Terence Blackmore
Enigma del East Blue
09-08-2024, 06:12 PM
Ah, la humanidad, tan predecible y tan deleitablemente errática en su comportamiento...
Cuando me propuse tender mi pequeña trampa verbal a aquellos insolentes nobles, lo hice no con la esperanza de enseñarles una lección, sino más bien para observar cómo responderían a la delicada danza de las expectativas sociales y la amenaza velada. Por supuesto, no me sorprendió cuando rechazaron mi oferta de agua con la típica altivez de su clase, pero sí debo admitir que la reacción, o más bien, la falta de reacción, del cohero me dejó un tanto insatisfecho.
No me desalenté; al contrario, lo tomé como una confirmación de que el miedo había calado hondo en sus huesos, un escalofrío silencioso que, aunque no pronunciado, se revelaba en su rostro.
Mientras Teddy, el cochero, expresaba su agradecimiento hacia el anciano Lovecraft, vi una oportunidad para seguir urdiendo mi red de intrigas. Me acerqué, sibilino, susurrando ideas que solo alguien con una mente ágil y una inclinación natural hacia el caos podría apreciar. Sin embargo, el buen Teddy, con la mentalidad comercial que parece tan común en estos parajes, me respondió con una perspectiva sorprendentemente pragmática: los nobles, a pesar de su despreciable actitud, seguían siendo rentables para el hotel.
Qué revelador. No pude evitar sonreír ante la idea de que incluso en este vasto y aparentemente desolado paisaje, todo seguía girando en torno a la economía. Pero mi sonrisa era una que Teddy no entendió en su totalidad, una sonrisa que escondía el placer de un juego bien jugado, aunque todavía sin concluir.
La llegada de los primeros animales a la vista causó una agitación palpable entre los pasajeros del carruaje. Observé, con el interés de un naturalista que estudia un extraño espécimen, cómo Brand, el más alto de los nobles, avanzaba hacia la parte frontal del carruaje, arma en mano. Era curioso cómo, tras el incidente anterior, había aprendido a no pisar a los demás en su precipitada ansia de imponerse; una lástima, pensé, que su aprendizaje fuera tan limitado. Su hermano, por otro lado, optó por una retirada discreta, alejándose del viejo Lovecraft como si temiera que la sombra del anciano pudiera devorar su alma. Cómo me habría deleitado con esa idea, si tan solo hubiera sido yo el objeto de su temor, pero era tiempo de ser paciente.
Y luego, claro, el disparo accidental. Una deliciosa ironía, casi palpable en su absurdo. Brand, en su nerviosismo y evidente ineptitud, disparó su arma sin intención, apenas fallando a aquel herpéstido bocazas. El estruendo del disparo, sin embargo, tuvo consecuencias que ningún miembro de este desorganizado grupo había previsto: los ñus, esas criaturas fácilmente asustadizas, comenzaron a moverse en desbandada, acelerando el ritmo como si el mismo diablo les pisara los talones. No pude evitar una pequeña risa al ver cómo la situación, que ya de por sí era un caos, se transformaba en algo aún más deliciosamente extraño.
De la maleza, surgieron las verdaderas cazadoras de este drama: las hienas.
El rugido de la naturaleza se desplegaba ante mis ojos, un escenario salvaje donde el hombre volvía a ser nada más que una presa, recordándonos cuán frágil era nuestra civilización cuando se enfrentaba al orden primordial de las bestias. Observaba la escena con un deleite macabro, mientras el caos y la adrenalina se mezclaban en una sinfonía brutal.
Mientras observaba a mis compañeros prepararse para enfrentar esta nueva amenaza, mi atención fue capturada por el movimiento frenético de uno de ellos, aquel que se encontraba en el lateral del carruaje, el sabio de Lovecraft, cuya habilidad con una antorcha improvisada era, por decirlo de manera caritativa, más entusiasmo que destreza, agitaba el fuego en un intento desesperado de mantener a raya a las hienas. Su grito gutural resonó con una fuerza inesperada, un sonido que, por un breve momento, pareció hacer vacilar a las criaturas. Pero las hienas, astutas como siempre, no eran tan fáciles de amedrentar. Sus cuerpos esbeltos y musculosos se movían con una agilidad que dejaba claro que estaban acostumbradas a lidiar con presas mucho más peligrosas que un grupo de humanos asustados.
Fue entonces cuando lo vi. En la penumbra que rodeaba el escenario de nuestro combate, una figura majestuosa emergió, observándonos desde la distancia con una calma que solo un verdadero rey podía poseer. El león, el verdadero monarca de la sabana, se encontraba cerca con su mirada fija en nosotros, como si evaluara si valíamos el esfuerzo de una cacería. Su presencia era tan dominante que por un momento todo pareció detenerse. Incluso las hienas, aquellas bestias carroñeras, parecieron mostrar una sutil deferencia hacia él, manteniendo su distancia con una mezcla de respeto y miedo.
El hombre de la antorcha también lo vio y, en un arrebato de pánico, llamó al mink bocazas, señalando la imponente figura del león. La antorcha, que hasta entonces había sido su única defensa, se extinguió en sus manos, dejando un rastro de humo que se alzaba perezosamente hacia el cielo. El humo, aunque denso, no parecía suficiente para ahuyentar a las hienas que aún nos acechaban con ojos depredadores, pero me pregunté si el león podría aprovecharlo, si acaso lo que para nosotros era un problema, para él sería una ventaja táctica.
Decidí finalmente ponerme en pie, hastiado por la situación y vagamente irritado por la incompetencia manifiesta que había a bordo de aquel carro. Deseé en silencio que hubiera víctimas y unos segundos más tarde, tomando por ventaja el humo para poner también espacio entre su depredador y ella, una hiena se abalanzó contra el carruaje, llegando hasta nuestra altura.
Yo no iba a ser una presa, y siendo un pleno conocedor de esto, proferí una patada rápida a la mandíbula de esta en pleno salto, para aprovechar su impulso y mi rápido giro de cadera en un golpe fatal.
-¿Nadie ha pensado en los caballos? Son presa fácil y nuestro único medio de transporte... ¿Es que os falta previsión o sois imbéciles?- comenté agarrando del la pechera al hermano que había quedado en el carruaje para aleccionarlo. Mi pose era extremadamente relajada para la situación, pero la amenaza consciente había sido manifiesta. - ¿Quieres de una vez darle un disparo a las hienas? - dije rápidamente.
Después de todo, la verdadera naturaleza del hombre se revela en el filo del peligro, y allí, justo allí, es donde reside la auténtica diversión.