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Arthur Soriz
Gramps
31-01-2025, 09:44 AM
(Última modificación: 31-01-2025, 09:47 AM por Arthur Soriz.)
El tabernero te sonreía apenas un poco. No era una sonrisa falsa, pero sí algo forzada. Aún sabía que hasta que no se solucionara este embrollo las cosas seguirían igual. A donde quiera que fueras siempre te verían de mala gana, incluso amenazándote con informarle a la Marina acerca de tus acciones de las que siquiera eras culpable realmente. ¡Malditos imbéciles! Cuyo ego había sido herido por ti y por ende ahora tenían la necesidad de arruinarte la vida tan solo porque ellos, en su estúpida creencia de ser más que nadie, opinaban que tú les habías hecho lo mismo humillándolos. Necesitaban vengarse, y no pensaron en nada mejor que hacer que tu reputación en Cocoyashi cayera a pique.
Pronto llegaste a la plaza, y con ello al callejón que te había indicado la hija del tabernero. Este era oscuro, el aire estaba viciado con el olor de las cajas viejas y barriles de madera olvidado cuyos contenidos ya se habían podrido hacía tiempo. Llegaste seguro de que habías encontrado su escondite pero... no había nadie. El callejón estaba vacío, silencioso, como si los rufianes hubieran anticipado que vendrías y se estuvieran divirtiendo a costa de tu presencia.
Fue entonces cuando con un crujido seco de madera un ruido sordo que hizo retumbar tus costillas, una patada directa en tu espalda te empujó hacia adelante, obligándote a caer con fuerza en el suelo. No fue el golpe de un experto, pero sí lo suficiente para desequilibrarte y hacerte tropezar incluso con tu colosal altura. Podías aún así rodar, había espacio suficiente como para amortiguar la caída si eras lo suficientemente habilidoso. Fue un ataque impulsivo pero efectivamente calculado.
Cuando te repusiste, delante de ti en medio de las sombras surgieron los hombres que habías estado buscando. Los mismos que, tras su humillación te habían colocado en el centro de esos malditos rumores. Se recostaban contra las paredes con una actitud despectiva, la risa flotando en el aire. Los dos te miraban de pies a cabeza, ya te tenían en la mirada y con la sangre en el ojo... casi que de forma literal. Te la tenían jurada y si no lo hacían con los rumores lo hacían con la fuerza.
El primero, más bajo que su compañero, fue el primero en romper el silencio.
— Entonces, ¿qué? —comenzó, con un tono burlesco, disfrutando de cada momento—. ¿Vienes a pedir perdón? Porque si lo haces podemos pensarnos el decir que no has sido tú el del bote, que de hecho tan solo se extravió y lo encontramos por causalidad~.
La risa del segundo, de complexión delgada pero igualmente incómodo de ver, resonó con una torpeza que parecía dejar en claro que no tenía todos los caramelos en el jarro. Que sus patitos no estaban en fila; que era un imbécil.
— Sí, sí, pide disculpas —añadió, dando una carcajada sin mucha gracia— y devolveremos el bote que robamos.
Al decir esto y antes de que tuvieras chance de responder o dar un paso hacia ellos, el primero le dio tal golpe en la nuca a su compañero, que le hizo resonar el cráneo en todo el callejón. Incluso parecía que la cabeza de su amigo había vibrado por el impacto, un claro recordatorio de que el segundo no era el más brillante.
— ¡¿Y por qué me pegas a mi?! —gruñó, frotándose la nuca mientras su mirada pasaba rápidamente entre los dos, confundido más que feroz. Era el momento, ¿qué harías tú ahora? ¿Serías capaz de desterrar esas falsas acusaciones de una vez y por todas? ¿Los harías confesar? Eso ya queda a tu decisión, humilde caballero. Pero tendrás que hacerlo a las malas, esta gente no parece muy avispada para convencer de otro modo.
Pronto llegaste a la plaza, y con ello al callejón que te había indicado la hija del tabernero. Este era oscuro, el aire estaba viciado con el olor de las cajas viejas y barriles de madera olvidado cuyos contenidos ya se habían podrido hacía tiempo. Llegaste seguro de que habías encontrado su escondite pero... no había nadie. El callejón estaba vacío, silencioso, como si los rufianes hubieran anticipado que vendrías y se estuvieran divirtiendo a costa de tu presencia.
Fue entonces cuando con un crujido seco de madera un ruido sordo que hizo retumbar tus costillas, una patada directa en tu espalda te empujó hacia adelante, obligándote a caer con fuerza en el suelo. No fue el golpe de un experto, pero sí lo suficiente para desequilibrarte y hacerte tropezar incluso con tu colosal altura. Podías aún así rodar, había espacio suficiente como para amortiguar la caída si eras lo suficientemente habilidoso. Fue un ataque impulsivo pero efectivamente calculado.
Cuando te repusiste, delante de ti en medio de las sombras surgieron los hombres que habías estado buscando. Los mismos que, tras su humillación te habían colocado en el centro de esos malditos rumores. Se recostaban contra las paredes con una actitud despectiva, la risa flotando en el aire. Los dos te miraban de pies a cabeza, ya te tenían en la mirada y con la sangre en el ojo... casi que de forma literal. Te la tenían jurada y si no lo hacían con los rumores lo hacían con la fuerza.
El primero, más bajo que su compañero, fue el primero en romper el silencio.
— Entonces, ¿qué? —comenzó, con un tono burlesco, disfrutando de cada momento—. ¿Vienes a pedir perdón? Porque si lo haces podemos pensarnos el decir que no has sido tú el del bote, que de hecho tan solo se extravió y lo encontramos por causalidad~.
La risa del segundo, de complexión delgada pero igualmente incómodo de ver, resonó con una torpeza que parecía dejar en claro que no tenía todos los caramelos en el jarro. Que sus patitos no estaban en fila; que era un imbécil.
— Sí, sí, pide disculpas —añadió, dando una carcajada sin mucha gracia— y devolveremos el bote que robamos.
Al decir esto y antes de que tuvieras chance de responder o dar un paso hacia ellos, el primero le dio tal golpe en la nuca a su compañero, que le hizo resonar el cráneo en todo el callejón. Incluso parecía que la cabeza de su amigo había vibrado por el impacto, un claro recordatorio de que el segundo no era el más brillante.
— ¡¿Y por qué me pegas a mi?! —gruñó, frotándose la nuca mientras su mirada pasaba rápidamente entre los dos, confundido más que feroz. Era el momento, ¿qué harías tú ahora? ¿Serías capaz de desterrar esas falsas acusaciones de una vez y por todas? ¿Los harías confesar? Eso ya queda a tu decisión, humilde caballero. Pero tendrás que hacerlo a las malas, esta gente no parece muy avispada para convencer de otro modo.