Arthur Soriz
Gramps
03-01-2025, 11:00 PM
La tienda parecía sumirse en una quietud extraña como si al fin, el caos que había estado presente por horas hubiera terminado definitivamente. Sin embargo la paz que había logrado establecerse en el interior se rompió como una burbuja que estalla en el aire. Los roedores que por un instante parecían haberse retirado o simplemente dejado de ser visibles, reaparecieron uno tras otro, y comenzaron a agolparse frente a la ventana de la fachada frontal mirando al interior del local. Había algo en su presencia, algo tan sencillo, que su aparición pareció tan natural como si hubieran estado esperándote a ti o a la señora Marisa para darles una respuesta.
A través de la cristalera empañada por el frío exterior, los pequeños animalitos se alinearon uno tras otro, con sus ojitos brillando con una mezcla de hambre y frío. Estaban ahí de pie observando con anhelo el interior donde el calor y los aromas dulces se mantenían intactos, como una promesa inalcanzable. El brillo en sus ojos parecía comunicar una súplica silenciosa... un llamado sordo que resonaba en la misma quietud de la tienda.
Había algo casi humano en su mirada, un toque de desesperación que no se podía ignorar. Parecían pequeños y frágiles al igual que la misma Marisa. A medida que uno a uno se acomodaban en el cristal, la señora que se encontraba justo a tu lado no pudo evitar suspirar, un suspiro que parecía contener todo el peso de una vida entera de compasión y sacrificio.
El aire estaba impregnado de un sentimiento compartido, casi tangible, como si las palabras ya no fueran necesarias. Miró a los ratones... luego a ti, y habló en un susurro tan bajo que casi se perdió en la atmósfera cargada de dulzura y complicidad.
— Ay, querida... ¿Crees que estarán bien? —la duda en su voz era profunda, cargada con la nostalgia de una mujer que había vivido mucho y había aprendido a encontrar belleza en los lugares menos esperados. Su mirada se desvió hacia los roedores una vez más como si temiera que se desvanecieran si les daba la espalda. Estaba claro que el dilema no solo era sobre la tienda ni sobre los ratones sino también sobre su propio corazón, dividido entre el deseo de ofrecerles refugio y el miedo que siempre la había acompañado cuando se trataba de esos pequeños invasores.
Marisa siguió observando a los roedores con una mezcla de ternura y desconcierto, como si pudiera ver más allá de su pequeño tamaño, como si esos animales tuviesen historias que contar que quizás nunca entendería. Sin embargo había algo en su voz que te hizo sentir que su corazón se debatía, luchaba entre la empatía y el miedo, entre lo que ella deseaba hacer y lo que sentía que debía hacer.
— Últimamente, he notado que parecen... ayudar —dijo, sus palabras saliendo con una mezcla de sorpresa y aceptación, como si las ideas que había tenido sobre los ratones no fueran del todo correctas—. Han estado agregando algo a los dulces, un toque diferente... más especias, más azúcar, algo que no había intentado antes, pero... que ha hecho que algunas de las recetas salgan mejor. No sé si es por accidente o si realmente saben lo que están haciendo, pero... —pausó, como si diera a las criaturas una dignidad que nunca antes les había dado—. Tal vez no sean tan malos, después de todo.
Tuviste la sensación de que sus palabras eran una justificación que venía del alma, una especie de reconciliación con un caos que nunca quiso entender del todo. Su mirada volvió a los ratones, a esos pequeños seres que seguían ahí mirando el calor de la tienda desde el frío invernal observando con una mezcla de curiosidad y deseo.
Pero rápidamente su rostro se tornó serio, una sombra de preocupación cruzó su rostro y una nueva ola de inseguridad la invadió. Se llevó las manos al delantal, apretándolo como si intentara retener algo invisible que se le escapaba entre los dedos.
— Pero yo... no puedo soportar tenerlos cerca, querida. Me asustan demasiado —admitió, su voz temblando apenas como si confesara algo que la avergonzaba profundamente. Una pena cálida y amarga se reflejó en sus ojos y de repente esa mujer que parecía tan fuerte, tan dispuesta a luchar por su tienda se mostró vulnerable, más humana que nunca—. Cada vez que se acercan, cada vez que escucho esos pequeños ruidos me pongo nerviosa, zapateo y tiro todo por miedo. Yo... no puedo controlarme. Me da miedo que un día se me escapen y se escondan donde no pueda encontrarlos. Y además... si siguen aquí, con lo que esto podría significar para la tienda... ¿Qué haremos?
Sus palabras parecían salir atropelladas y por un momento la imagen de la mujer frágil y pequeña parecía completamente ajena a la que había estado en pie, luchando por su negocio hasta ahora. Se mostraba vulnerable y afectada, como si la solución a este caos no fuera tan simple como ahuyentar a los ratones o ignorarlos. Finalmente, después de un largo suspiro, Marisa te miró directamente a los ojos. Su corazón estaba dividido entre el miedo y la compasión. Y en su voz la pregunta no era solo para ti, sino también para ella misma.
— ¿Tienes alguna idea, querida? —preguntó como si te viera como la única posible salvadora de una situación que se sentía demasiado grande para ella. — No quiero hacerle daño a los ratones. Pero no sé qué hacer... Estoy tan perdida. Lo último que quiero es que ellos se queden fuera, pero... tampoco puedo sacarme el miedo que les tengo.
Marisa finalmente se permitió dejar escapar un suspiro de frustración, y se pasó una mano arrugada por la frente, como si las decisiones que había estado tomando durante tanto tiempo ya la hubieran agotado. Pero en medio de todo eso, el que parecía ser el líder de ese grupo de ratones parecía saltar, brincar incluso frente a la ventana de la fachada. Como si fuesen entrenados para hacer lo que se les decía, los ratones empezaron a agruparse, trepando uno encima del otro como si fueran pequeños acróbatas.
Iban formando letras, pero el mensaje fue más que obvio... Luego de unos cuantos minutos, se formaron dos palabras.
"Queremos ayudar."
A través de la cristalera empañada por el frío exterior, los pequeños animalitos se alinearon uno tras otro, con sus ojitos brillando con una mezcla de hambre y frío. Estaban ahí de pie observando con anhelo el interior donde el calor y los aromas dulces se mantenían intactos, como una promesa inalcanzable. El brillo en sus ojos parecía comunicar una súplica silenciosa... un llamado sordo que resonaba en la misma quietud de la tienda.
Había algo casi humano en su mirada, un toque de desesperación que no se podía ignorar. Parecían pequeños y frágiles al igual que la misma Marisa. A medida que uno a uno se acomodaban en el cristal, la señora que se encontraba justo a tu lado no pudo evitar suspirar, un suspiro que parecía contener todo el peso de una vida entera de compasión y sacrificio.
El aire estaba impregnado de un sentimiento compartido, casi tangible, como si las palabras ya no fueran necesarias. Miró a los ratones... luego a ti, y habló en un susurro tan bajo que casi se perdió en la atmósfera cargada de dulzura y complicidad.
— Ay, querida... ¿Crees que estarán bien? —la duda en su voz era profunda, cargada con la nostalgia de una mujer que había vivido mucho y había aprendido a encontrar belleza en los lugares menos esperados. Su mirada se desvió hacia los roedores una vez más como si temiera que se desvanecieran si les daba la espalda. Estaba claro que el dilema no solo era sobre la tienda ni sobre los ratones sino también sobre su propio corazón, dividido entre el deseo de ofrecerles refugio y el miedo que siempre la había acompañado cuando se trataba de esos pequeños invasores.
Marisa siguió observando a los roedores con una mezcla de ternura y desconcierto, como si pudiera ver más allá de su pequeño tamaño, como si esos animales tuviesen historias que contar que quizás nunca entendería. Sin embargo había algo en su voz que te hizo sentir que su corazón se debatía, luchaba entre la empatía y el miedo, entre lo que ella deseaba hacer y lo que sentía que debía hacer.
— Últimamente, he notado que parecen... ayudar —dijo, sus palabras saliendo con una mezcla de sorpresa y aceptación, como si las ideas que había tenido sobre los ratones no fueran del todo correctas—. Han estado agregando algo a los dulces, un toque diferente... más especias, más azúcar, algo que no había intentado antes, pero... que ha hecho que algunas de las recetas salgan mejor. No sé si es por accidente o si realmente saben lo que están haciendo, pero... —pausó, como si diera a las criaturas una dignidad que nunca antes les había dado—. Tal vez no sean tan malos, después de todo.
Tuviste la sensación de que sus palabras eran una justificación que venía del alma, una especie de reconciliación con un caos que nunca quiso entender del todo. Su mirada volvió a los ratones, a esos pequeños seres que seguían ahí mirando el calor de la tienda desde el frío invernal observando con una mezcla de curiosidad y deseo.
Pero rápidamente su rostro se tornó serio, una sombra de preocupación cruzó su rostro y una nueva ola de inseguridad la invadió. Se llevó las manos al delantal, apretándolo como si intentara retener algo invisible que se le escapaba entre los dedos.
— Pero yo... no puedo soportar tenerlos cerca, querida. Me asustan demasiado —admitió, su voz temblando apenas como si confesara algo que la avergonzaba profundamente. Una pena cálida y amarga se reflejó en sus ojos y de repente esa mujer que parecía tan fuerte, tan dispuesta a luchar por su tienda se mostró vulnerable, más humana que nunca—. Cada vez que se acercan, cada vez que escucho esos pequeños ruidos me pongo nerviosa, zapateo y tiro todo por miedo. Yo... no puedo controlarme. Me da miedo que un día se me escapen y se escondan donde no pueda encontrarlos. Y además... si siguen aquí, con lo que esto podría significar para la tienda... ¿Qué haremos?
Sus palabras parecían salir atropelladas y por un momento la imagen de la mujer frágil y pequeña parecía completamente ajena a la que había estado en pie, luchando por su negocio hasta ahora. Se mostraba vulnerable y afectada, como si la solución a este caos no fuera tan simple como ahuyentar a los ratones o ignorarlos. Finalmente, después de un largo suspiro, Marisa te miró directamente a los ojos. Su corazón estaba dividido entre el miedo y la compasión. Y en su voz la pregunta no era solo para ti, sino también para ella misma.
— ¿Tienes alguna idea, querida? —preguntó como si te viera como la única posible salvadora de una situación que se sentía demasiado grande para ella. — No quiero hacerle daño a los ratones. Pero no sé qué hacer... Estoy tan perdida. Lo último que quiero es que ellos se queden fuera, pero... tampoco puedo sacarme el miedo que les tengo.
Marisa finalmente se permitió dejar escapar un suspiro de frustración, y se pasó una mano arrugada por la frente, como si las decisiones que había estado tomando durante tanto tiempo ya la hubieran agotado. Pero en medio de todo eso, el que parecía ser el líder de ese grupo de ratones parecía saltar, brincar incluso frente a la ventana de la fachada. Como si fuesen entrenados para hacer lo que se les decía, los ratones empezaron a agruparse, trepando uno encima del otro como si fueran pequeños acróbatas.
Iban formando letras, pero el mensaje fue más que obvio... Luego de unos cuantos minutos, se formaron dos palabras.
"Queremos ayudar."