Fragmentos del barco mercante habían salido volando en todas direcciones tras estallar, lo que hizo que algunos trozos humeantes de madera y chapa cayeran no muy lejos de la pareja, rebotando varias veces entre el alarmado gentío. La gente del puerto no parecía haber reparado siquiera en que la solarian y el lunarian habían salido apenas unos minutos antes de ahí, más preocupados por aplacar las llamas y buscar supervivientes que otra cosa. Sí, con toda seguridad, su llegada había sido mucho más escandalosa de lo que habían planeado, pero también les estaba sirviendo como distracción para que nadie pusiera sus miradas sobre ellos.
—¿Cachondo? —Se rascó el paquete, aprovechando en el proceso para recolocársela y ajustarse mejor el pantalón—. Bueno, es posible, pero... ¿Cómo no voy a estarlo? Hemos salido de una puta vez de esa isla roñosa. —Angelo ensanchó sus labios en una sonrisa, rodeando la cadera de su compinche al tiempo que ella le pasaba el brazo por los hombros—. No solo vamos a pillarnos una cogorza, es que vamos a pillarnos LA cogorza. Esto hay que celebrarlo.
Existían muchas cosas que se les daban mal a los dos. Se discretos era una de ellas —como se habían asegurado de demostrar—, pero también estaban la delicadeza, los barcos, la amabilidad, la paciencia y un sinfín de defectos. Sin embargo, algo de lo que podían sentirse muy orgullosos era de su facilidad para dejar el pasado atrás y enfocarse en todo lo que tenían delante. Habían sido unos años difíciles, por no decir que toda su vida desde la infancia fue una lucha por la supervivencia en la que, muchas veces, habían acabado vapuleados y a merced de otros más fuertes. Pero eso estaba a punto de cambiar. Es más, se habían asegurado de cambiarlo desde el primer momento en que pusieron un pie en el barco de los pobres mercaderes. Eran libres al fin: libres de ataduras; de relaciones abusivas bajo el mando de jefes ineptos; de deudas imposibles de saldar y de vivir con las nudilleras o una pistola bajo la almohada. Bueno, quizá eso último aún tuvieran que seguir haciéndolo, pero sería solo por las consecuencias de sus propias decisiones, no por lo que la vida les había impuesto.
Miró de reojo a Iris, buscando sus ojos más allá de las gafas de sol de ambos, y sin provocación alguna se echó a reír como llevaba mucho tiempo sin hacerlo.
—No es que me apetezca ser la voz de la razón, pero creo que antes de nada deberíamos averiguar de qué palo va este sitio. Parece bastante animado, ¿no? —Se quedó observando los alrededores durante unos dos o tres segundos, el tiempo que le llevó darse cuenta de lo que había dicho—. Sí, sí, lo sé. No estoy enfermo, ¿vale? Pero no sé, supongo que ser padre por vigésimo tercera vez te hace madurar un poco. ¿Crees que Jenny le pondrá mi nombre al churumbel? O Angela si sale niña. Bueno, supongo que nunca lo sabremos.
¿Por dónde iba? Estaba seguro de que estaba diciendo algo sumamente importante antes de divagar pero, como siempre le ocurría, su ímpetu le hacía saltar de un tema a otro sin ton ni son, lo que a menudo provocaba que perdiera el hilo de la conversación. En fin, si no se acordaba sería porque no era tan importante. Se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que también puede esperar —terminó diciendo, encogiéndose de hombros—. Vamos a ver dónde podemos pillar algo de papeo. La comida de esta gente era una putísima mierda, la verdad. ¿Quién coño les enseñó a cocinar? —Suspiró, negando con indignación. Una que no sentía realmente—. Ahora tenemos un buen puñado de berries, así que habrá que agenciarse algo bueno.
Casi sin esperar respuesta, y también sin soltarla, Angelo fue tirando de ella para explorar las calles cercanas.
Vodka Shore estaba rebosante de vida. Había gente aquí y allá, deambulando entre una cantidad que —habría jurado— parecía infinita de locales y negocios. Había de todo: bares y restaurantes, tiendas de souvenirs, hoteles, tiendas de ropa, joyerías..., en definitiva, un buen puñado de sitios en los que pegar un palo bastante lucrativo. Pero eso tendría que esperar: aún no se habían quedado sin blanca y, antes de liarla en un sitio nuevo, primero tendrían que llenar el buche. Su mirada iba saltando de un lugar para otro, hasta que finalmente se fijó en un sitio que contaba con terraza. Una terraza abarrotada de gente que vestía con ropa mucho más cara que la de ellos. Un sitio con clase, lo ideal para ellos. Además, los platos y tapas que ponían en la terraza, si bien eran pequeños, tenían una pinta como para repetir dos, tres y hasta cuatro veces.
Le dio una palmada a Iris más abajo de lo que debía con alegría, riéndose después y adelantándose un par de pasos.
—Creo que este sitio puede cundirnos. Lo que no hay es mesas libres —observó, rascándose el mentón—. ¿Qué hacemos, sister?
Esa pregunta iba cargada de segundas intenciones, unas que solo buscaban incitar a su amiga a cometer alguna «travesura».
—¿Cachondo? —Se rascó el paquete, aprovechando en el proceso para recolocársela y ajustarse mejor el pantalón—. Bueno, es posible, pero... ¿Cómo no voy a estarlo? Hemos salido de una puta vez de esa isla roñosa. —Angelo ensanchó sus labios en una sonrisa, rodeando la cadera de su compinche al tiempo que ella le pasaba el brazo por los hombros—. No solo vamos a pillarnos una cogorza, es que vamos a pillarnos LA cogorza. Esto hay que celebrarlo.
Existían muchas cosas que se les daban mal a los dos. Se discretos era una de ellas —como se habían asegurado de demostrar—, pero también estaban la delicadeza, los barcos, la amabilidad, la paciencia y un sinfín de defectos. Sin embargo, algo de lo que podían sentirse muy orgullosos era de su facilidad para dejar el pasado atrás y enfocarse en todo lo que tenían delante. Habían sido unos años difíciles, por no decir que toda su vida desde la infancia fue una lucha por la supervivencia en la que, muchas veces, habían acabado vapuleados y a merced de otros más fuertes. Pero eso estaba a punto de cambiar. Es más, se habían asegurado de cambiarlo desde el primer momento en que pusieron un pie en el barco de los pobres mercaderes. Eran libres al fin: libres de ataduras; de relaciones abusivas bajo el mando de jefes ineptos; de deudas imposibles de saldar y de vivir con las nudilleras o una pistola bajo la almohada. Bueno, quizá eso último aún tuvieran que seguir haciéndolo, pero sería solo por las consecuencias de sus propias decisiones, no por lo que la vida les había impuesto.
Miró de reojo a Iris, buscando sus ojos más allá de las gafas de sol de ambos, y sin provocación alguna se echó a reír como llevaba mucho tiempo sin hacerlo.
—No es que me apetezca ser la voz de la razón, pero creo que antes de nada deberíamos averiguar de qué palo va este sitio. Parece bastante animado, ¿no? —Se quedó observando los alrededores durante unos dos o tres segundos, el tiempo que le llevó darse cuenta de lo que había dicho—. Sí, sí, lo sé. No estoy enfermo, ¿vale? Pero no sé, supongo que ser padre por vigésimo tercera vez te hace madurar un poco. ¿Crees que Jenny le pondrá mi nombre al churumbel? O Angela si sale niña. Bueno, supongo que nunca lo sabremos.
¿Por dónde iba? Estaba seguro de que estaba diciendo algo sumamente importante antes de divagar pero, como siempre le ocurría, su ímpetu le hacía saltar de un tema a otro sin ton ni son, lo que a menudo provocaba que perdiera el hilo de la conversación. En fin, si no se acordaba sería porque no era tan importante. Se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que también puede esperar —terminó diciendo, encogiéndose de hombros—. Vamos a ver dónde podemos pillar algo de papeo. La comida de esta gente era una putísima mierda, la verdad. ¿Quién coño les enseñó a cocinar? —Suspiró, negando con indignación. Una que no sentía realmente—. Ahora tenemos un buen puñado de berries, así que habrá que agenciarse algo bueno.
Casi sin esperar respuesta, y también sin soltarla, Angelo fue tirando de ella para explorar las calles cercanas.
Vodka Shore estaba rebosante de vida. Había gente aquí y allá, deambulando entre una cantidad que —habría jurado— parecía infinita de locales y negocios. Había de todo: bares y restaurantes, tiendas de souvenirs, hoteles, tiendas de ropa, joyerías..., en definitiva, un buen puñado de sitios en los que pegar un palo bastante lucrativo. Pero eso tendría que esperar: aún no se habían quedado sin blanca y, antes de liarla en un sitio nuevo, primero tendrían que llenar el buche. Su mirada iba saltando de un lugar para otro, hasta que finalmente se fijó en un sitio que contaba con terraza. Una terraza abarrotada de gente que vestía con ropa mucho más cara que la de ellos. Un sitio con clase, lo ideal para ellos. Además, los platos y tapas que ponían en la terraza, si bien eran pequeños, tenían una pinta como para repetir dos, tres y hasta cuatro veces.
Le dio una palmada a Iris más abajo de lo que debía con alegría, riéndose después y adelantándose un par de pasos.
—Creo que este sitio puede cundirnos. Lo que no hay es mesas libres —observó, rascándose el mentón—. ¿Qué hacemos, sister?
Esa pregunta iba cargada de segundas intenciones, unas que solo buscaban incitar a su amiga a cometer alguna «travesura».