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Raiga Gin Ebra
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31-12-2024, 12:19 PM
Raiga seguía aferrado al mástil cuando el barco finalmente se estabilizó en el agua, como si su vida dependiera de ello. La tormenta había sido un infierno, un caos tan apabullante que ni en sus peores pesadillas habría imaginado. Con la luz tenue del sol filtrándose tímidamente entre las nubes desgarradas, el mink finalmente reunió el valor para soltar el mástil. Sus patas temblaban mientras se lamía la pata, fruto del nerviosismo que aún tenía en su interior.
—¡Lo sabía! ¡Este es el peor día de mi vida! —gritó, aunque su voz se quebró por el agotamiento y la garganta seca. Su cuerpo entero dolía, y la humedad del agua salada mezclada con la lluvia helada le calaba hasta los huesos, dejando que el frío se mantuviese en el cuerpo del zorro y no saliese de allí. Su cola, empapada, era un lastre que se arrastraba detrás de él, como si fuera recordándole todo el trayecto lo que había vivido y sufrido.
Con pasos torpes y desiguales, comenzó a caminar hacia la borda. Tenía que asegurarse de que, efectivamente, no estaba muerto. Pero en cuanto intentó subir la pequeña escalinata que conducía al interior del barco, una ola de náuseas le golpeó como una bofetada.
—Oh, no… no, no… —murmuró, llevando una mano a su boca mientras sus ojos se abrían de par en par. Era un desastre esperando a suceder.
Sin pensar, Raiga salió disparado hacia el interior del barco, tropezando con un tablón suelto que casi lo hizo volar por los aires. El suelo mojado y resbaladizo no ayudaba, y antes de que pudiera reaccionar, su pie trasero se enganchó en una cuerda suelta.
—¡AAAAH! —su grito resonó por toda la cubierta mientras su cuerpo caía al suelo con un golpe seco. Su rodilla chocó contra la madera con una fuerza que lo hizo ver estrellas.
—¡Maldito barco de mierda! —chilló, rodando sobre su costado mientras se sujetaba la pierna. La piel de su rodilla estaba raspada, y pequeñas gotas de sangre empezaron a mezclarse con el agua salada que ya empapaba el suelo.
Pero no podía quedarse ahí. El mareo volvía con fuerza, y su estómago amenazaba con rebelarse de nuevo. A pesar del dolor, se puso de pie y siguió su camino, cojeando y soltando maldiciones envueltas en evidentes ataques a los pulpos por el pasillo hasta que finalmente encontró la puerta del baño.
Empujó la puerta con desesperación y prácticamente se lanzó al lavabo más cercano. El vómito llegó antes de que pudiera respirar, saliendo en un torrente que resonó en el pequeño espacio. Los sonidos desagradables de su estómago traicionándolo llenaron el cuarto, pero Raiga apenas podía preocuparse por la vergüenza en ese momento.
—Joder… —murmuró entre arcadas, apoyando la frente contra el frío borde del lavabo mientras su cuerpo se sacudía con espasmos.
Fueron varios minutos de pura agonía. Cada vez que creía haber terminado, una nueva ola de náuseas lo obligaba a doblarse de nuevo. Finalmente, cuando ya no quedaba nada dentro de él, se dejó caer al suelo, agotado y temblando como una hoja.
Se arrastró hacia la ducha y abrió la puerta, dejando que su cuerpo se deslizara sobre las frías baldosas. Era incómodo y helado, pero al menos no se movía como el barco.
—¿Por qué hago esto? —se preguntó, mirando el techo con los ojos entrecerrados— ¿Por qué no puedo simplemente quedarme en una isla tranquila? Maldito el día en que decidí subirme a ese pulpo del infierno.
Cerró los ojos por un momento, permitiéndose un breve respiro mientras el frío lo mantenía despierto. La tormenta había pasado, pero sus efectos seguían presentes en cada músculo adolorido y en cada pensamiento caótico.
Con gran esfuerzo, Raiga se levantó del suelo y se tambaleó hacia la puerta. Su rodilla herida protestaba con cada paso, pero el mink estaba demasiado cansado para prestarle atención. Su único objetivo ahora era llegar a su cama y enterrarse bajo las mantas hasta que el mundo decidiera ser un lugar menos hostil.
Cuando finalmente llegó a su camarote, se dejó caer sobre la cama como si hubiera corrido un maratón. Las mantas estaban frías, pero aun así, envolvieron su pequeño cuerpo tembloroso como un refugio.
—Pulpo de mierda… —murmuró, enterrando la cara en la almohada— Si vuelvo a ver otro, lo frío. ¡Lo frío con mis propias manos!
Cada palabra era un susurro cargado de rabia infantil. La tormenta había sido un monstruo, pero para Raiga, el verdadero villano era ese enorme pulpo que había tenido la osadía de llevarles por los cielos en medio de semejante desastre.
—Y la tormenta… —continuó, apretando los dientes— Seguro que estaba en mi contra. No puede ser que sea tan mala suerte. ¡No puede ser!
Finalmente, su cuerpo, agotado y lleno de dolor, se rindió. Los párpados le pesaban más que nunca, y antes de darse cuenta, el sueño lo reclamó, dejando que la calma del océano lo envolviera en un descanso merecido, aunque lleno de sueños inquietos sobre pulpos y tormentas.
—¡Lo sabía! ¡Este es el peor día de mi vida! —gritó, aunque su voz se quebró por el agotamiento y la garganta seca. Su cuerpo entero dolía, y la humedad del agua salada mezclada con la lluvia helada le calaba hasta los huesos, dejando que el frío se mantuviese en el cuerpo del zorro y no saliese de allí. Su cola, empapada, era un lastre que se arrastraba detrás de él, como si fuera recordándole todo el trayecto lo que había vivido y sufrido.
Con pasos torpes y desiguales, comenzó a caminar hacia la borda. Tenía que asegurarse de que, efectivamente, no estaba muerto. Pero en cuanto intentó subir la pequeña escalinata que conducía al interior del barco, una ola de náuseas le golpeó como una bofetada.
—Oh, no… no, no… —murmuró, llevando una mano a su boca mientras sus ojos se abrían de par en par. Era un desastre esperando a suceder.
Sin pensar, Raiga salió disparado hacia el interior del barco, tropezando con un tablón suelto que casi lo hizo volar por los aires. El suelo mojado y resbaladizo no ayudaba, y antes de que pudiera reaccionar, su pie trasero se enganchó en una cuerda suelta.
—¡AAAAH! —su grito resonó por toda la cubierta mientras su cuerpo caía al suelo con un golpe seco. Su rodilla chocó contra la madera con una fuerza que lo hizo ver estrellas.
—¡Maldito barco de mierda! —chilló, rodando sobre su costado mientras se sujetaba la pierna. La piel de su rodilla estaba raspada, y pequeñas gotas de sangre empezaron a mezclarse con el agua salada que ya empapaba el suelo.
Pero no podía quedarse ahí. El mareo volvía con fuerza, y su estómago amenazaba con rebelarse de nuevo. A pesar del dolor, se puso de pie y siguió su camino, cojeando y soltando maldiciones envueltas en evidentes ataques a los pulpos por el pasillo hasta que finalmente encontró la puerta del baño.
Empujó la puerta con desesperación y prácticamente se lanzó al lavabo más cercano. El vómito llegó antes de que pudiera respirar, saliendo en un torrente que resonó en el pequeño espacio. Los sonidos desagradables de su estómago traicionándolo llenaron el cuarto, pero Raiga apenas podía preocuparse por la vergüenza en ese momento.
—Joder… —murmuró entre arcadas, apoyando la frente contra el frío borde del lavabo mientras su cuerpo se sacudía con espasmos.
Fueron varios minutos de pura agonía. Cada vez que creía haber terminado, una nueva ola de náuseas lo obligaba a doblarse de nuevo. Finalmente, cuando ya no quedaba nada dentro de él, se dejó caer al suelo, agotado y temblando como una hoja.
Se arrastró hacia la ducha y abrió la puerta, dejando que su cuerpo se deslizara sobre las frías baldosas. Era incómodo y helado, pero al menos no se movía como el barco.
—¿Por qué hago esto? —se preguntó, mirando el techo con los ojos entrecerrados— ¿Por qué no puedo simplemente quedarme en una isla tranquila? Maldito el día en que decidí subirme a ese pulpo del infierno.
Cerró los ojos por un momento, permitiéndose un breve respiro mientras el frío lo mantenía despierto. La tormenta había pasado, pero sus efectos seguían presentes en cada músculo adolorido y en cada pensamiento caótico.
Con gran esfuerzo, Raiga se levantó del suelo y se tambaleó hacia la puerta. Su rodilla herida protestaba con cada paso, pero el mink estaba demasiado cansado para prestarle atención. Su único objetivo ahora era llegar a su cama y enterrarse bajo las mantas hasta que el mundo decidiera ser un lugar menos hostil.
Cuando finalmente llegó a su camarote, se dejó caer sobre la cama como si hubiera corrido un maratón. Las mantas estaban frías, pero aun así, envolvieron su pequeño cuerpo tembloroso como un refugio.
—Pulpo de mierda… —murmuró, enterrando la cara en la almohada— Si vuelvo a ver otro, lo frío. ¡Lo frío con mis propias manos!
Cada palabra era un susurro cargado de rabia infantil. La tormenta había sido un monstruo, pero para Raiga, el verdadero villano era ese enorme pulpo que había tenido la osadía de llevarles por los cielos en medio de semejante desastre.
—Y la tormenta… —continuó, apretando los dientes— Seguro que estaba en mi contra. No puede ser que sea tan mala suerte. ¡No puede ser!
Finalmente, su cuerpo, agotado y lleno de dolor, se rindió. Los párpados le pesaban más que nunca, y antes de darse cuenta, el sueño lo reclamó, dejando que la calma del océano lo envolviera en un descanso merecido, aunque lleno de sueños inquietos sobre pulpos y tormentas.