Con toda probabilidad, aquella era la playa más pequeña de todo Ginebra Blues. Asomaba de la parte baja de una muralla donde la ciudad se encontraba con el mar. Hacia arriba, diez metros de roca natural y sobre esta casi cincuenta metros de muro de ladrillo antes de llegar al primer edificio.
Me había soltado del pesquero en aquella zona poco transitada, en aquel refugio de arena a la sombra de la ciudad. Me encontraba agotado, sediento y hambriento. Tumbado y aferrado a la tinaja, miré al cielo durante un rato. ¿Qué estaba haciendo? No parecía hallar mi lugar en el mundo desde que abandoné aquella maldita isla. Los trabajos legales, a bordo de cualquier barco de pesca o transporte, se estaban convirtiendo cada vez en más escasos e infructuosos.
Le di un mordisco a una manzana. “A la gente no le gustan los minks y tampoco les gustan los zorros”, pensé. “Cada tripulación con la que me embarco, cada humano que conozco, alberca hacia mi una desconfianza repulsiva y atávica”, me dije, encendiendo cada vez más un fuego en mi interior. “¿Cuántos esfuerzos he hecho por alejarme?¿Cuánto he intentado abandonar el camino del pirata? ¡¿Y de cuántos barcos me han echado por ser lo que soy?!”, exclamé mientras de otro mordisco me acababa la fruta.
Tomé una fruta más. “Si esta sociedad no me acepta, me enfrentaré a ella”, dije, terminando de una vez con aquella pieza.
Agarré otra fruta. “¡Si la sociedad no me acepta, allá donde se encuentre tendrá en mí un enemigo!”. Mastiqué con furia, alimentando mi determinación.
Una fruta más. “Allá donde dan forma a este mundo, haré la guerra”.
Como un golpe eléctrico, el sabor sacudió mi lengua. Sabía a cadáver. Al cadáver de algún dios antiguo. El sabor del cadáver del mar, con todos sus habitantes incluidos. Me había tragado media fruta sin fijarme y, por los océanos, que aquel era el peor sabor que había probado en mi vida. Me retorcí como una serpiente muriendo. “¿Esto estaba envenenado?”
Miré la fruta con detenimiento. Con la silueta de una manzana, brillaba bajo el sol como un vidrio retorcido en espirales. La parte donde había mordido se desvanecía en remolinos por el aire como si estuviera hecha de luz. Casi parecía que la parte exterior era una cáscara, cristalizada, de resina o néctar, que había crecido alrededor de un cuerpo etéreo.
Arrojé la fruta a un lado con repulsión. Me incorporé sobresaltado y acelerado. ¡¿Qué diablos era aquello?! El sabor volvió a golpearme, recorriendo, de alguna forma, todo mi cuerpo. Me llevé la mano al torso. Agarrado a aquel muro creí que moriría.