Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
29-11-2024, 08:39 PM
El verano podía llegar a ser un verdadero fastidio. Daba igual la hora que fuera, que hiciera un día soleado o que el cielo estuviera plagado de nubes: hacía calor en todo momento. No solo calor sino que, al estar Loguetown asentada en una isla, el ambiente se encontraba cargado de humedad y se sentía pegajosa en todo momento. Y para colmo, ese día no había ni una puñetera nube que le brindase algún pequeño alivio o refugio bajo los inclementes rayos del Sol. Procuraba mantenerse en la sombra todo lo posible, pero cuando uno se encuentra de patrulla lo cierto es que no puede permitirse lujos ni comodidades. De este modo, no le había quedado más remedio que ajustarse la gorra y aguantar lo que le echasen, algo que no ayudó demasiado dado que sus cuernos le impedían llevar la visera hacia delante. Putadas de ser una oni.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente, aquel día le habían asignado el sector del mercado que era, con diferencia, uno de los más ajetreados de las ciudad. Allí se agolpaban unos con otros multitud de puestecillos, con todos sus productos expuestos y al alcance de cualquiera que quisiera echar mano de ellos. Por norma general, la gente solía comportarse, siendo tan solo unas pocas ovejas descarriadas las que intentaban largarse pitando de allí con algún tipo de botín. Ese día, sin embargo, parecía que todas las sabandijas del East Blue se habían puerto de acuerdo para darle la patrulla a Camille. Había perdido la cuenta, pero estaba segura de que al menos se habría encargado de tres intentos de hurto, un carterista y un par de disputas violentas entre vendedores que acusaban a otros de estar haciéndoles competencia deshonesta. En serio, ¿es que la gente había perdido todas sus maneras y civismo? ¿No podían comportarse y arreglar sus problemas ellos solitos? En fin, para eso le pagaban, después de todo.
Había pasado bastantes horas de pie, yendo de aquí para allá con prisas y en cierto punto hasta con mala leche, pero parecía que la situación al fin se estaba cambiando. También tenía que ver que se iba haciendo tarde, de modo que el mercadillo empezaba a desmontarse, los comerciantes recogían sus productos y, en general, la gente se disponía a regresar a sus casas para cenar y pasar la noche. Lo bueno es que, poco a poco, el sol se había ido ocultando y ya no castigaba con la misma intensidad a la pobre oni. Aún había bastante luz, pero eso cambiaría en un par de horas. La noche era el momento del día en el que las cosas se podían llegar a poner verdaderamente interesantes; los ladrones y delincuentes de poca monta le daban paso a aquellos cuyas actividades exigían la discreción del ocaso y el amparo de las sombras. Ese día le tocaría a otro, de todos modos: poco le quedaba a ella para cumplir su turno si todo iba bien.
Fue entonces cuando, distraída como estaba mientras caminaba, unos chillidos la sacaron de su ensimismamiento. Notó que algo le golpeaba en una pierna y le hacía detenerse. Había sonado un «¡Ouch!» bastante agudo al momento del impacto, lo que hizo que la oni bajase la mirada y se topase con los responsables del alboroto: dos críos que no tendrían más de cinco o seis años, probablemente. Un niño y una niña. Esta última lloriqueaba, mientras que el primero se había tropezado con Camille tras echarse a la carrera y ahora la miraba desde abajo con una mezcla de asombro y temor.
—¡Devuélvemelo! —Le exigía la chiquilla mientras se frotaba los ojos, sollozando.
—Pero... Yo también quiero jugar —le respondió el niño cuando se recuperó de la impresión, poniéndose en pie.
Camille se puso en cuclillas para dejar de ser como una torre que se alzaba sobre ellos, intentando quedar un poco más a su altura... sin demasiado éxito, pero algo era algo. Conocía a los chiquillos de otras veces y sabía que eran amigos, pero de vez en cuando se peleaban aquí y allá.
—A ver, ¿se puede saber qué ocurre aquí? —inquirió la recluta, no tardando en percatarse de que el niño llevaba un juguete de un tren en las manos. Un tren bastante parecido al de la estación de Loguetown.
—Me lo ha quitado, Cami —musitó la chiquilla, señalando a su amigo—. Y ha salido corriendo...
—¿Otra vez?
—¡Es que no me lo quiere dejar! Y yo también quiero jugar...
Camille suspiró.
—¿Le has pedido bien que te lo preste? ¿Se lo has pedido por favor? —El chiquillo negó—. ¿Y qué te dije la última vez sobre eso?
—Que no puedo quitarle sus juguetes a otros...
—Bien. —Dirigió su mirada a la niña—. ¿Y a ti que te dije?
—Que tengo que compartir con los demás...
—Vale, pues ahora quiero que hagáis las paces. Devuélvele el tren, ¿vale? Y a ti si te lo vuelve a pedir... Podéis jugar los dos con él, ¿no? —Ambos asintieron, ante lo que la oni sonrió y les revolvió el pelo a los dos—. Bien, pues que no os vuelva a ver reñir. A los niños que riñen y arman alborotos se los lleva la Marina de la oreja con sus padres, pero lo dejaré pasar esta vez. Y se está haciendo tarde, así que será mejor que volváis a casa.
Ambos asintieron al unísono y, con el problema aparentemente resuelto, salieron correteando hacia donde Camille sabía que estaban sus casas. Una vez se marcharon suspiró con algo de cansancio, pero aún con esa pequeña sonrisa, irguiéndose para echar un último vistazo por la plaza del mercado. Sus ojos, irremediablemente, se toparon con los de la columna cornuda de alabastro que se encontraba allí, vigilante.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente, aquel día le habían asignado el sector del mercado que era, con diferencia, uno de los más ajetreados de las ciudad. Allí se agolpaban unos con otros multitud de puestecillos, con todos sus productos expuestos y al alcance de cualquiera que quisiera echar mano de ellos. Por norma general, la gente solía comportarse, siendo tan solo unas pocas ovejas descarriadas las que intentaban largarse pitando de allí con algún tipo de botín. Ese día, sin embargo, parecía que todas las sabandijas del East Blue se habían puerto de acuerdo para darle la patrulla a Camille. Había perdido la cuenta, pero estaba segura de que al menos se habría encargado de tres intentos de hurto, un carterista y un par de disputas violentas entre vendedores que acusaban a otros de estar haciéndoles competencia deshonesta. En serio, ¿es que la gente había perdido todas sus maneras y civismo? ¿No podían comportarse y arreglar sus problemas ellos solitos? En fin, para eso le pagaban, después de todo.
Había pasado bastantes horas de pie, yendo de aquí para allá con prisas y en cierto punto hasta con mala leche, pero parecía que la situación al fin se estaba cambiando. También tenía que ver que se iba haciendo tarde, de modo que el mercadillo empezaba a desmontarse, los comerciantes recogían sus productos y, en general, la gente se disponía a regresar a sus casas para cenar y pasar la noche. Lo bueno es que, poco a poco, el sol se había ido ocultando y ya no castigaba con la misma intensidad a la pobre oni. Aún había bastante luz, pero eso cambiaría en un par de horas. La noche era el momento del día en el que las cosas se podían llegar a poner verdaderamente interesantes; los ladrones y delincuentes de poca monta le daban paso a aquellos cuyas actividades exigían la discreción del ocaso y el amparo de las sombras. Ese día le tocaría a otro, de todos modos: poco le quedaba a ella para cumplir su turno si todo iba bien.
Fue entonces cuando, distraída como estaba mientras caminaba, unos chillidos la sacaron de su ensimismamiento. Notó que algo le golpeaba en una pierna y le hacía detenerse. Había sonado un «¡Ouch!» bastante agudo al momento del impacto, lo que hizo que la oni bajase la mirada y se topase con los responsables del alboroto: dos críos que no tendrían más de cinco o seis años, probablemente. Un niño y una niña. Esta última lloriqueaba, mientras que el primero se había tropezado con Camille tras echarse a la carrera y ahora la miraba desde abajo con una mezcla de asombro y temor.
—¡Devuélvemelo! —Le exigía la chiquilla mientras se frotaba los ojos, sollozando.
—Pero... Yo también quiero jugar —le respondió el niño cuando se recuperó de la impresión, poniéndose en pie.
Camille se puso en cuclillas para dejar de ser como una torre que se alzaba sobre ellos, intentando quedar un poco más a su altura... sin demasiado éxito, pero algo era algo. Conocía a los chiquillos de otras veces y sabía que eran amigos, pero de vez en cuando se peleaban aquí y allá.
—A ver, ¿se puede saber qué ocurre aquí? —inquirió la recluta, no tardando en percatarse de que el niño llevaba un juguete de un tren en las manos. Un tren bastante parecido al de la estación de Loguetown.
—Me lo ha quitado, Cami —musitó la chiquilla, señalando a su amigo—. Y ha salido corriendo...
—¿Otra vez?
—¡Es que no me lo quiere dejar! Y yo también quiero jugar...
Camille suspiró.
—¿Le has pedido bien que te lo preste? ¿Se lo has pedido por favor? —El chiquillo negó—. ¿Y qué te dije la última vez sobre eso?
—Que no puedo quitarle sus juguetes a otros...
—Bien. —Dirigió su mirada a la niña—. ¿Y a ti que te dije?
—Que tengo que compartir con los demás...
—Vale, pues ahora quiero que hagáis las paces. Devuélvele el tren, ¿vale? Y a ti si te lo vuelve a pedir... Podéis jugar los dos con él, ¿no? —Ambos asintieron, ante lo que la oni sonrió y les revolvió el pelo a los dos—. Bien, pues que no os vuelva a ver reñir. A los niños que riñen y arman alborotos se los lleva la Marina de la oreja con sus padres, pero lo dejaré pasar esta vez. Y se está haciendo tarde, así que será mejor que volváis a casa.
Ambos asintieron al unísono y, con el problema aparentemente resuelto, salieron correteando hacia donde Camille sabía que estaban sus casas. Una vez se marcharon suspiró con algo de cansancio, pero aún con esa pequeña sonrisa, irguiéndose para echar un último vistazo por la plaza del mercado. Sus ojos, irremediablemente, se toparon con los de la columna cornuda de alabastro que se encontraba allí, vigilante.