Octojin
El terror blanco
Hace 5 horas
Octojin soltó una carcajada sincera al escuchar las idas y venidas de Airgid, quien cambiaba de humor de un momento a otro. Era una caja de sorpresas, y él disfrutaba cada cambio con el mismo asombro que uno sentía al ver un pez de colores ir y venir en el agua, impredecible y libre.
—¡Mataniños, eres un caso único! —le dijo, negando con la cabeza y sacudiendo la aleta dorsal como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Aunque había empezado un poco reticente, ahora Airgid parecía animada a pasar la noche bajo un techo de verdad, y con razón. Era una oportunidad que, tras pasar por las dificultades de la calle, nadie podía dejar pasar. Y ella, pese a su reticencia inicial, lo debió considerar más a fondo y terminó aceptando la petición. Y menos mal, al tiburón no le hubiera gustado despedirse de una manera tan fría, en mitad de la noche y sin mayor importancia.
Juntos caminaron por las calles oscuras, con la ciudad en una calma relativa que contrastaba con la animación de su reciente carrera. En el trayecto, Octojin notó cómo los edificios de piedra parecían sumidos en una penumbra constante. La posada estaba cerca, según su memoria, y apenas doblaron la esquina, ahí estaba: un edificio modesto de dos plantas, con una lámpara de gas parpadeante en la entrada. Quién sabe si allí podrían dormir cómodamente, pero lo cierto es que si había habitación libre, al menos lo harían entre cuatro paredes. Al cruzar la puerta, Octojin sintió un cálido aroma a madera y cera de velas, un respiro acogedor en contraste con el frío exterior. Simplemente por aquél momento sintió que era una buena idea.
Al acercarse al mostrador, Octojin solicitó una habitación con naturalidad, como si se hubiera hospedado allí mil veces. Solicitó que hubiese dos camas lo más grandes posibles. Con la llave en mano, llevó a Airgid por un pasillo algo estrecho y, al abrir la puerta de su cuarto, ambos quedaron frente a la estancia. El escualo no terminaba de adaptarse a los pasillos tan estrechos y bajos, y iba con una postura totalmente incómoda.
Dentro, la habitación era sencilla pero limpia: dos camas individuales de madera oscura, cubiertas con mantas gruesas que parecían calentar sólo con mirarlas. A un lado de la estancia, una mesa de madera gastada y parcialmente rasgada con una jarra de agua y dos vasos que aguardaban en silencio. Junto a las camas, un par de sillas acolchadas y una pequeña estantería con libros polvorientos que completaban el ambiente que les vería dormir. Sin duda no estaba nada mal. El suelo crujía con cada paso, eso sí, y al ver la madera de las camas el habitante del mar pensó que la cama haría aún más ruido cuando se moviesen, pero bueno, aquello no importaba demasiado.
Octojin se detuvo unos segundos para observar, satisfecho con la habitación que les había tocado y que no era demasiado cara, más teniendo en cuenta que habían llegado a última hora a por ella.
—Pues nada, ¡esta será nuestra guarida por esta noche! —comentó mientras le daba un amistoso empujón a Airgid, quien parecía sorprendida al ver aquello. Él mismo dejó caer su mochila en una esquina y, con un suspiro, se dejó caer en una de las camas, que crujió levemente bajo su peso. Se movió un poco para acomodarse y la madera crujió aún más, como ya había predicho que pasaría.
A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol empezaron a colarse por la ventana, Octojin se levantó con el mismo vigor de siempre. Al mirar a su derecha, encontró a Airgid profundamente dormida, con el pelo revuelto esparcido sobre la almohada. Parecía más joven y despreocupada en ese momento, y una pequeña sonrisa se le escapó.
Sin dudarlo, se inclinó y le dio unos golpecitos en el hombro.
—¡Arriba, dormilona! —le dijo en voz baja para no sobresaltarla demasiado— Vamos, que te invito a desayunar. Después de eso, continuaré mi viaje… pero antes te dejo elegir el sitio.
Aquello le brindaba una oportunidad de oro a la rubia, que seguramente tuviese algo pensado. O quizá no. Pero seguro que sabía como salir del paso, como había hecho desde el momento en el que la había conocido.
Ambos se prepararon para salir y, mientras cruzaban de nuevo el pasillo hacia la entrada de la posada, Octojin no pudo evitar mirar a Airgid de reojo, recordando la conversación de la noche anterior. Era curioso cómo se había sentido algo protector hacia ella, casi como si estuviera ayudando a un hermano menor. Aunque sabía que Airgid era perfectamente capaz de cuidarse sola, su carácter y su chispa lo hacían querer proteger su espíritu aventurero y caótico. Una extraña sensación que jamás había sentido, y mucho menos hacia un humano. ¿Se estaría ablandando un poco el corazón de la mole de músculos? Pues eso parece.
Al salir, la ciudad empezaba a despertarse, con comerciantes abriendo sus tiendas y el sonido de ruedas de carretas en las calles de adoquines. Octojin estiró los brazos y respiró hondo, disfrutando del fresco aire matinal. Esperaba con curiosidad el lugar que Airgid escogería para desayunar; seguro que sería tan peculiar como ella misma. ¿Con qué petición le sorprendería ahora? A las famosas hamburguesas de albóndigas, se podía sumar... ¿El sándwich de chocolate? ¿La napolitana de ternera? ¿El bol de espaguetis?
—Entonces, ¿a dónde vamos? —le preguntó, con una sonrisa amplia y lista para cualquier sorpresa.
Octojin esperaría su respuesta y la seguiría, riendo para sus adentros. Casi podía ver en su mente cómo Airgid se transformaba en una pequeña guía turística, mostrando con orgullo cada rincón que ella consideraba especial o conocía. La energía que irradiaba era contagiosa, y Octojin estaba contento de haberla conocido en su paso por Dawn.
Una vez llegasen al sitio que la rubia le propusiera, el tiburón se sentaría cómodamente y la miraría a los ojos. La despedida sería pronto, y estaban disfrutando de un último momento juntos. Aquella enana le había recordado que los humanos podían tener esa chispa que te hace quererles de algún modo. Y era una lección bastante importante para él.
—Bueno, Mataniños, parece que sabes dónde encontrar los mejores desayunos. ¿Qué me recomiendas? —le dijo Octojin, agradecido de poder compartir un último momento de calma con ella antes de retomar su propio rumbo.
—¡Mataniños, eres un caso único! —le dijo, negando con la cabeza y sacudiendo la aleta dorsal como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Aunque había empezado un poco reticente, ahora Airgid parecía animada a pasar la noche bajo un techo de verdad, y con razón. Era una oportunidad que, tras pasar por las dificultades de la calle, nadie podía dejar pasar. Y ella, pese a su reticencia inicial, lo debió considerar más a fondo y terminó aceptando la petición. Y menos mal, al tiburón no le hubiera gustado despedirse de una manera tan fría, en mitad de la noche y sin mayor importancia.
Juntos caminaron por las calles oscuras, con la ciudad en una calma relativa que contrastaba con la animación de su reciente carrera. En el trayecto, Octojin notó cómo los edificios de piedra parecían sumidos en una penumbra constante. La posada estaba cerca, según su memoria, y apenas doblaron la esquina, ahí estaba: un edificio modesto de dos plantas, con una lámpara de gas parpadeante en la entrada. Quién sabe si allí podrían dormir cómodamente, pero lo cierto es que si había habitación libre, al menos lo harían entre cuatro paredes. Al cruzar la puerta, Octojin sintió un cálido aroma a madera y cera de velas, un respiro acogedor en contraste con el frío exterior. Simplemente por aquél momento sintió que era una buena idea.
Al acercarse al mostrador, Octojin solicitó una habitación con naturalidad, como si se hubiera hospedado allí mil veces. Solicitó que hubiese dos camas lo más grandes posibles. Con la llave en mano, llevó a Airgid por un pasillo algo estrecho y, al abrir la puerta de su cuarto, ambos quedaron frente a la estancia. El escualo no terminaba de adaptarse a los pasillos tan estrechos y bajos, y iba con una postura totalmente incómoda.
Dentro, la habitación era sencilla pero limpia: dos camas individuales de madera oscura, cubiertas con mantas gruesas que parecían calentar sólo con mirarlas. A un lado de la estancia, una mesa de madera gastada y parcialmente rasgada con una jarra de agua y dos vasos que aguardaban en silencio. Junto a las camas, un par de sillas acolchadas y una pequeña estantería con libros polvorientos que completaban el ambiente que les vería dormir. Sin duda no estaba nada mal. El suelo crujía con cada paso, eso sí, y al ver la madera de las camas el habitante del mar pensó que la cama haría aún más ruido cuando se moviesen, pero bueno, aquello no importaba demasiado.
Octojin se detuvo unos segundos para observar, satisfecho con la habitación que les había tocado y que no era demasiado cara, más teniendo en cuenta que habían llegado a última hora a por ella.
—Pues nada, ¡esta será nuestra guarida por esta noche! —comentó mientras le daba un amistoso empujón a Airgid, quien parecía sorprendida al ver aquello. Él mismo dejó caer su mochila en una esquina y, con un suspiro, se dejó caer en una de las camas, que crujió levemente bajo su peso. Se movió un poco para acomodarse y la madera crujió aún más, como ya había predicho que pasaría.
A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol empezaron a colarse por la ventana, Octojin se levantó con el mismo vigor de siempre. Al mirar a su derecha, encontró a Airgid profundamente dormida, con el pelo revuelto esparcido sobre la almohada. Parecía más joven y despreocupada en ese momento, y una pequeña sonrisa se le escapó.
Sin dudarlo, se inclinó y le dio unos golpecitos en el hombro.
—¡Arriba, dormilona! —le dijo en voz baja para no sobresaltarla demasiado— Vamos, que te invito a desayunar. Después de eso, continuaré mi viaje… pero antes te dejo elegir el sitio.
Aquello le brindaba una oportunidad de oro a la rubia, que seguramente tuviese algo pensado. O quizá no. Pero seguro que sabía como salir del paso, como había hecho desde el momento en el que la había conocido.
Ambos se prepararon para salir y, mientras cruzaban de nuevo el pasillo hacia la entrada de la posada, Octojin no pudo evitar mirar a Airgid de reojo, recordando la conversación de la noche anterior. Era curioso cómo se había sentido algo protector hacia ella, casi como si estuviera ayudando a un hermano menor. Aunque sabía que Airgid era perfectamente capaz de cuidarse sola, su carácter y su chispa lo hacían querer proteger su espíritu aventurero y caótico. Una extraña sensación que jamás había sentido, y mucho menos hacia un humano. ¿Se estaría ablandando un poco el corazón de la mole de músculos? Pues eso parece.
Al salir, la ciudad empezaba a despertarse, con comerciantes abriendo sus tiendas y el sonido de ruedas de carretas en las calles de adoquines. Octojin estiró los brazos y respiró hondo, disfrutando del fresco aire matinal. Esperaba con curiosidad el lugar que Airgid escogería para desayunar; seguro que sería tan peculiar como ella misma. ¿Con qué petición le sorprendería ahora? A las famosas hamburguesas de albóndigas, se podía sumar... ¿El sándwich de chocolate? ¿La napolitana de ternera? ¿El bol de espaguetis?
—Entonces, ¿a dónde vamos? —le preguntó, con una sonrisa amplia y lista para cualquier sorpresa.
Octojin esperaría su respuesta y la seguiría, riendo para sus adentros. Casi podía ver en su mente cómo Airgid se transformaba en una pequeña guía turística, mostrando con orgullo cada rincón que ella consideraba especial o conocía. La energía que irradiaba era contagiosa, y Octojin estaba contento de haberla conocido en su paso por Dawn.
Una vez llegasen al sitio que la rubia le propusiera, el tiburón se sentaría cómodamente y la miraría a los ojos. La despedida sería pronto, y estaban disfrutando de un último momento juntos. Aquella enana le había recordado que los humanos podían tener esa chispa que te hace quererles de algún modo. Y era una lección bastante importante para él.
—Bueno, Mataniños, parece que sabes dónde encontrar los mejores desayunos. ¿Qué me recomiendas? —le dijo Octojin, agradecido de poder compartir un último momento de calma con ella antes de retomar su propio rumbo.