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Shaelia D. Flamme
La Salamandra
09-02-2025, 10:19 PM
(Última modificación: 09-02-2025, 10:20 PM por Shaelia D. Flamme.)
Petición
El fragor de la batalla resonaba en toda Onigashima. El aire olía a sangre y azufre, y los gritos de guerra de los clanes se entremezclaba con el choque del acero. Nada fuera de lo común, solo un día más en aquella isla llena de conflictos y rivalidades. Aquella noche, el clan Xathrid había decidido atacar por sorpresa, sorprendiendo al clan Flamme mientras dormían. Una buena estrategia, aunque no lo suficiente como para acabar con ellos, aún. En mitad del caos, una pequeña figura observaba sin perder detalle, con lo ojos encendidos de emoción y determinación. Shaelia, con apenas cinco años, no era ajena a la violencia. Como cualquier otro niño demonio, había nacido en medio de ella, rodeada de ella, en una tierra donde la guerra era el lenguaje común y un medio para obtener lo que se quería, muchas veces, incluso el amor. Los guerreros luchaban a las puertas de su choza. Su padre estaba allí, a unos pocos metros de distancia de su madre, ambos desgarrando enemigos con la fuerza descomunal de los onis, compenetrándose en cada movimiento como una danza letal. Shaelia no entendía completamente la política de los clanes ni la razón de esta guerra eterna, pero sí entendía una cosa: su gente estaba peleando, y ella no iba a quedarse de brazos cruzados.
Con un rugido infantil que apenas logró distinguirse entre la jauría del combate, salió corriendo de su hogar para unirse a la contienda. Sus pequeños pies descalzos golpeaban la tierra negruzca con fuerza, sus puñitos se apretaban con determinación. Se lanzó a por el primer Xathrid que vio, asestándole un cabezazo dirigido concretamente con sus dos cuernos, clavándoselos directamente en el gaznate. La sangre borboteó sobre sus cabellos suavemente rosados mientras caía al suelo sobre el cuerpo del agonizante demonio. De un tirón sacó los dos cuernos de su cuerpo, y se tomó su tiempo para observar cómo la vida se apagaba de los ojos de su oponente, como su padre le había enseñado. El líder del clan Flamme decía que debía procurar que cada enemigo muriera con honor y dignidad, pues eso era lo que les separaba de las bestias. Shaelia le dedicó una sutil reverencia, solo moviendo la cabeza, mientras el Xathrid fallecía.
No obstante, su triunfo fue efímero. Otro guerrero Xathrid la vio y, con un gruñido, la empujó brutalmente de un puñetazo. La pequeña oni cayó al suelo con un golpe seco, sintiendo el ardor en sus rodillas raspadas por las rocas. Aún así, fue capaz de levantarse al momento y aprovechar el impulso para lanzar una patada a las piernas del enemigo, aprovechando su pequeño tamaño. Apenas se tambaleó, mostrando una resistencia muy superior a la fuerza de Shaelia, una diferencia tanto de edad como de experiencia que no le amedrentó en absoluto, no después de ver cómo asesinaba a uno de los suyos. Con otro puñetazo, esta vez en el costado, la arrojó de nuevo al suelo.
Tratando de volver a recomponerse, dio un rápido vistazo a su alrededor. El campo de batalla era un caos de sangre y metal. Las armas chocaban formando una orquesta ensordecedora, las armaduras se rompían bajo la presión de los golpes. Shaelia vio a un guerrero Flamme caer con una lanza clavada en el pecho, la sangre oscura empapando toda su armadura y ocultando su tono plateado. Un niño Xathrid, un poco más mayor que ella, empuñaba una espada descompensada completamente para su tamaño, pero con una fiereza y una disciplina que logró partir en dos a uno de los suyos. El aire estaba impregnado con el olor a hierro oxidado, carne chamuscada por las antorchas, sudor y miedo. Shaelia, en lugar de sentir el terror que debería experimentar una cría de su edad, sintió una repentina oleada de motivación y de fuerza. Ella no era una niña normal, ningún oni en Onigashima lo era, y tenía que demostrar que era la hija del jefe del clan. La futura heredera. Aprovechó de nuevo su pequeña figura para deslizarse en el suelo y entre los cuerpos caídos a su alrededor, como si fuera un reptil, buscando ganar algo de distancia con su enemigo que aún no se había olvidado de ella. Agarró una daga de las manos de un muerto y se lanzó con valentía contra él. Logró hacerle un corte profundo en el muslo, antes de volver a ser derribada, esta vez por un corte brutal desde la espalda. Su visión se nubló momentáneamente, y el mundo giró a su alrededor.
Cuando pensaba que ya todo estaba perdido, alguien acudió a ayudarla, aunque la pequeña no fue capaz de distinguir su figura. Shaelia, mareada por los golpes, trató de incorporarse de nuevo, pero la batalla llegó a su fin. El clan Flamme emergió victorioso, logrando que los Xathrid retrocedieran, dejando atrás cuerpos y armas rotas. Esa noche no caerían. Solo entonces, Shaelia sintió el verdadero peso de sus heridas. Un líquido cálido y pegajoso manaba de su costado, cubriendo casi todo su pequeño cuerpo. Miró el corte con una mezcla de asombro y orgullo, ni una pizca de preocupación o dolor. Había peleado. Había sangrado por su clan. — Pequeña insensata… — Susurró una voz femenina, aunque grave. La maestra de las curanderas de su clan, una oni de edad avanzada y rostro severo, la levantó con la misma facilidad con la que se agarra una flor y la llevó a la enorme carpa que servía como casa de curas. — ¿¡Me ha visto, padre!? — Gritó ella, ignorando completamente a la mujer, buscando únicamente el reconocimiento de su familiar. Su padre giró el rostro hacia ella, deteniendo la celebración de la batalla por un momento. Su rostro no mostró emoción alguna, siquiera preocupación. Una completa apatía que caló profundamente en el cuerpo de la niña, antes de que perdiera el contacto visual con él al entrar en la tienda.
Cuando la curandera empezó a limpiar su herida, el dolor se hizo insoportable. Pero ella no gritó, no lloró. Apretó los dientes y aguantó, porque sabía que su sangre de oni era poderosa. Sabía que cada herida sanaría, que la haría más fuerte. A la mañana siguiente recibió la visita de su familia y de algunos de los más valerosos guerreros del clan, que alabaron su valentía y escucharon su relato sobre cómo acabó con un Xanthrid con sus propios cuernos. Pero cuando se quedaron a solas, solo ella y su padre, el tono de celebración cambió. Shaelia se esperaba lo peor, acostumbrada a las continuas correcciones de su padre, a sus críticas, a sus castigos. Para su sorpresa, le dedicó una sonrisa seguida de una breve caricia en la cabeza. — Esa es mi hija. — Fue lo único que le dijo antes de marcharse de nuevo.
Los días siguientes fueron una prueba de resistencia. La curandera aplicaba ungüentos ardientes y vendaba su costado con manos firmes, ayudada en algunas ocasiones por curanderas más jóvenes, sus aprendices. El dolor nunca desapareció del todo, pero Shaelia nunca se quejó. Un oni jamás lamentaba las heridas de la batalla, y menos aún después del motor que significaron aquellas palabras de orgullo de su padre. En las noches, apenas podía dormir por el ardor de la herida y de la fiebre, el sonido de la guerra aún resonaba en su mente cuando había completo silencio. Se imaginaba a sí misma más grande, más fuerte, desgarrando enemigos con sus propias manos, protegiendo a su gente como hacían los adultos.
Cada día, su cuerpo se volvía más resistente. La fiebre continuó atacándola unas noches más, haciéndola delirar con sueños de fuego y espadas, con un trono envuelto en cenizas y cadáveres huesudor. Pero lo superó. La herida comenzó a cerrarse, dejando una cicatriz que llevaría con orgullo. Pasaron un par de semanas hasta que por fin pudo ponerse de pie sin tambalearse, momento en el que salió de la choza, con el pecho hinchado de orgullo. Los presentes se giraron para observarla, viendo en ella el futuro de su clan y de su raza, pero ella no les devolvió la mirada. En su lugar, se quedó observando a los guerreros que entrenaban al aire libre, ensayando golpes y gritos de guerra. Pronto, ella estaría entre ellos.
~ Onigashima, 43 de Verano del año 702
El fragor de la batalla resonaba en toda Onigashima. El aire olía a sangre y azufre, y los gritos de guerra de los clanes se entremezclaba con el choque del acero. Nada fuera de lo común, solo un día más en aquella isla llena de conflictos y rivalidades. Aquella noche, el clan Xathrid había decidido atacar por sorpresa, sorprendiendo al clan Flamme mientras dormían. Una buena estrategia, aunque no lo suficiente como para acabar con ellos, aún. En mitad del caos, una pequeña figura observaba sin perder detalle, con lo ojos encendidos de emoción y determinación. Shaelia, con apenas cinco años, no era ajena a la violencia. Como cualquier otro niño demonio, había nacido en medio de ella, rodeada de ella, en una tierra donde la guerra era el lenguaje común y un medio para obtener lo que se quería, muchas veces, incluso el amor. Los guerreros luchaban a las puertas de su choza. Su padre estaba allí, a unos pocos metros de distancia de su madre, ambos desgarrando enemigos con la fuerza descomunal de los onis, compenetrándose en cada movimiento como una danza letal. Shaelia no entendía completamente la política de los clanes ni la razón de esta guerra eterna, pero sí entendía una cosa: su gente estaba peleando, y ella no iba a quedarse de brazos cruzados.
Con un rugido infantil que apenas logró distinguirse entre la jauría del combate, salió corriendo de su hogar para unirse a la contienda. Sus pequeños pies descalzos golpeaban la tierra negruzca con fuerza, sus puñitos se apretaban con determinación. Se lanzó a por el primer Xathrid que vio, asestándole un cabezazo dirigido concretamente con sus dos cuernos, clavándoselos directamente en el gaznate. La sangre borboteó sobre sus cabellos suavemente rosados mientras caía al suelo sobre el cuerpo del agonizante demonio. De un tirón sacó los dos cuernos de su cuerpo, y se tomó su tiempo para observar cómo la vida se apagaba de los ojos de su oponente, como su padre le había enseñado. El líder del clan Flamme decía que debía procurar que cada enemigo muriera con honor y dignidad, pues eso era lo que les separaba de las bestias. Shaelia le dedicó una sutil reverencia, solo moviendo la cabeza, mientras el Xathrid fallecía.
No obstante, su triunfo fue efímero. Otro guerrero Xathrid la vio y, con un gruñido, la empujó brutalmente de un puñetazo. La pequeña oni cayó al suelo con un golpe seco, sintiendo el ardor en sus rodillas raspadas por las rocas. Aún así, fue capaz de levantarse al momento y aprovechar el impulso para lanzar una patada a las piernas del enemigo, aprovechando su pequeño tamaño. Apenas se tambaleó, mostrando una resistencia muy superior a la fuerza de Shaelia, una diferencia tanto de edad como de experiencia que no le amedrentó en absoluto, no después de ver cómo asesinaba a uno de los suyos. Con otro puñetazo, esta vez en el costado, la arrojó de nuevo al suelo.
Tratando de volver a recomponerse, dio un rápido vistazo a su alrededor. El campo de batalla era un caos de sangre y metal. Las armas chocaban formando una orquesta ensordecedora, las armaduras se rompían bajo la presión de los golpes. Shaelia vio a un guerrero Flamme caer con una lanza clavada en el pecho, la sangre oscura empapando toda su armadura y ocultando su tono plateado. Un niño Xathrid, un poco más mayor que ella, empuñaba una espada descompensada completamente para su tamaño, pero con una fiereza y una disciplina que logró partir en dos a uno de los suyos. El aire estaba impregnado con el olor a hierro oxidado, carne chamuscada por las antorchas, sudor y miedo. Shaelia, en lugar de sentir el terror que debería experimentar una cría de su edad, sintió una repentina oleada de motivación y de fuerza. Ella no era una niña normal, ningún oni en Onigashima lo era, y tenía que demostrar que era la hija del jefe del clan. La futura heredera. Aprovechó de nuevo su pequeña figura para deslizarse en el suelo y entre los cuerpos caídos a su alrededor, como si fuera un reptil, buscando ganar algo de distancia con su enemigo que aún no se había olvidado de ella. Agarró una daga de las manos de un muerto y se lanzó con valentía contra él. Logró hacerle un corte profundo en el muslo, antes de volver a ser derribada, esta vez por un corte brutal desde la espalda. Su visión se nubló momentáneamente, y el mundo giró a su alrededor.
Cuando pensaba que ya todo estaba perdido, alguien acudió a ayudarla, aunque la pequeña no fue capaz de distinguir su figura. Shaelia, mareada por los golpes, trató de incorporarse de nuevo, pero la batalla llegó a su fin. El clan Flamme emergió victorioso, logrando que los Xathrid retrocedieran, dejando atrás cuerpos y armas rotas. Esa noche no caerían. Solo entonces, Shaelia sintió el verdadero peso de sus heridas. Un líquido cálido y pegajoso manaba de su costado, cubriendo casi todo su pequeño cuerpo. Miró el corte con una mezcla de asombro y orgullo, ni una pizca de preocupación o dolor. Había peleado. Había sangrado por su clan. — Pequeña insensata… — Susurró una voz femenina, aunque grave. La maestra de las curanderas de su clan, una oni de edad avanzada y rostro severo, la levantó con la misma facilidad con la que se agarra una flor y la llevó a la enorme carpa que servía como casa de curas. — ¿¡Me ha visto, padre!? — Gritó ella, ignorando completamente a la mujer, buscando únicamente el reconocimiento de su familiar. Su padre giró el rostro hacia ella, deteniendo la celebración de la batalla por un momento. Su rostro no mostró emoción alguna, siquiera preocupación. Una completa apatía que caló profundamente en el cuerpo de la niña, antes de que perdiera el contacto visual con él al entrar en la tienda.
Cuando la curandera empezó a limpiar su herida, el dolor se hizo insoportable. Pero ella no gritó, no lloró. Apretó los dientes y aguantó, porque sabía que su sangre de oni era poderosa. Sabía que cada herida sanaría, que la haría más fuerte. A la mañana siguiente recibió la visita de su familia y de algunos de los más valerosos guerreros del clan, que alabaron su valentía y escucharon su relato sobre cómo acabó con un Xanthrid con sus propios cuernos. Pero cuando se quedaron a solas, solo ella y su padre, el tono de celebración cambió. Shaelia se esperaba lo peor, acostumbrada a las continuas correcciones de su padre, a sus críticas, a sus castigos. Para su sorpresa, le dedicó una sonrisa seguida de una breve caricia en la cabeza. — Esa es mi hija. — Fue lo único que le dijo antes de marcharse de nuevo.
Los días siguientes fueron una prueba de resistencia. La curandera aplicaba ungüentos ardientes y vendaba su costado con manos firmes, ayudada en algunas ocasiones por curanderas más jóvenes, sus aprendices. El dolor nunca desapareció del todo, pero Shaelia nunca se quejó. Un oni jamás lamentaba las heridas de la batalla, y menos aún después del motor que significaron aquellas palabras de orgullo de su padre. En las noches, apenas podía dormir por el ardor de la herida y de la fiebre, el sonido de la guerra aún resonaba en su mente cuando había completo silencio. Se imaginaba a sí misma más grande, más fuerte, desgarrando enemigos con sus propias manos, protegiendo a su gente como hacían los adultos.
Cada día, su cuerpo se volvía más resistente. La fiebre continuó atacándola unas noches más, haciéndola delirar con sueños de fuego y espadas, con un trono envuelto en cenizas y cadáveres huesudor. Pero lo superó. La herida comenzó a cerrarse, dejando una cicatriz que llevaría con orgullo. Pasaron un par de semanas hasta que por fin pudo ponerse de pie sin tambalearse, momento en el que salió de la choza, con el pecho hinchado de orgullo. Los presentes se giraron para observarla, viendo en ella el futuro de su clan y de su raza, pero ella no les devolvió la mirada. En su lugar, se quedó observando a los guerreros que entrenaban al aire libre, ensayando golpes y gritos de guerra. Pronto, ella estaría entre ellos.