Octojin
El terror blanco
23-01-2025, 07:50 PM
El aire en el bosque se siente más denso mientras Astrid os observa con un semblante serio y evaluador. Antes de que puedas alejarte, Ragn, la mujer extiende su mano y te agarra del brazo con firmeza, aunque sus movimientos aún muestran signos de debilidad.
—Espera. Necesitarás algo para entrar ahí —la mujer cierra los ojos por un instante, como si se concentrara, y alza la mano que antes te había sujetado.
Tras ese momento de quietud, Astrid abre los ojos y, con movimientos lentos pero decididos, se quita la capa. Lo que revela bajo ella te sorprende: en su espalda lleva un carcaj lleno de flechas, pero no hay rastro de ningún arco. Aún así, no es el carcaj lo que llama la atención, sino las flechas en su interior. Saca una, y lo primero que notas es su diseño inusual. Las grandes plumas negras que la adornan parecen hechas para cortar el viento con precisión, y la punta, de una piedra negra opaca, tiene un brillo tenue pero ominoso. No es kairoseki, pero su textura y color sugieren algo igualmente raro, quizá una piedra única de la isla.
—Llévala contigo. —Te entrega la flecha mientras sus ojos se clavan en los tuyos, y por un momento parece medirte con la mirada.
En ese instante, un cuervo baja desde las alturas y se posa en el hombro de Astrid. La mujer le lanza una mirada fija, y, como si le diera una orden silenciosa, el ave alza el vuelo nuevamente y va a posarse sobre tu hombro, Ragn. Su peso apenas se siente, pero su presencia es inconfundible.
—Con la flecha y el cuervo, te dejarán pasar. No te preocupes, no te picará si no le provocas. Di que vas de parte de Astrid y que es una urgencia —Su tono es firme, como si no hubiera espacio para dudar de sus palabras.
Tras esas instrucciones, Astrid se reclina de nuevo contra el árbol mientras tú, Ragn, comienzas tu camino hacia el Salón de Hrothgard. El camino no te costará mucho, es exactamente el mismo que habéis hecho hace un momento.
El Salón de Hrothgard se alza majestuoso frente a ti, flanqueado por dos enormes puertas de roble. Los grabados en las puertas representan lobos y dragones en una danza épica, cada detalle parece contar una historia que escapa al tiempo. Sobre la entrada, un gigantesco escudo, símbolo del Jarl, cuelga como emblema de protección. Dos guardias, altos y de complexión robusta, custodian la entrada. Sus ojos se agrandan al verte acercarte con el cuervo sobre tu hombro y la flecha en tu mano.
—¿Qué diablos significa esto? —murmura uno de ellos, visiblemente sorprendido, mientras el otro se pone tenso, como si considerara intervenir.
Sin necesidad de que digas una palabra, ambos parecen captar la gravedad de la situación. Te miran de arriba abajo, y uno de ellos asiente lentamente antes de abrir las puertas.
—Adelante. —El mismo guardia te escolta hacia el interior, aunque no deja de lanzarte miradas cautelosas.
Dentro, la vastedad del salón te envuelve. Es una sala rectangular con techos altísimos sostenidos por pilares decorados con runas que parecen brillar tenuemente bajo la luz de las antorchas. A lo largo de las paredes cuelgan cuadros y tapices, cada uno representando escenas de batallas gloriosas y gestas heroicas. El ambiente está cargado de voces graves, conversaciones entre guerreros y líderes que llenan la sala con un murmullo constante.
Sin embargo, seguramente tu atención se centre en el trono al fondo. Una plataforma elevada sostiene un asiento imponente de madera y cuero, decorado con motivos de cuervos. Estos, símbolos del conocimiento y la vigilancia, parecen observarte desde la estructura misma del trono. Sentada en él está una mujer que, incluso entre tanta imponencia, destaca con creces.
El Jarl, Freydis. Su figura alta y musculosa irradia autoridad. Su cabello rojo fuego, trenzado con precisión, contrasta con la dureza de su armadura de cuero reforzado. La capa de piel de lobo que lleva sobre los hombros parece un recordatorio constante de su posición y poder.
Cuando entras, Freydis alza la vista y, al verte, hace una seña con la mano. Las conversaciones cesan al instante, y todos los presentes giran la cabeza hacia ti. Sin mediar palabra, Freydis se levanta y avanza hacia ti con pasos decididos, sus ojos grises rápidamente se clavan en los tuyos.
—¿Astrid? ¿Le ha pasado algo? —pregunta en cuanto está lo suficientemente cerca, su voz es firme pero contiene un matiz de preocupación.
Antes de que puedas responder, te hace un gesto para que la sigas. Junto al escolta, te lleva a una sala más pequeña, lejos del bullicio principal, donde te mira expectante, como si tus palabras fueran a definir el curso de lo que está por venir.
Mientras tanto, Airgid permanece en el claro con Astrid. La guerrera asiente brevemente mientras sacas el botiquín y te preparas para tratar sus heridas. Se desabrocha la armadura con movimientos firmes, revelando una herida profunda en el costado. Aunque queda casi en ropa interior, no muestra signos de incomodidad por el frío; su piel curtida parece inmune al clima hostil de la isla. Puedes ver innumerables contusiones por todo el cuerpo, pero sin lugar a dudas la mayor herida está ahí. Quizá en las piernas tenga alguna más, pero al haberse quitado las botas, quizá no le molesta.
—Eres eficiente —comenta mientras empiezas a limpiar y vendar la herida. Aunque su rostro apenas refleja dolor, puedes notar el leve temblor de sus músculos tensos por el esfuerzo de mantenerse estoica.
Cuando le ofreces comida, la acepta sin dudar. Mordisquea con rapidez, como si cada segundo contara, y te lanza una sonrisa que, aunque cansada, tiene un toque de gratitud.
Ante tu pregunta sobre la energía de la isla, su expresión cambia ligeramente, como si hubiese esperado que mencionaras algo así.
—Skjoldheim está llena de misticismo. Los dioses, las leyendas, todo está aquí —Hace un gesto hacia las runas de su atuendo y los tatuajes que cubren partes de su piel —. Creemos en honrarlos con ofrendas, y las runas están dedicadas a ellos. Quizá por eso los de fuera sentís lo que nosotros llevamos en la sangre. Yo no vivo en el centro de Skjoldheim, sino en un asentamiento a las afueras, así que no comparto todas las costumbres que hay en esta isla. Sin embargo, yo también noto ese misticismo.
Una vez tratada y alimentada, Astrid se pone en pie, tambaleándose ligeramente, pero con más energía que antes. Mira hacia el monte y señala con un dedo firme.
—Debemos ir ahí. Los míos están en peligro. Comunícate con tu compañero y vayamos. O espérale aquí mientras yo voy, pero no tenemos tiempo que perder. Deben estar en peligro.
Su idea es clara, incluso cuando su cuerpo todavía muestra signos de debilidad. El tiempo empieza a ser un problema, y la decisión de actuar está ahora en tus manos.
—Espera. Necesitarás algo para entrar ahí —la mujer cierra los ojos por un instante, como si se concentrara, y alza la mano que antes te había sujetado.
Tras ese momento de quietud, Astrid abre los ojos y, con movimientos lentos pero decididos, se quita la capa. Lo que revela bajo ella te sorprende: en su espalda lleva un carcaj lleno de flechas, pero no hay rastro de ningún arco. Aún así, no es el carcaj lo que llama la atención, sino las flechas en su interior. Saca una, y lo primero que notas es su diseño inusual. Las grandes plumas negras que la adornan parecen hechas para cortar el viento con precisión, y la punta, de una piedra negra opaca, tiene un brillo tenue pero ominoso. No es kairoseki, pero su textura y color sugieren algo igualmente raro, quizá una piedra única de la isla.
—Llévala contigo. —Te entrega la flecha mientras sus ojos se clavan en los tuyos, y por un momento parece medirte con la mirada.
En ese instante, un cuervo baja desde las alturas y se posa en el hombro de Astrid. La mujer le lanza una mirada fija, y, como si le diera una orden silenciosa, el ave alza el vuelo nuevamente y va a posarse sobre tu hombro, Ragn. Su peso apenas se siente, pero su presencia es inconfundible.
—Con la flecha y el cuervo, te dejarán pasar. No te preocupes, no te picará si no le provocas. Di que vas de parte de Astrid y que es una urgencia —Su tono es firme, como si no hubiera espacio para dudar de sus palabras.
Tras esas instrucciones, Astrid se reclina de nuevo contra el árbol mientras tú, Ragn, comienzas tu camino hacia el Salón de Hrothgard. El camino no te costará mucho, es exactamente el mismo que habéis hecho hace un momento.
El Salón de Hrothgard se alza majestuoso frente a ti, flanqueado por dos enormes puertas de roble. Los grabados en las puertas representan lobos y dragones en una danza épica, cada detalle parece contar una historia que escapa al tiempo. Sobre la entrada, un gigantesco escudo, símbolo del Jarl, cuelga como emblema de protección. Dos guardias, altos y de complexión robusta, custodian la entrada. Sus ojos se agrandan al verte acercarte con el cuervo sobre tu hombro y la flecha en tu mano.
—¿Qué diablos significa esto? —murmura uno de ellos, visiblemente sorprendido, mientras el otro se pone tenso, como si considerara intervenir.
Sin necesidad de que digas una palabra, ambos parecen captar la gravedad de la situación. Te miran de arriba abajo, y uno de ellos asiente lentamente antes de abrir las puertas.
—Adelante. —El mismo guardia te escolta hacia el interior, aunque no deja de lanzarte miradas cautelosas.
Dentro, la vastedad del salón te envuelve. Es una sala rectangular con techos altísimos sostenidos por pilares decorados con runas que parecen brillar tenuemente bajo la luz de las antorchas. A lo largo de las paredes cuelgan cuadros y tapices, cada uno representando escenas de batallas gloriosas y gestas heroicas. El ambiente está cargado de voces graves, conversaciones entre guerreros y líderes que llenan la sala con un murmullo constante.
Sin embargo, seguramente tu atención se centre en el trono al fondo. Una plataforma elevada sostiene un asiento imponente de madera y cuero, decorado con motivos de cuervos. Estos, símbolos del conocimiento y la vigilancia, parecen observarte desde la estructura misma del trono. Sentada en él está una mujer que, incluso entre tanta imponencia, destaca con creces.
El Jarl, Freydis. Su figura alta y musculosa irradia autoridad. Su cabello rojo fuego, trenzado con precisión, contrasta con la dureza de su armadura de cuero reforzado. La capa de piel de lobo que lleva sobre los hombros parece un recordatorio constante de su posición y poder.
Cuando entras, Freydis alza la vista y, al verte, hace una seña con la mano. Las conversaciones cesan al instante, y todos los presentes giran la cabeza hacia ti. Sin mediar palabra, Freydis se levanta y avanza hacia ti con pasos decididos, sus ojos grises rápidamente se clavan en los tuyos.
—¿Astrid? ¿Le ha pasado algo? —pregunta en cuanto está lo suficientemente cerca, su voz es firme pero contiene un matiz de preocupación.
Antes de que puedas responder, te hace un gesto para que la sigas. Junto al escolta, te lleva a una sala más pequeña, lejos del bullicio principal, donde te mira expectante, como si tus palabras fueran a definir el curso de lo que está por venir.
Mientras tanto, Airgid permanece en el claro con Astrid. La guerrera asiente brevemente mientras sacas el botiquín y te preparas para tratar sus heridas. Se desabrocha la armadura con movimientos firmes, revelando una herida profunda en el costado. Aunque queda casi en ropa interior, no muestra signos de incomodidad por el frío; su piel curtida parece inmune al clima hostil de la isla. Puedes ver innumerables contusiones por todo el cuerpo, pero sin lugar a dudas la mayor herida está ahí. Quizá en las piernas tenga alguna más, pero al haberse quitado las botas, quizá no le molesta.
—Eres eficiente —comenta mientras empiezas a limpiar y vendar la herida. Aunque su rostro apenas refleja dolor, puedes notar el leve temblor de sus músculos tensos por el esfuerzo de mantenerse estoica.
Cuando le ofreces comida, la acepta sin dudar. Mordisquea con rapidez, como si cada segundo contara, y te lanza una sonrisa que, aunque cansada, tiene un toque de gratitud.
Ante tu pregunta sobre la energía de la isla, su expresión cambia ligeramente, como si hubiese esperado que mencionaras algo así.
—Skjoldheim está llena de misticismo. Los dioses, las leyendas, todo está aquí —Hace un gesto hacia las runas de su atuendo y los tatuajes que cubren partes de su piel —. Creemos en honrarlos con ofrendas, y las runas están dedicadas a ellos. Quizá por eso los de fuera sentís lo que nosotros llevamos en la sangre. Yo no vivo en el centro de Skjoldheim, sino en un asentamiento a las afueras, así que no comparto todas las costumbres que hay en esta isla. Sin embargo, yo también noto ese misticismo.
Una vez tratada y alimentada, Astrid se pone en pie, tambaleándose ligeramente, pero con más energía que antes. Mira hacia el monte y señala con un dedo firme.
—Debemos ir ahí. Los míos están en peligro. Comunícate con tu compañero y vayamos. O espérale aquí mientras yo voy, pero no tenemos tiempo que perder. Deben estar en peligro.
Su idea es clara, incluso cuando su cuerpo todavía muestra signos de debilidad. El tiempo empieza a ser un problema, y la decisión de actuar está ahora en tus manos.