Derian Markov
Lord Markov
19-11-2024, 10:31 PM
Rudra, día 70 de verano, año 724.
Costa sur de Rudra, ocho de la mañana.
La propuesta de viajar a Rudra había sido tan exótica como intrigante. Había recibido una carta de Mayura informándole que se dirigía a aquella isla y su intención de inmiscuirse en unos asuntos locales. Parecía ser que el volcán de la isla había entrado en un periodo de actividad y los supersticiosos lugareños creían que era obra de su dios, Hinokami. Derian no negaba la existencia de los dioses, pero si estos realmente se inmiscuían tanto en los asuntos de los mortales como aseguraban los más fanáticos, el conde aún tenía que verlo por sí mismo. Por ahora, la realidad le había demostrado todo lo contrario. Cuando los fanáticos aseguraban que algo era un acto de gracia divina, solía haber una explicación racional detrás. Claro está que el propio pirata no podía negar la posibilidad de que los dioses se sirviesen de la propia naturaleza, pero si ese era el caso, entonces no había manera de decir cuándo algo era obra de una deidad y cuándo del propio curso natural. Y si eso era como ocurrían las cosas, ¿merecía la pena realmente intentar discernirlo?
Sin embargo, Derian no tenía prisa por sacar de su error a los ignorantes. Las presas supersticiosas son predecibles y manipulables. Podía hacérseles danzar bajo los hilos de un titiritero hábil. Mayura le había mencionado que parecían creer que un artefacto sagrado salvaría a la tribu. Si esa era su creencia, podían intentar utilizarla para forzarles a hacerles un pago desorbitado, establecer su dominio sobre la tribu o, si era un objeto valioso, simplemente quitárselo y robarles su esperanza. La gente sin esperanza son presas fáciles también. En cualquier caso, disfrutaría de aquella cacería.
Había preparado a conciencia aquel viaje. Una túnica oscura y holgada para el calor, más pensada para el desierto pero también buena para contener el calor húmedo de Rudra, hasta cierto punto. A eso se le sumaba un tagelmust, una prenda consistente en un turbante y un velo que cubre todo el rostro salvo los ojos, también buena para protegerse del sol y el calor. Aquel tagelmust en concreto había sido de su tío abuelo Rezvan, era una reliquia familiar que se había llevado consigo al partir de Ivansk. Vestido con esas ropas, con el velo destapado y con sus fieles espadas colgadas del cinto, partió de la Vela de Plata hacia la playa sobre un bote, llevado por dos de sus marineros. Junto a él llevaba también, engrilletado y con una cadena, a su desayuno. Un esclavo humano que había adquirido en el Inframundo como aperitivo de emergencia. Había llevado dos más con él desde Kilombo, pero sus predecesores estaban ya reposando en el fondo del mar. Se trataba de un hombre joven de piel bronceada y pelo castaño rojizo, vestido con harapos. En el cuello llevaba un grillete firmemente ajustado con un pequeño grifo. El borde de la tubería estaba ensangrentado. El conde sujetaba firme pero con el brazo relajado la cadena. En la otra mano llevaba una jarra de peltre con la sangre de su víctima.
- Volved al barco y esperad mi señal - ordenó a sus hombres una vez en tierra. Bajó del bote y dio un suave tirón de la cadena para darle prisa a su esclavo. Apuró el último sorbo de sangre y se colgó la jarra del cinturón. Ahora todo lo que quedaba era esperar a que llegase Mayura y echar a caminar hacia el norte de la isla, en busca del poblado de lugareños. Se preguntó qué costumbres tendría aquella gente respecto a la esclavitud. A lo mejor debía esconder o matar a su esclavo antes de llegar para evitar un recibimiento hostil.
Costa sur de Rudra, ocho de la mañana.
La propuesta de viajar a Rudra había sido tan exótica como intrigante. Había recibido una carta de Mayura informándole que se dirigía a aquella isla y su intención de inmiscuirse en unos asuntos locales. Parecía ser que el volcán de la isla había entrado en un periodo de actividad y los supersticiosos lugareños creían que era obra de su dios, Hinokami. Derian no negaba la existencia de los dioses, pero si estos realmente se inmiscuían tanto en los asuntos de los mortales como aseguraban los más fanáticos, el conde aún tenía que verlo por sí mismo. Por ahora, la realidad le había demostrado todo lo contrario. Cuando los fanáticos aseguraban que algo era un acto de gracia divina, solía haber una explicación racional detrás. Claro está que el propio pirata no podía negar la posibilidad de que los dioses se sirviesen de la propia naturaleza, pero si ese era el caso, entonces no había manera de decir cuándo algo era obra de una deidad y cuándo del propio curso natural. Y si eso era como ocurrían las cosas, ¿merecía la pena realmente intentar discernirlo?
Sin embargo, Derian no tenía prisa por sacar de su error a los ignorantes. Las presas supersticiosas son predecibles y manipulables. Podía hacérseles danzar bajo los hilos de un titiritero hábil. Mayura le había mencionado que parecían creer que un artefacto sagrado salvaría a la tribu. Si esa era su creencia, podían intentar utilizarla para forzarles a hacerles un pago desorbitado, establecer su dominio sobre la tribu o, si era un objeto valioso, simplemente quitárselo y robarles su esperanza. La gente sin esperanza son presas fáciles también. En cualquier caso, disfrutaría de aquella cacería.
Había preparado a conciencia aquel viaje. Una túnica oscura y holgada para el calor, más pensada para el desierto pero también buena para contener el calor húmedo de Rudra, hasta cierto punto. A eso se le sumaba un tagelmust, una prenda consistente en un turbante y un velo que cubre todo el rostro salvo los ojos, también buena para protegerse del sol y el calor. Aquel tagelmust en concreto había sido de su tío abuelo Rezvan, era una reliquia familiar que se había llevado consigo al partir de Ivansk. Vestido con esas ropas, con el velo destapado y con sus fieles espadas colgadas del cinto, partió de la Vela de Plata hacia la playa sobre un bote, llevado por dos de sus marineros. Junto a él llevaba también, engrilletado y con una cadena, a su desayuno. Un esclavo humano que había adquirido en el Inframundo como aperitivo de emergencia. Había llevado dos más con él desde Kilombo, pero sus predecesores estaban ya reposando en el fondo del mar. Se trataba de un hombre joven de piel bronceada y pelo castaño rojizo, vestido con harapos. En el cuello llevaba un grillete firmemente ajustado con un pequeño grifo. El borde de la tubería estaba ensangrentado. El conde sujetaba firme pero con el brazo relajado la cadena. En la otra mano llevaba una jarra de peltre con la sangre de su víctima.
- Volved al barco y esperad mi señal - ordenó a sus hombres una vez en tierra. Bajó del bote y dio un suave tirón de la cadena para darle prisa a su esclavo. Apuró el último sorbo de sangre y se colgó la jarra del cinturón. Ahora todo lo que quedaba era esperar a que llegase Mayura y echar a caminar hacia el norte de la isla, en busca del poblado de lugareños. Se preguntó qué costumbres tendría aquella gente respecto a la esclavitud. A lo mejor debía esconder o matar a su esclavo antes de llegar para evitar un recibimiento hostil.