
Agyo Nisshoku
Sol del Ocaso
03-01-2025, 11:35 PM
Sueños de Tormenta: La Visión de Agyo Nisshoku
La brisa salada del mar llenaba sus pulmones, pero no era una brisa común. Tenía un peso extraño, como si los propios cielos le advirtieran del peligro que se avecinaba. Agyo Nisshoku estaba al timón de un barco desconocido, una nave imponente con velas negras que relucían bajo los destellos esporádicos de los relámpagos. El horizonte, oscuro como la tinta, parecía un abismo que lo llamaba con un murmullo sordo.
No sabía cómo había llegado allí, pero en el sueño no importaba. El tacto del timón era firme y familiar, aunque no recordaba haber navegado nunca con una tormenta de semejante ferocidad sobre su cabeza.
Las olas eran gigantescas, verdaderas montañas líquidas que amenazaban con tragarse el barco en cada embate. Agyo ajustaba el timón, sus alas negras destellaban con un brillo ígneo, proyectando una luz cálida y casi tranquilizadora que contrastaba con la furia de la tormenta. El rugido del viento mezclado con los truenos era ensordecedor, pero aun así podía escuchar el crujir de la madera bajo sus pies, como si el barco mismo sufriera al resistir.
Cada ola era una batalla, y Agyo luchaba con todas sus fuerzas por mantener el rumbo. El agua fría salpicaba su rostro, pero no era eso lo que lo inquietaba. Había algo en el aire, algo más que la tormenta. Una presencia.
De pronto, una risa melódica resonó sobre el estruendo. Agyo giró la cabeza, buscando el origen del sonido. En el extremo del mástil principal, una figura femenina danzaba con gracia imposible. Su piel era de un blanco perlado, y sus ojos brillaban como estrellas. Era hermosa, pero había algo inquietante en su sonrisa. Agyo la reconoció al instante: era una manifestación de la Mero Mero no Mi, la fruta que había comido y que le daba su extraño poder.
—¿Crees que puedes domar esta tormenta, Agyo? —preguntó la figura, su voz un susurro que se coló entre los truenos.
—No tengo otra opción —respondió él, apretando el timón con más fuerza.
La figura rió nuevamente y desapareció entre un destello de luz. En su lugar, una ola descomunal se alzó frente a él, oscureciendo todo lo demás. Agyo sintió un nudo en el estómago, pero no soltó el timón. En un movimiento instintivo, extendió sus alas al máximo y las encendió, proyectando un destello de calor que atravesó la oscuridad. La ola lo golpeó con fuerza, lanzándolo hacia atrás. Por un momento, sintió que el barco iba a partirse en dos, pero milagrosamente resistió.
Cuando se levantó, jadeando, vio que no estaba solo. Su compañero, el enorme gato antropomorfo, había aparecido en la cubierta. Su imponente figura destacaba incluso en la tempestad. Con un rugido que parecía rivalizar con el trueno, el gato clavó sus garras en el mástil para estabilizarse.
—¡Agyo! ¡La tormenta no es lo único que nos amenaza! —gritó, señalando al horizonte.
Agyo siguió la dirección de su garra y lo vio: un remolino colosal giraba en la distancia, devorando todo a su paso. En su centro, un ojo brillante lo observaba, como si la propia tormenta estuviera viva y consciente. Una voz profunda resonó en su mente, incomprensible pero llena de intención. El remolino se acercaba rápido, demasiado rápido.
El gato desenvainó sus garras y miró a Agyo con determinación.
—Tú maneja el timón. Yo me ocuparé de lo que venga.
Agyo asintió, aunque no estaba seguro de qué significaban esas palabras. Ajustó el rumbo del barco, dirigiéndolo hacia el borde del remolino. Sabía que era una locura, pero su instinto le decía que la única forma de sobrevivir era enfrentarlo de frente.
El remolino rugía con una fuerza aterradora, y mientras se acercaban, Agyo notó que las aguas comenzaban a arremolinarse a su alrededor. La figura femenina volvió a aparecer, esta vez más cerca, flotando sobre la cubierta como un espectro.
—¿Por qué luchas? —preguntó, inclinando la cabeza con curiosidad—. Este mar es eterno. Siempre habrá tormentas. Siempre habrá caos.
—Porque soy más que esta tormenta —respondió Agyo, sus ojos brillando con una intensidad que igualaba a los relámpagos. Extendió sus alas y las encendió con toda su fuerza, iluminando el barco como un faro. La figura femenina lo observó, sorprendida, antes de desvanecerse una vez más.
El barco llegó al borde del remolino, y el mundo pareció ralentizarse. Agyo sintió cada latido de su corazón, cada gota de agua en su piel, cada fibra de su ser gritando por sobrevivir. Gritó con todas sus fuerzas, canalizando su energía en una explosión de luz que envolvió el barco. Por un momento, el remolino pareció detenerse, y el ojo brillante se cerró.
Cuando el silencio reemplazó al estruendo, Agyo abrió los ojos. Estaba en su camarote, empapado en sudor. El sonido del océano real era tranquilo, apenas un murmullo bajo las tablas del barco. Respiró profundamente, intentando calmar su corazón acelerado.
El sueño había terminado, pero algo de él persistía. Miró por la ventana hacia el mar oscuro y susurró para sí mismo:
—Las tormentas siempre regresan... pero yo también.
La brisa salada del mar llenaba sus pulmones, pero no era una brisa común. Tenía un peso extraño, como si los propios cielos le advirtieran del peligro que se avecinaba. Agyo Nisshoku estaba al timón de un barco desconocido, una nave imponente con velas negras que relucían bajo los destellos esporádicos de los relámpagos. El horizonte, oscuro como la tinta, parecía un abismo que lo llamaba con un murmullo sordo.
No sabía cómo había llegado allí, pero en el sueño no importaba. El tacto del timón era firme y familiar, aunque no recordaba haber navegado nunca con una tormenta de semejante ferocidad sobre su cabeza.
Las olas eran gigantescas, verdaderas montañas líquidas que amenazaban con tragarse el barco en cada embate. Agyo ajustaba el timón, sus alas negras destellaban con un brillo ígneo, proyectando una luz cálida y casi tranquilizadora que contrastaba con la furia de la tormenta. El rugido del viento mezclado con los truenos era ensordecedor, pero aun así podía escuchar el crujir de la madera bajo sus pies, como si el barco mismo sufriera al resistir.
Cada ola era una batalla, y Agyo luchaba con todas sus fuerzas por mantener el rumbo. El agua fría salpicaba su rostro, pero no era eso lo que lo inquietaba. Había algo en el aire, algo más que la tormenta. Una presencia.
De pronto, una risa melódica resonó sobre el estruendo. Agyo giró la cabeza, buscando el origen del sonido. En el extremo del mástil principal, una figura femenina danzaba con gracia imposible. Su piel era de un blanco perlado, y sus ojos brillaban como estrellas. Era hermosa, pero había algo inquietante en su sonrisa. Agyo la reconoció al instante: era una manifestación de la Mero Mero no Mi, la fruta que había comido y que le daba su extraño poder.
—¿Crees que puedes domar esta tormenta, Agyo? —preguntó la figura, su voz un susurro que se coló entre los truenos.
—No tengo otra opción —respondió él, apretando el timón con más fuerza.
La figura rió nuevamente y desapareció entre un destello de luz. En su lugar, una ola descomunal se alzó frente a él, oscureciendo todo lo demás. Agyo sintió un nudo en el estómago, pero no soltó el timón. En un movimiento instintivo, extendió sus alas al máximo y las encendió, proyectando un destello de calor que atravesó la oscuridad. La ola lo golpeó con fuerza, lanzándolo hacia atrás. Por un momento, sintió que el barco iba a partirse en dos, pero milagrosamente resistió.
Cuando se levantó, jadeando, vio que no estaba solo. Su compañero, el enorme gato antropomorfo, había aparecido en la cubierta. Su imponente figura destacaba incluso en la tempestad. Con un rugido que parecía rivalizar con el trueno, el gato clavó sus garras en el mástil para estabilizarse.
—¡Agyo! ¡La tormenta no es lo único que nos amenaza! —gritó, señalando al horizonte.
Agyo siguió la dirección de su garra y lo vio: un remolino colosal giraba en la distancia, devorando todo a su paso. En su centro, un ojo brillante lo observaba, como si la propia tormenta estuviera viva y consciente. Una voz profunda resonó en su mente, incomprensible pero llena de intención. El remolino se acercaba rápido, demasiado rápido.
El gato desenvainó sus garras y miró a Agyo con determinación.
—Tú maneja el timón. Yo me ocuparé de lo que venga.
Agyo asintió, aunque no estaba seguro de qué significaban esas palabras. Ajustó el rumbo del barco, dirigiéndolo hacia el borde del remolino. Sabía que era una locura, pero su instinto le decía que la única forma de sobrevivir era enfrentarlo de frente.
El remolino rugía con una fuerza aterradora, y mientras se acercaban, Agyo notó que las aguas comenzaban a arremolinarse a su alrededor. La figura femenina volvió a aparecer, esta vez más cerca, flotando sobre la cubierta como un espectro.
—¿Por qué luchas? —preguntó, inclinando la cabeza con curiosidad—. Este mar es eterno. Siempre habrá tormentas. Siempre habrá caos.
—Porque soy más que esta tormenta —respondió Agyo, sus ojos brillando con una intensidad que igualaba a los relámpagos. Extendió sus alas y las encendió con toda su fuerza, iluminando el barco como un faro. La figura femenina lo observó, sorprendida, antes de desvanecerse una vez más.
El barco llegó al borde del remolino, y el mundo pareció ralentizarse. Agyo sintió cada latido de su corazón, cada gota de agua en su piel, cada fibra de su ser gritando por sobrevivir. Gritó con todas sus fuerzas, canalizando su energía en una explosión de luz que envolvió el barco. Por un momento, el remolino pareció detenerse, y el ojo brillante se cerró.
Cuando el silencio reemplazó al estruendo, Agyo abrió los ojos. Estaba en su camarote, empapado en sudor. El sonido del océano real era tranquilo, apenas un murmullo bajo las tablas del barco. Respiró profundamente, intentando calmar su corazón acelerado.
El sueño había terminado, pero algo de él persistía. Miró por la ventana hacia el mar oscuro y susurró para sí mismo:
—Las tormentas siempre regresan... pero yo también.