaciones, dirigí un rápido vistazo al mar. Estaba algo revuelto, aunque atendiendo a las nociones que Azafrán me había dado sobre navegación durante el viaje hasta allí debía ser navegable. ¿Habría medusas bajo la superficie? Un escalofrío recorrió mi espalda. Había visto uno de esos seres asquerosos y terroríficos a partes iguales durante mi estancia en el navío que me había sacado de mi isla natal. Lo había sacado del mar uno de los tripulantes, que al parecer las cocinaba —no preguntéis— y les añadía una extraña salsa que las convertía en un manjar. No tengo una explicación para esto, pero fue verla, sencillamente verlas, y le arreé un sopapo al marinero que lo lancé al mar junto a la medusa. Desde luego, nunca volvió a coger ninguna mientras estuve a bordo —que no fue demasiado tiempo, por cierto—. A mi forma de ver siempre era mucho más productivo y eficiente dar un primer aviso contundente que evitase posibles descuidos o errores en el futuro. De ese modo me aseguré de no ver una sola medusa más en días. Además, desde que estaba en el Baratie tampoco había visto ninguna. En ese sentido todo marchaba a pedir de boca.
#1
Zane
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Otro día más en el Baratie junto a mi querida princesa. El devenir del destino me había llevado a ser uno de los artistas especiales del restaurante más famoso del todo el mar del este, un lugar de paso para cualquiera que quería deleitarse con buena comida y buen ambiente. El acuerdo con el dueño del restaurante era simple: yo cantaba y él me daba comida y techo. La única pega que tenía aquel trato era que tenía que ceñirme a lo que deseaba el dueño. Sin embargo, peor era estar trabajando en un barco cargando y descargando cajas.

Princesa, no te muevas de aquí, ¿vale? —le dije a mi perrita, mientras le rascaba tras la oreja.

A Princesa le encantaba que le rascaran detrás de la oreja derecha, tumbándose en el suelo de lado y moviendo las patitas del gusto a gran velocidad. Era adorable, y quien dijera lo contrario tenía un problema conmigo. Me encantaba mi perra. Era como una hija, una hermana, una confidente… Lo mejor que me había pasado en la vida.

¡Guau! —me respondió, como si me entendiera.

—Luego te traigo algo de carne, ¿vale?

¡Guau, guau, guau! —respondió, moviendo la cola y quedándose sobre su camita.

Salí de la habitación, tras rellenar el cuenco de agua de Princesa, y me fui al salón principal. Iba vestido como un maldito tolai, con un pantalón de pinza negro, una camisa blanca entreabierta y unos zapatos bastante incómodos. Me situé en el escenario, hablé con los jambos que se encargaban de la música y me dispuse a cantar la primera canción.

Buenas tardes, mi gente —dije en voz alta, sujetando el micro—. ¿Estáis preparados para pasarlo bien?

Y nadie respondió.

Eso me acaba de sacar de quicio, pero no podía dejar ver que me había molestado la indiferencia de mi público, que en su mayoría eran parejas acarameladas que estaban más atentos en sumergirse entre las piernas de sus acompañantes que en mí, todo sea dicho. Sin embargo, tampoco es que la música del local fuera la mejor. Tenía que ceñirme a lo que querían los jefes, que la mayoría eran canciones comerciales, copla o pop. Yo era un rapero, pero no me dejaban fluir en la base como yo quería. Sin embargo, tenía que recordar quien me estaba dando cobijo y comida, así que no podía quejarme de más.

¡Adelante chicos! —alcé la voz—. ¡Y uno, y dos y tres!

Traigo en mi barco tanta soledad,
Desde que te fuiste ya no me queda na’,
Vino la guerra y tu mama,

Me dijo que te dejara pa’ que no sufreiras maas

Lo que más lastima es tanta confusión,
Te encuentro en cada rinconcito de mi corazón,
¿Cómo hacerte a un lado de mis pensamientos?
Ahora que te dejao, obligao y no te mientooo

Por ti, por ti, por ti…

La gente no estaba para nada por la labor. No le estaba gustando la música y no podía permitirme eso. Me pagaban para entretener y hacer a la gente disfrutar, pero muchos de ellos me miraban y bostezaban. Eso era un ataque directo a mi orgullo como artista, así que tocaba dar un giro al asunto. Me di la vuelta en uno de los descansos para beber agua, y le dije a los músicos que me marcara un ritmo de tres por cuatro en la base. Que era hora animar la sala.

Te la vas a cargar, Zane —dijo uno de ellos.

Si sale bien, no lo creo —le respondió—.  La que me ayudasteis a ensayar el otro día. 

¿En serio vas a cantar esa?

Simplemente sonreí.

¡Are you ready! —grité con el micro—. Como esta esa people. Os veo muy apalancaos, así que vamos a darle algo de Flow a esto.

En cuanto la música sonó la gente se giró, incluso el jefe salió de la cocina. Su gesto era de pocos amigos, pero ya no podía parar.

Hoy empiezo a hablar de la B
El templo del buen comer.
Carne, cerveza y calor
Lujo y pobreza, se juntan los dos.
Marines mangantes, yeah
Welcome to the barati, empieza la wea.

¿Dónde vas a estar mejor que aquí?
Ya era hora de que me mirarais a mí.
Pienso acabar haciéndote sonreír.
Que rubia más guapa, ¿qué haces aquí?

¡Ah, ya lo veo! Estas con ese moreno, con cara de peo.
¡Ou! Me acabo de sobrepasar, lo siento mucho, pero…
¡Volverá a pasar!

Continué cantando y soltando letras, adaptándome a la base que estaban tocando mis compañeros de escenarios. La gente se lo tomaba a coña, incluso otros se señalaban para que los usara de ejemplo. La cosa había mejorado, la gente se divertía, yo me divertía. Y mi jefe, bueno, no se quejó mucho.

A acabar mi turno salí fuera a fumarme un cigarrillo. Me apoyé sobre una de las maderas de la pared de fuera del restaurante flotante, y mi vista se fue hacia el grandullón que se estaba encargando de ser el encargado de seguridad desde hacía poco tiempo. Fue entonces cuando escuché los gritos de un hombre, algo relacionado con un reloj. Con curiosidad me acerqué caminando hacia la entrada para cotillear un poco. Si algo le gustaba a todo ser vivo, incluido a mí, era el chisme. Esa sensación de saber que se está cociendo en el ambiente, ese intercambio de miradas de asombro entre los que no saben nada. Me fascinaba.

Oye, hermano —dije, dirigiéndome hacia el grandullón de la seguridad—. ¿Cómo aguantas esto todos los días? —le pregunté, para luego darle una calada más al cigarro.

Fue entonces, cuando la puerta principal del Baratie se abrió de golpe y casi me golpea de lleno en el hombro
#2
Raiga Gin Ebra
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En el Baratie, el día había comenzado con Raiga sintiendo la adrenalina de una nueva aventura. Había logrado meterse en un barco mercante en el puerto del East Blue, escabulléndose entre cajas y barriles sin que nadie notara su presencia, algo relativamente sencillo teniendo en cuenta su sigilo y su tamaño. Al llegar al Baratie, aprovechó el movimiento de la tripulación y, sin perder tiempo, se coló dentro de un barril lleno de cebollas. No era la cama más cómoda, pero tenía un buen camuflaje, y el olor fuerte ayudaría a disimular cualquier ruido. Desde el interior del barril, escuchaba los pasos apresurados de los trabajadores que transportaban el cargamento al restaurante flotante. Cuando uno cogió el que le transportaba notó cómo mascullaba, consciente de que pesaba más de lo normal, pero afortunadamente no puso más quejas.

Al abrir el barril en el almacén del Baratie, Raiga no dudó en escabullirse y, con una agilidad de zorrito callejero, fue directo hacia el interior del restaurante, pasando desapercibido por el resto de gente. Se frotaba las manos de emoción; el Baratie era un lugar sumamente famoso, uno que había aparecido en multitud de libros y fábulas. Y él se encontraba allí por casualidad.

Mientras caminaba con la mirada fija en todo lo que lo rodeaba, se topó con un anciano que llevaba puesto un reloj antiguo en la muñeca. Raiga no pudo resistir la tentación. Con una sonrisa descarada, le dio un leve empujón al viejo, fingiendo que había sido un accidente. Al disculparse, sus dedos rápidos ya habían robado el reloj sin que el anciano notara nada. Un viejo truco de la calle que le habían enseñado durante sus años de ladrón semi-profesional. Un ligero tirón y a la saca.

—¡Uy, perdón, abuelo! ¡Cosas que pasan! —dijo, sin quitar esa sonrisa pícara de la cara, y antes de que el hombre pudiera responder, Raiga ya se había esfumado hacia el fondo del restaurante.

Observó la multitud variada de personas que llenaban el local: diferentes razas, edades y estilos. Para un chico de la calle como él, la escena era perfecta para echar mano de algunos aperitivos. Se sentó en una mesa cercana a un grupo de comensales distraídos y, con movimientos rápidos, comenzó a rapiñar comida de los platos ajenos. No esperó a que le dieran un toque, y antes de hacerse notar un poco más, salió hacia otro lugar. Había sido bastante ágil, la verdad. Un pedazo de carne por aquí, un trozo de pan por allá. Raiga masticaba feliz, como si estuviera disfrutando de una auténtica comida de lujo. Y con los bolsillos llenos de frutos secos. ¿Qué más se podía pedir?

Entonces, el espectáculo comenzó. En el escenario, un tipo peculiar de tres metros de altura llamado Zane, con un aspecto que imponía, se preparaba para cantar. Raiga lo observó con curiosidad, preguntándose si realmente iba a montar un espectáculo que valiera la pena. El oni empezó a cantar y, aunque la mayoría de los presentes parecían indiferentes o incluso molestos, Raiga estaba completamente fascinado. Ese rap improvisado parecía sacado de lo más profundo de su interior. Sus pies se movían al ritmo de la música, y su sonrisa se ensanchaba a cada línea que escuchaba. Ese estilo callejero y provocador de Zane resonaba en él como una melodía conocida, algo que le recordaba a las calles del East Blue.

Cuando Zane terminó, Raiga no dudó en seguirlo hacia afuera. Allí estaba el gigante encargado de la seguridad, un hombre de aspecto imponente y mirada penetrante que lucía un parche en el ojo. Raiga le echó un vistazo al tipo y pensó que sería un buen momento para probar su suerte.

—¡Eh, compa! —le dijo a Zane, dándole una palmada en la espalda dando un potente salto— ¡Menudo concierto te has montao primo! La peña ahí dentro está dormida o qué, porque a mí me has molao tela tío. Te marcarías un autógrafo aquí, ¿no? —dijo, alzando el reloj que le había robado al anciano momentos antes.

Con una media sonrisa y los brazos cruzados, el mink esperó a que el tal Zane le diese el autógrafo que tanto ansiaba. Le echó un último ojo al gigante antes de volver la mirada al cantante. Su presencia imponente y su energía de seguridad le daban a Raiga cierto respeto. ¿Qué haría allí fuera?
#3
Vance Kerneus
Umi no Yari
Habían pasado ya más de veinte días desde el momento en el que la vida de Vance cambió para siempre. Desde hacía tres semanas volvía a ser un hombre libre, aunque el precio a pagar hubiera sido que se pusiera precio a su cabeza. Eso no le importaba, pues no tenía nada que perder. Ahora vivía solo para sí mismo, sin tener que obedecer las órdenes de nadie, sin ser considerado apenas una propiedad más. Y lo tenía muy claro, jamás volvería a ser capturado. No, antes moriría mil veces que dejarse atrapar de nuevo y volver a verse forzado a luchar para la diversión de sus antiguos amos. 

Había llegado al Baratie apenas unas horas antes, y se encontraba aún explorando el lugar. Conocía su fama de dar de comer a todo el mundo, incluso a quien no pudiese permitirse pagar, pero no quería abusar de su famosa hospitalidad. Por el contrario, pretendía hacer algo por ellos, lo que necesitasen, a cambio de que cuando lo hubieran completado le dejasen comer algo. 

No obstante, la escena que encontró ante sí cuando se disponía a entrar al comedor fue tan peculiar que llamó inevitablemente su atención. Un hombre de avanzada edad se quejaba a voz en grito de que, según afirmaba, alguien le había robado su reloj. Incapaz de comprender lo ocurrido, señalaba con vehemencia prácticamente hacia todas partes mientras se quejaba e intentaba convencer a un tipo enorme que parecía el vigilante de seguridad del local de que hiciera algo al respecto.

Ese tipo atrajo su atención, pues no estaba nada habituado a encontrarse con alguien que prácticamente le doblara en estatura. Al contrario, pues por lo general él medía más de el doble que casi cualquier ser humano que se pudiera cruzar. Llevaba el pelo castaño largo y ondulado, y una barba corta pero de aspecto no demasiado bien cuidado. Un parche cubría su ojo derecho, dándole junto a su descomunal tamaño un aspecto bastante intimidatorio. No era de extrañar que le hubieran situado como vigilante de seguridad teniendo todo eso en cuenta.

A su lado un chico en apariencia muy joven pero también de estatura muy elevada para un ser humano fumaba tranquilamente mientras preguntaba algo al gigantón. Su pelo era de una intensa tonalidad roja, aunque lo llevaba muy corto en los laterales y en la parte de atrás de su cabeza, en un peinado que, a ojos de un Vance que no tenía ni la menor idea de moda, parecía excesivamente moderno. Casi como si quisiera precisamente destacar por lo extravagante del mismo. Tenía una expresión arrogante y despreocupada en el rostro, e iba ataviado de una forma ciertamente estrafalaria, apoyando la idea que el gyojin se había hecho nada más verle.

Fue entonces cuando hizo su aparición en escena el tercero de los peculiares personajes que hicieron que inevitablemente se fijase en ellos. Se trataba de alguien que contrastaba enormemente con los otros dos, así como con el propio Vance, por su estatura. Medía aproximadamente la mitad que el pelirrojo, lo que era poco más de un tercio del tamaño del habitante del mar y unas cinco veces menos que el gigantón, y tenía un aspecto realmente particular. Pese a no tener pelo en la cara, pareciendo un niño a todas luces, sus colmillos y una cola anaranjada casi tan larga como el resto de su cuerpo evidenciaban que, si no se trataba de un mink, sí al menos de alguna clase de híbrido de esta raza. Con un descaro y una naturalidad sorprendentes saltó para palmear la espalda del pelirrojo y llamar su atención para inmediatamente después pedirle aparentemente un autógrafo. Tal vez ese tipo era famoso, aunque al gyojin no le sonaba de nada. Pero claro, llevaba dieciocho años siendo un esclavo, por lo que eso tampoco sería de extrañar. Lo que sí le extrañó fue que en la mano del pequeñajo se encontraba un reloj que tenía toda la pinta de ser el que el anciano andaba buscando desesperadamente.

Dicho anciano, de hecho, en ese preciso momento señaló hacia el gyojin como un posible ladrón. Lo que le faltaba. No había apenas llegado a ese lugar y ya se encontraba con un viejo rico acusándole de un delito que no había cometido. Desde luego, había cosas que nunca cambiaban, y Vance no pudo hacer otra cosa que tomárselo como hacía siempre, a broma:

- ¿Pero tú te crees que un reloj de tu tamaño me serviría de algo? ¿Has visto estos brazos? - Señaló sus musculosos antebrazos, que prácticamente triplicaban en grosor los del anciano, antes de continuar. - Como no sea para ponérmelo en el tercero... Y hasta en él probablemente me quede pequeño.

Mientras pronunciaba esta última frase se llevó la mano izquierda a la entrepierna de forma muy poco sutil y, nada más terminar de decirla, prorrumpió en una sonora carcajada mientras el hombre le miraba escandalizado. ¿Lo que acababa de decir era poco apropiado? Si, sin duda lo era, pero era lo que le había salido del alma. Aquel grosero y particular sentido del humor era uno de los principales recursos que el gyojin utilizaba desde hacía ya muchos años de forma involuntaria para olvidarse de todo el dolor que había sentido mientras había sido un esclavo. Y claro, las costumbres aprendidas e interiorizadas durante casi dos décadas no resultaban precisamente fáciles de olvidar. Que tampoco es que quisiera hacerlo, pues aquellas bromas tan zafias siempre le habían resultado tremendamente divertidas.
#4
Angelo
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—Me cagüen...

Vaya hostia que se había dado. Llevaba sumido en un profundo sueño ni se sabe cuánto tiempo antes de que aquel estruendo empezara a sonar de fondo, jodiendo completamente su descanso. Se había erguido tan rápidamente por el susto que su frente había acabado chocando contra la dura madera de... ¿Una mesa? ¿Una cama? Ya ni recordaba debajo de dónde se había metido a sobarla. Lo que sí que tenía bien presente todavía era el sueño que había estado teniendo. Fue uno de los buenos, y haber perdido el hilo le jodió mucho más que aquel golpe tan tonto.

En ese mundo onírico, había completado tras meses de trabajo lo que debía ser su obra magna, en la cual llevaba trabajando una absurda cantidad de meses que resultaba poco realista. Pero la lógica no importaba; lo único que lo hacía era que, al fin, había llevado su proyecto a término y su genialidad se encontraba materializada ante sus ojos. Joder, si es que era preciosa. La carrocería teñida elegantes negro y dorado, con la tapicería del asiento burdeos que complementaba tan bien a la clásica pareja. El cálido ronroneo del motor que llegaba a él e inundaba su mente de una calidez apenas alcanzable por sus mejores amantes, el cual se reforzaba a medida que giraba el manillar para hacerla revolucionarse. Sentarse en ella era como acomodarse sobre una bestia indómita y salvaje, tan peligrosa como veloz. Y fue justo en el momento en el que empezó a acelerar que empezaron a sonar aquellos berridos. Como si un gallo se hubiera atragantado y estuviera intentando desatascarse la garganta.

—Yo es que me voy a cagar en mi putísima madre, esté donde esté —masculló de nuevo, saliendo de debajo de lo que, efectivamente, era una cama. Echó mano a algunas de las botellas que se habían quedado ahí, tan solo para confirmar que, efectivamente, estaban vacías. Palpó un poco más hasta encontrar sus gafas de sol—. ¿Iris? ¿Qué hora es?

El peliverde echó un vistazo a su alrededor. Se encontraba en uno de los cuartos de la tripulación, aún a bordo del barco donde se habían colado hacía unos pocos días. Las cosas habían salido un poco mal en la última isla, así que la huida fue un poco abrupta y sin planificar. ¿Qué más daba? Salió bien, que es lo importante. Lo único que no habían sido capaces de averiguar en todo ese tiempo era hacia dónde se dirigía aquel cascarón cochambroso. Pero bueno, por suerte el cargamento estaba repleto de bebidas, así que el trayecto fue ameno hasta ese momento. Eso sí, notaba la boca pastosa, como al levantarte con un resacón descomunal, solo que sin que le doliera la cabeza. Bueno, sí que le dolía, pero era por el coscorrón de antes.

Parecía que el barco se había detenido y que Iris no estaba por los alrededores, así que quizá su sister hubiera salido fuera para echar un vistazo y averiguar dónde estaban. Tan proactiva como siempre. Se desperezó un poco, cogió su chupa —que se había convertido en una suerte de almohada por esa noche— y se dispuso a buscar a la rubia.

Al salir a cubierta tuvo que agradecer no haberse quitado las gafas de sol. No es que hiciera un día increíble, pero desde luego había mucha más luz de la que pudiera soportar en esos momentos. Y encima se estaba montando un jaleo monumental en lo que debían ser los... ¿Muelles? Lo que fuera eso. ¿Dónde coño estaban?

—Oye chaval —llamó a un muchacho que sostenía una caja llena de botellas, el cual se giró y le miró alarmado al no reconocerle—. ¿Qué es este sitio?

—¡¿Quién coño eres tú?! ¿De dónde sales? —inquirió con malos humos.

Angelo se acercó hasta él y, aprovechando que tenía las manos ocupadas, pilló una de las botellas con una mano y con la otra le dio una palmada en el hombro.

—Venga, no seas moñas tío, solo...

Pero la palmada se le había ido de fuerza y el chaval, que se encontraba a punto de cruzar los tablones que unían la cubierta con los muelles, se precipitó al agua para darse un buen chapuzón. «Bueno, supongo que le preguntaré a otro», se dijo el peliverde mientras descorchaba la botella y le daba un trago. Delicioso ron.

Deambuló por el lugar, avanzando unos pocos metros antes de que nadie más tuviera tiempo de darse cuenta de su presencia. No es que fuera muy difícil, todo sea dicho, pero sería mejor no tentar a la suerte. Lo que se topó allí fue un pifostio de lo más grande. Había bastantes personas arremolinadas alrededor de un viejales, al cual parecía que le habían birlado el reloj de su difunta mujer. O su suegro. ¿Se había tirado a su suegro y eso había matado a la mujer? ¿O al revés? Como fuera, el caso era que le habían quitado algo y estaba acusando a todos los presentes de ser culpables. Particularmente, su dedo acabó apuntando a una mole tras la que Angelo se había parapetado para que el sol no le diera directamente en los ojos.

No se había fijado hasta ese momento, pero este tío enorme muy humano no es que fuera. Que tampoco es que importase, pero no se veían a tipos como ese todos los días. Era alguna especie de hombre-pez. Había visto algunos en Jaya y a lo largo del East Blue, pero ese era particularmente grande. ¡Y hablando de gente grande! ¿Quién coño era esa montaña de músculos al lado de la puerta? Mediría lo menos siete u ocho metros, lo que hacía que el gyojin no pareciese tan grande en comparación, ni tampoco el pelirrojo de tres metros que había por ahí. ¿Y eso era una persona zorro? ¿Pero dónde demonios se habían metido?

Ensimismado, la estridente voz del pescado captó su atención. Bueno, quizá no fue su voz, sino sus palabras y gestos, que le sacaron una sonora carcajada a Angelo en cuanto vio el efecto que tuvieron sobre el anciano. Se acercó para ponerse a su lado y le empezó a dar una, dos y hasta tres palmadas en el brazo —a la altura que fue capaz de llegar— como si se conocieran de toda la vida. Resonaron un poco, así que igual se había pasado de fuerza.

—¡Joder! ¿Has visto la cara que ha puesto el viejales? Buenísimo —le dijo a la vez que se descojonaba, apoyando la cabeza contra su propio brazo, el cual a su vez estaba aún apoyado en el del gyojin—. Ay... —Se separó y se secó unas lagrimillas—. En fin, piérdete abuelo, que aquí no está tu príncipe. Oye tiarrón —Y echó la cabeza hacia atrás para poder mirar hacia el rostro del pez—, ¿no habrás visto pasar por aquí a una rubia despampanante, no? Va como con unas gafas de sol parecidas a las mías, una trenza y una pinta de chunga que de no te menees. ¿Te suena? Ah, y... ¿Dónde estamos?
#5
Iris
La bala blanca
Se estaba quedando cuadrada en esa postura. Tenía a Angelo ocupando prácticamente todo su espacio vital, con sus piernas y brazos encima de ella mientras roncaba como un burro haciendo el doble de ruido de lo que serían los decibelios permitidos. Era un milagro que no les hubieran pillado y tirado por la borda.
 
—Pst. Angelo, despierta. 

Iris le estaba propinando unas buenas bofetadas a su amigo mientras esperaba a que se despertara, cosa que obviamente no pasó. El barco había atracado dios sabe donde y estaba empezando a plantearse que la mejor opción era salir a dar una vuelta antes de que Angelo se despertara para poder ojear la isla en la que encontraban. Así que eso hizo, arropó al peliverde con su chaqueta y le propinó una patada a ver si así se despertaba, aunque no surgió efecto. 

Salió del barco solo para darse cuenta de que no se encontraban en ninguna isla al uso, la verdad es que parecía una especie de restaurante. Genial porque se había quedado sin tabaco y basándose en su bar de confianza — El Bar Manolo— seguramente venderían por ahí. «Que sitio más raro» pensó mientras esquivaba a un empleado que iba moviendo cajas. 

De dentro de aquel lugar salían las notas de un rap, cosa que no le cuadraba mucho con la estética que aquel restaurante y su clientela ofrecía. 

—Oye, perdona, ¿Me puedes encender la máquina del tabaco? — Le preguntó a uno de los camareros. La verdad es que no había visto ninguna al entrar pero quizás estaba escondida. Alguna mierda de estas de Marketing. 

— Disculpe señorita pero aquí no vendemos de eso...

¿Como? Que clase de bar respetable no se dignaba a vender una buena caja de Malboro. ¿Qué coño iba a hacer ella ahora? De momento lo que si sabía es que iba a dejarles una reseña de una estrella. Menudo bar de mierda. 

Salió del bar con un cabreo de tres pares de narices, aunque por lo que parecía allí fuera no era la única que estaba enfadada. Pero eso le daba igual, justo al lado suya en la puerta, como si de un Dios se tratara, se encontraba un chico de pelo rojizo pero eso daba igual, lo importante era lo que tenía entre sus labios... Intentando mantener la compostura— Pues el mono ya estaba empezando a afectarle y empezaba a notar esa mala hostia característica de cuando llevaba más de quince minutos sin inhalar un poco de nicotina— le dio unos toquecitos al pelirojo en el brazo y adoptando el tono de voz más aterciopelado y suave que pudo lograr le dijo: 

—Perdona... ¿te importaría dejarme un piti? Que me he quedado sin y por aquí no venden...—Sonrió dulcemente. 

Si no le daba tabaco juraba por su puta madre, que en paz descanse, que le arrancaría el que tenía en la boca.
#6
Silvain Loreth
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—Al revés. Si no pasasen cosas como ésta de vez en cuando estaría todo el día muerto de aburrimiento. Tirar al agua a cuatro imbéciles está bien las primeras quince veces, pero a partir de ahí se hace un poco pesado. Es más entretenido cuando antes de tirarlos hay un poco de drama, y la verdad es que el abuelo lo está haciendo muy bien.

Apenas había terminado de hablar cuando un piojo parlanchín salió detrás de Zane. Sí, no llevaba demasiados días en el Baratie, pero aquel tipo era el músico del local. Tenía entendido que le sucedía algo parecido a mí, que no tenía un berrie y, en lo que veía qué hacer con su vida, cantaba o entretenía a cambio de unas raciones. Claro que todo podría ser invención mía, pero juraría haber escuchado a alguien comentar algo al respecto. En cualquier caso, como iba diciendo, aquel ser en miniatura salió detrás del pelirrojo.

Lo que no esperaba era que fuese él y no otro quien se sacase de la manga un reloj, que probablemente fuese el del abuelo enfurecido. Que el muchacho fuese un ratero no me importaba lo más mínimo, la verdad. Sin embargo, el desparpajo y la ausencia de vergüenza con los que mostraba su trofeo me resultaba tremendamente curioso y divertido al mismo tiempo.

—Ese reloj me suena —le dije sin más al chico de la cola—, ¿cómo te llamas?

Por otro lado, el abuelo no debía estar demasiado pendiente de todo lo que sucedía, porque había decidido señalar a un sujeto con la piel llena de escamas y acusarle de ser él quien lo había robado. No había por dónde cogerlo, desde luego, aunque tampoco se le podía pedir mucho más a alguien tan mayor, ¿no? Seguramente también por eso le habría seleccionado el enano como blanco. En cualquier caso, en el tiempo que llevaba allí había visto más individuos como el que se señalaba la entrepierna con gusto y sorna. Gyojins se llamaban, y normalmente no era necesario tirarlos a ningún sitio porque se portaban bien y no la liaban demasiado.

Por si la convención de tipos raros no estuviese ya bien completa, aparecieron además un tipo y una mujer que prometían no desentonar en absoluto con quienes ya estábamos allí. Ambos llevaban puestas unas gafas de sol y, mientras que el primero bromeaba con el gyojin sobre el gesto que éste le había dirigido al anciano, la segunda le pedía un cigarrillo a Zane. Le di una larga calada al mío, preguntándome al mismo tiempo cuánto les podría durar a cada uno de ellos uno de los míos.

—Abuelo, ¿no has visto a ese enano? —inquirí al tiempo que empleaba el cigarrillo para señalar el reloj del anciano—. Me parece que el de las escamas no ha sido quien te lo ha quitado, sino ése otro.

Tal vez el abuelo no estuviese en su mejor momento, pero que un tipo de ocho metros llamase tu atención sobre algo era motivo más que suficiente para hacerle caso aunque sólo fuera durante un instante. Siguió la dirección de mi dedo, deteniendo su mirada en el de la cola de zorro para, acto seguido, comenzar a proferir insultos y acusaciones. Entre desvarío y desvarío, le exigía que se lo devolviese o se las tendría que ver con él.

El gentío cada vez se aglutinaba más alrededor del espectáculo. Los músicos que habían estado tocando con Zane salieron para comprobar qué demonios estaba pasando. Del mismo modo, varios camareros detuvieron su servicio para husmear por la zona antes de volver a por más comandas. Un circo, vaya, pero un espectáculo la mar de entretenido para quien, como yo, no tenía otra cosa que hacer.
#7


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