Donatella Pavone
La Garra de Pavone
03-01-2025, 07:07 PM
La súplica en los ojos de la abuela Marisa fue suficiente para que Donatella se enderezara, reafirmando su decisión de ayudar con más convicción aún. La mezcla de nostalgia y cariño en las palabras de la anciana le recordó la calidez de los relatos navideños de su hogar. Era imposible no sentir respeto por alguien que, incluso en medio del caos, podía encontrar compasión en los más pequeños detalles. —No se preocupe, señora. Haré lo que pueda para que estas pequeñas criaturas se marchen sin causar más daño. — Dijo Donatella con una ligera sonrisa, mientras ajustaba sus guantes decorados y continuaba analizando con su vista y olfato la tienda.
Se acercó con pasos silenciosos a la alacena de madera, apreciando los grabados antiguos en sus relieves. Era un mueble hermoso, aunque ahora parecía ser la guarida principal de la invasión de los pequeños roedores. Con cuidado, deslizó los dedos por el pestillo, sintiendo la textura rugosa de la madera envejecida bajo sus dedos y el azote en las paredes internas. “Es su refugio.” Pensó, recordando las palabras de la señora con cierta melancolía, tratando de determinar la mejor manera de actuar. Tal vez, en su búsqueda desesperada de comida y calor, los roedores simplemente habían encontrado en esta alacena un paraíso navideño que no querían abandonar.
Con un movimiento firme pero suave, abrió la puerta de la alacena. Un crujido prolongado acompañó la apertura, revelando un pequeño caos de harina esparcida, sacos mordisqueados y diminutas huellas marcadas en el polvo dulce. Los roedores se agitaron, corriendo de un lado a otro al notar la apertura de la entrada a manos de Donatella. — Tranquilos... — Susurró, manteniendo su voz baja y pausada para no asustarlos más de lo necesario. Agachándose levemente, se tomó un momento para observarlos. Había más de los que esperaba, y algunos parecían más pequeños de lo que había imaginado, apenas crías.
Respiró hondo y luego sonrió para sí misma. Sabía exactamente lo que debía hacer. Rápidamente, tomó todo lo que le funcionara, desde estantes hasta bandejas, colocándolos estratégicamente para crear un pasillo que llevaría a los ratones hacia la puerta trasera de la tienda. Luego, con movimientos calculados, comenzó a hacer pequeños ruidos chasqueando los dedos con la mano izquierda, imitando el sonido de nueces chocando entre sí, algo que, recordaba, solía atraer la curiosidad de las ardillas en su tierra natal. Los roedores, desconcertados al principio, comenzaron a seguir el sonido, sus diminutas narices moviéndose con curiosidad. Aunque claro, su haz bajo la manga era ir dejando dulces y cualquier comestible de interés como un rastro en el laberinto de los roedores.
— Eso es... sigan el camino. —Murmuró mientras guiaba a los pequeños intrusos, abriendo con cuidado la puerta trasera para dejarlos salir al callejón nevado. El aire frío entró en la tienda, haciendo que el olor a azúcar y especias pareciera aún más intenso. Uno a uno, los roedores fueron saliendo, hasta que la alacena quedó prácticamente vacía. Solo uno permaneció atrás, una pequeña cría que parecía demasiado débil para seguir al resto.
Donatella se acercó lentamente y, con cuidado, tomó un paño limpio de la estantería y lo envolvió suavemente alrededor del pequeño animal. — No puedes quedarte aquí, pequeño. — Susurró mientras lo llevaba afuera y lo dejaba junto a los demás, asegurándose de que estuviera bien arropado en un rincón cálido junto a una pila de virutas de madera.
Cerró la puerta trasera y se giró hacia la señora, sacudió un poco sus guantes para limpiar los restos de harina y se permitió esbozar una sonrisa triunfal. — La tienda es suya nuevamente, abuela. — Declaró, con un tono suave pero seguro. — No se preocupe por deberme un favor ni nada, verla sonreír sería un pago más que suficiente. — Respondió Donatella con sinceridad, aunque su mirada se desviara un instante hacia el ventanal, donde la nieve seguía cayendo suavemente. El espíritu navideño no solo estaba en los adornos y los villancicos, sino en momentos como este, donde la generosidad se convertía en el mejor regalo. — Aunque le recomiendo hacer una especie de contención o crearles un refugio a los roedores fuera de su tienda, es un peligro para usted tenerlos dentro sin mencionar que pueden dañar la imagen de su local. — Su tono serio y firme no carecía de gentileza y sinceridad, mientras recorría la tienda reacomodando los estantes y objetos que utilizó, lanzando alguna que otra mirada a los lados buscando asegurarse de que ningún roedor se haya quedado atrás.
Se acercó con pasos silenciosos a la alacena de madera, apreciando los grabados antiguos en sus relieves. Era un mueble hermoso, aunque ahora parecía ser la guarida principal de la invasión de los pequeños roedores. Con cuidado, deslizó los dedos por el pestillo, sintiendo la textura rugosa de la madera envejecida bajo sus dedos y el azote en las paredes internas. “Es su refugio.” Pensó, recordando las palabras de la señora con cierta melancolía, tratando de determinar la mejor manera de actuar. Tal vez, en su búsqueda desesperada de comida y calor, los roedores simplemente habían encontrado en esta alacena un paraíso navideño que no querían abandonar.
Con un movimiento firme pero suave, abrió la puerta de la alacena. Un crujido prolongado acompañó la apertura, revelando un pequeño caos de harina esparcida, sacos mordisqueados y diminutas huellas marcadas en el polvo dulce. Los roedores se agitaron, corriendo de un lado a otro al notar la apertura de la entrada a manos de Donatella. — Tranquilos... — Susurró, manteniendo su voz baja y pausada para no asustarlos más de lo necesario. Agachándose levemente, se tomó un momento para observarlos. Había más de los que esperaba, y algunos parecían más pequeños de lo que había imaginado, apenas crías.
Respiró hondo y luego sonrió para sí misma. Sabía exactamente lo que debía hacer. Rápidamente, tomó todo lo que le funcionara, desde estantes hasta bandejas, colocándolos estratégicamente para crear un pasillo que llevaría a los ratones hacia la puerta trasera de la tienda. Luego, con movimientos calculados, comenzó a hacer pequeños ruidos chasqueando los dedos con la mano izquierda, imitando el sonido de nueces chocando entre sí, algo que, recordaba, solía atraer la curiosidad de las ardillas en su tierra natal. Los roedores, desconcertados al principio, comenzaron a seguir el sonido, sus diminutas narices moviéndose con curiosidad. Aunque claro, su haz bajo la manga era ir dejando dulces y cualquier comestible de interés como un rastro en el laberinto de los roedores.
— Eso es... sigan el camino. —Murmuró mientras guiaba a los pequeños intrusos, abriendo con cuidado la puerta trasera para dejarlos salir al callejón nevado. El aire frío entró en la tienda, haciendo que el olor a azúcar y especias pareciera aún más intenso. Uno a uno, los roedores fueron saliendo, hasta que la alacena quedó prácticamente vacía. Solo uno permaneció atrás, una pequeña cría que parecía demasiado débil para seguir al resto.
Donatella se acercó lentamente y, con cuidado, tomó un paño limpio de la estantería y lo envolvió suavemente alrededor del pequeño animal. — No puedes quedarte aquí, pequeño. — Susurró mientras lo llevaba afuera y lo dejaba junto a los demás, asegurándose de que estuviera bien arropado en un rincón cálido junto a una pila de virutas de madera.
Cerró la puerta trasera y se giró hacia la señora, sacudió un poco sus guantes para limpiar los restos de harina y se permitió esbozar una sonrisa triunfal. — La tienda es suya nuevamente, abuela. — Declaró, con un tono suave pero seguro. — No se preocupe por deberme un favor ni nada, verla sonreír sería un pago más que suficiente. — Respondió Donatella con sinceridad, aunque su mirada se desviara un instante hacia el ventanal, donde la nieve seguía cayendo suavemente. El espíritu navideño no solo estaba en los adornos y los villancicos, sino en momentos como este, donde la generosidad se convertía en el mejor regalo. — Aunque le recomiendo hacer una especie de contención o crearles un refugio a los roedores fuera de su tienda, es un peligro para usted tenerlos dentro sin mencionar que pueden dañar la imagen de su local. — Su tono serio y firme no carecía de gentileza y sinceridad, mientras recorría la tienda reacomodando los estantes y objetos que utilizó, lanzando alguna que otra mirada a los lados buscando asegurarse de que ningún roedor se haya quedado atrás.