Silver D. Syxel
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Hace 9 horas
El campamento de los bandidos quedó envuelto en un caos absoluto. Entre las llamas titilantes de la fogata y los ecos de gritos y choques de armas, la batalla se resolvía con una rapidez y contundencia abrumadoras. Los minks no eran simples adversarios; eran depredadores letales en un territorio que, aunque ajeno, habían hecho suyo con cada golpe, garra y decisión.
King, con sus puños incandescentes, era como un horno andante que convertía en cenizas cualquier intento de resistencia. Cada puñetazo y patada ardiente destrozaba la moral de los bandidos restantes, quienes, ya debilitados y asustados, apenas podían coordinar un ataque eficaz. Los pocos que se atrevieron a enfrentarse a él sintieron la carne chamuscarse y los huesos quebrarse bajo la fuerza implacable del conejo. Sus gritos de rabia se transformaron rápidamente en súplicas o intentos de huida.
Por otro lado, Alexander avanzaba con precisión calculada, cada movimiento suyo era una lección de brutalidad contenida. Donde King se encargaba de arrasar, el mink lobo cazaba con método. Los bandidos que intentaban escapar del infierno que el conejo desataba se encontraban con su presencia imponente, una figura que encarnaba la ferocidad del depredador alfa. Las ondas de choque de sus golpes atravesaban defensas y armaduras como si fueran meras hojas secas, derribando a cualquiera que tuviera la mala fortuna de cruzarse en su camino. Sus garras aseguraban que ninguno escapara de la lección que habían venido a impartir.
En un rincón del bosque, Tenka permanecía junto a la joven rescatada, manteniéndola oculta y protegida de todo el caos. Aunque no podía regresar para unirse al combate, su papel había sido vital para asegurar la seguridad de la rehén. El mink zorro, invisible pero presente, cumplió con su cometido antes de desvanecerse en la espesura, dejando la tarea de rematar la misión a sus compañeros.
Finalmente, el último bandido fue reducido. King y Alexander, con el campo despejado, se encargaron de evaluar los daños. Mientras King aseguraba que el botín de los bandidos fuera recopilado, Alexander, con un gesto firme, arrastró al último hombre en pie y le ordenó reunir y atar a sus compañeros aún vivos. Entre quejidos y miradas de odio mal disimuladas, los bandidos fueron sometidos, y el campamento quedó desmantelado.
La hija del posadero, guiada de vuelta por Alexander, observó con una mezcla de alivio y asombro cómo los minks manejaban la situación. Aunque asustada por la violencia desatada, no pudo más que agradecerles su valentía. Los bandidos, bajo la atenta mirada de Alexander, ofrecieron disculpas forzadas al llegar al pueblo. Con la misión cumplida y la joven rescatada sana y salva, los minks se prepararon para partir. Habían dejado una lección inolvidable para los bandidos y los habitantes del bosque: no era prudente subestimar a los cazadores en su territorio natural.
King, con sus puños incandescentes, era como un horno andante que convertía en cenizas cualquier intento de resistencia. Cada puñetazo y patada ardiente destrozaba la moral de los bandidos restantes, quienes, ya debilitados y asustados, apenas podían coordinar un ataque eficaz. Los pocos que se atrevieron a enfrentarse a él sintieron la carne chamuscarse y los huesos quebrarse bajo la fuerza implacable del conejo. Sus gritos de rabia se transformaron rápidamente en súplicas o intentos de huida.
Por otro lado, Alexander avanzaba con precisión calculada, cada movimiento suyo era una lección de brutalidad contenida. Donde King se encargaba de arrasar, el mink lobo cazaba con método. Los bandidos que intentaban escapar del infierno que el conejo desataba se encontraban con su presencia imponente, una figura que encarnaba la ferocidad del depredador alfa. Las ondas de choque de sus golpes atravesaban defensas y armaduras como si fueran meras hojas secas, derribando a cualquiera que tuviera la mala fortuna de cruzarse en su camino. Sus garras aseguraban que ninguno escapara de la lección que habían venido a impartir.
En un rincón del bosque, Tenka permanecía junto a la joven rescatada, manteniéndola oculta y protegida de todo el caos. Aunque no podía regresar para unirse al combate, su papel había sido vital para asegurar la seguridad de la rehén. El mink zorro, invisible pero presente, cumplió con su cometido antes de desvanecerse en la espesura, dejando la tarea de rematar la misión a sus compañeros.
Finalmente, el último bandido fue reducido. King y Alexander, con el campo despejado, se encargaron de evaluar los daños. Mientras King aseguraba que el botín de los bandidos fuera recopilado, Alexander, con un gesto firme, arrastró al último hombre en pie y le ordenó reunir y atar a sus compañeros aún vivos. Entre quejidos y miradas de odio mal disimuladas, los bandidos fueron sometidos, y el campamento quedó desmantelado.
La hija del posadero, guiada de vuelta por Alexander, observó con una mezcla de alivio y asombro cómo los minks manejaban la situación. Aunque asustada por la violencia desatada, no pudo más que agradecerles su valentía. Los bandidos, bajo la atenta mirada de Alexander, ofrecieron disculpas forzadas al llegar al pueblo. Con la misión cumplida y la joven rescatada sana y salva, los minks se prepararon para partir. Habían dejado una lección inolvidable para los bandidos y los habitantes del bosque: no era prudente subestimar a los cazadores en su territorio natural.