Tras unos segundos durante los cuales solo podía escucharse el gentío fuera del callejón percibí lo aislado que me encontraba. Por alguna razón aquel barrio no atraía viandantes de ningún tipo. Mi experiencia en las calles no era ajena a aquel detalle inquietante. De forma instintiva revisé mis pocas pertenencias. La bolsa de monedas. Las únicas monedas que tenía.
—Lo sabía—dije para mi.
Me concentré un instante para recordar el olor que el “vendedor” y su carga expelían. Al poco creí encontrar un rastro. El callejón se hacía angosto en la bajada. Las paredes se tornaban verdes y las bifurcaciones se reducían hasta un solo pasillo de altos muros sin ventanas. Aquello parecía la boca del lobo. Como soy un zorro y por naturaleza somos indagadores, metí la cabeza de lleno en aquella boca.
Mientras descendía escuché ruidos de pasos al trote en los callejones a mis espaldas y de pronto la luz y el olor del mar. El callejón hacía un giro a la derecha y se abría a una zona abandonada. Era una especie de terraza de la aristocracia, consumida ahora por el alma de los suburbios. Un improbable árbol crecía frente a uno de los muros que delimitaban el lugar. El olor era ahora inconfundible.
—¿Nunca has escuchado que no se engaña a un zorro? —dije dirigiéndome al árbol.
El sonido de la tinaja golpeada por las frutas precedió la figura del vendedor. Sonreía con una mueca lastimera que no menguó lo más mínimo mi ánimo. Enseguida se percató de nuestra diferencia de tamaño y su entereza se desmoronó.
—Si ese guardia de tres al cuarto no se hubiera asustado no lo tendrías tan fácil, sucio mink—escupió.
Así que aquel era su método. Robaban a cualquier desubicado que rondase las entradas marítimas del gigantesco puente. Cuando se hacían con sus pertenencias, un falso guardia les servía de vía de escape. Aún cuando el objetivo se percatase del robo, el guardia y su fingido acto de socorro, frenaban la mayoría de intentos de recuperación. Era brillante. Incluso si el objetivo seguía al guardia, eran dos contra uno.
Pero algo salió mal. Un pez demasiado gordo para pescadores tan endebles. Tal vez.
—En la calle—dije acercándome—, hay perros buenos y perros malos. Pero yo, yo soy un zorro. Y soy el peor de todos.
El golpe sonó seco. Su cabeza rebotó contra la pared. Me dio pena por los azulejos verdes lacados. El ladrón los había destrozado al caer.
—Lo sabía—dije para mi.
Me concentré un instante para recordar el olor que el “vendedor” y su carga expelían. Al poco creí encontrar un rastro. El callejón se hacía angosto en la bajada. Las paredes se tornaban verdes y las bifurcaciones se reducían hasta un solo pasillo de altos muros sin ventanas. Aquello parecía la boca del lobo. Como soy un zorro y por naturaleza somos indagadores, metí la cabeza de lleno en aquella boca.
Mientras descendía escuché ruidos de pasos al trote en los callejones a mis espaldas y de pronto la luz y el olor del mar. El callejón hacía un giro a la derecha y se abría a una zona abandonada. Era una especie de terraza de la aristocracia, consumida ahora por el alma de los suburbios. Un improbable árbol crecía frente a uno de los muros que delimitaban el lugar. El olor era ahora inconfundible.
—¿Nunca has escuchado que no se engaña a un zorro? —dije dirigiéndome al árbol.
El sonido de la tinaja golpeada por las frutas precedió la figura del vendedor. Sonreía con una mueca lastimera que no menguó lo más mínimo mi ánimo. Enseguida se percató de nuestra diferencia de tamaño y su entereza se desmoronó.
—Si ese guardia de tres al cuarto no se hubiera asustado no lo tendrías tan fácil, sucio mink—escupió.
Así que aquel era su método. Robaban a cualquier desubicado que rondase las entradas marítimas del gigantesco puente. Cuando se hacían con sus pertenencias, un falso guardia les servía de vía de escape. Aún cuando el objetivo se percatase del robo, el guardia y su fingido acto de socorro, frenaban la mayoría de intentos de recuperación. Era brillante. Incluso si el objetivo seguía al guardia, eran dos contra uno.
Pero algo salió mal. Un pez demasiado gordo para pescadores tan endebles. Tal vez.
—En la calle—dije acercándome—, hay perros buenos y perros malos. Pero yo, yo soy un zorro. Y soy el peor de todos.
El golpe sonó seco. Su cabeza rebotó contra la pared. Me dio pena por los azulejos verdes lacados. El ladrón los había destrozado al caer.