Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
12-08-2024, 02:59 PM
Pudo notar rápidamente cómo cambiaba la expresión en los rostros de los ladrones. No podía juzgarles: no se veía a un gyojin por esos lares todos los días, menos aún uno de semejante tamaño. Sin embargo, pese a la impresión y lo intimidante que ambas figuras pudieran resultarles, no tardaron en envalentonarse al no ver más salida que un buen intercambio de golpes y puñaladas.
De un momento a otro, el escualo y la oni se vieron envueltos en un torbellino de puñetazos, tajos, intentos de apuñalamiento y hasta claras intenciones de propinar algún mordisco. Los primeros segundos se sucedieron con rapidez, formándose un ruidoso caos que no pasaría inadvertido. Por suerte para Camille, la bodega era lo suficientemente espaciosa y alta como para que moverse por ella no supusiera un impedimento a la hora de defenderse. Lo que complicaría las cosas no sería el entorno, sino la abrumante superioridad numérica que, quizá, no esperaban. ¿De dónde había salido tanta gente? ¿Es que estaban todos escondidos en la planta de arriba? No teniendo tiempo para aquellos pensamientos, le propinó una contundente patada frontal al primer bandido que se lanzó hacia ella, derribándole casi sin esfuerzo y empujando con él al que iba justo detrás.
No tardó en tener que usar la odachi que, al estar envainada, se convirtió en una suerte de garrote. Quizá no fuera tan pesada, pero con la fuerza que la blandía la oni dudaba que aquellos hombrecillos fueran a notar la diferencia. Su intención en un primer momento era usar daño no letal, aunque esto se truncó en los primeros segundos de combate, justo cuando Octojin le aplastó el cráneo a uno de los ladrones con tan solo la fuerza de su puño. Esto provocó que, al ver un peligro de muerte real, el grupo combatiera con toda la ferocidad que albergaban en su interior. Dándose cuenta de que no podría reducir a tanta gente, no le quedó más remedio que desenvainar la espada y tomarse aquella pelea como lo que era: una incursión en toda regla.
—Putos imbéciles —masculló Camille justo antes de trazar un arco con su arma, tan fuerte y amplio que alcanzó a tres hombres a la vez.
Le faltó tiempo para darse el lujo de mirar si les había herido de muerte o si había alguna posibilidad de que un médico pudiera salvarles la vida. Ya se preocuparía por los heridos si lograban salir de allí enteros, una posibilidad que le resultaba cada vez más remota. «Quizá tendríamos que haber pedido refuerzos».
La primera vez que lograron alcanzarla fue con lo que intuyó que era una pala, la cual golpeó su espalda con un sonoro ruido metálico que le sacó un gruñido. Intuyó que estaban apuntando a su cabeza, pero por suerte el ataque se había quedado corto. Se giró y soltó un revés casi por inercia, propinándole un poderoso bofetón con el dorso de la mano izquierda al guerrero de los hoyos, quien cayó desplomado al suelo tras un sonoro y desagradable «clac». Camille se estremeció, pero siguió lanzando tajos a diestro y siniestro junto con algún que otro golpe, intentando sacarse de encima a cuantos pudiera. Tan abrumada estaba por la cantidad de enemigos que apenas pudo fijarse por el rabillo del ojo en la situación de su compañero.
Si uno de los dos se había convertido en un objetivo prioritario de los bandidos, ese era Octojin. Le habían identificado como la amenaza principal, así que gran parte de los criminales se estaban centrando en lidiar con él. Lógico, ya que dejarlo campar a sus anchas mientras soltaba hostias aquí y allá no parecía una idea muy prudente. A su alrededor podían verse multitud de personas tiradas por el suelo, algunas magulladas y malheridas, otras presumiblemente muertas, pero parecía que el cansancio iba haciendo mella en él poco a poco.
Una daga se deslizó rápidamente sobre su muslo, lo que hizo que sisease al notar el frío y afilado metal abriéndose paso en su piel. El corte no fue tan profundo como para convertirse en una herida preocupante, pero sí lo suficientemente doloroso como para hacerla cojear. Golpeó en los morros con la empuñadura de su odachi al culpable y notó cómo la sangre le salpicaba en la cara.
—¡Mierda! —masculló al apoyar el peso sobre esa pierna y notar que cedía un poco.
Aprovechando aquello, otros tres bandidos se lanzaron contra ella y trataron de derribarla, cosa que estuvieron a punto de conseguir. Por suerte, no eran tan fuertes como para imponerse ante ella y logró zafarse con un empujón. Antes de que tuvieran tiempo de ponerse en pie trazó un nuevo arco con la odachi que segó un par de piernas. La bodega se inundó con los chillidos de dolor.
A más avanzaba la pelea, menos consciente era Camille de lo que se sucedía a su alrededor. El sonido se fue embotando hasta convertirse en un amasijo de ruidos que no escuchaba con claridad, como cuando te sumerges bajo el agua y alguien intenta hablar contigo. Su mirada iba y venía en todas direcciones, buscando únicamente dos cosas: ataques dirigidos hacia ella y nuevos objetivos que neutralizar. Cada movimiento que hacía era menos reflexivo que el anterior, llegando un punto en el que prácticamente actuaba por puro instinto, viendo todo a su alrededor con un tono rojizo que se iba intensificando segundo a segundo.
Escuchar la maldición de su compañero fue lo único que la sacó de aquella suerte de trance en que se estaba sumiendo, fijando su mirada en el hombre armado que había hecho acto de presencia. Parecían dispuestos a terminar con Octojin en ese mismo instante, después iría ella. Estaba mucho más hecho polvo que la oni, eso quedaba claro a simple vista. ¿El problema? Que no podría recorrer la distancia que le separaba de él antes de que se le abalanzasen encima; no con la pierna así.
Buscó a su alrededor y dio con una mesa a apenas un par de metros de donde estaba. Casi resultaba sorprendente que nadie hubiera caído sobre ella todavía, probablemente rompiéndola. Dio un par de zancadas, ahogando la molestia de su pierna herida con un gutural gruñido. Estiró la mano y aferró el voluminoso mueble, girando sobre sus pies para coger inercia al tiempo que tiraba. No necesitaba ser precisa: el tamaño de su improvisado proyectil bastaba para valerse por sí mismo. En apenas un parpadeo lo lanzó como quien juega con una pelota, proyectándolo contra el líder de los bandidos y los subordinados que tenía junto a él. La mesa los alcanzó de lleno, derribándolos.
Masculló una maldición en voz baja. La maniobra le obligó a apoyar parte de su peso en la pierna del corte, lo que hizo que esta cediera y se viera en la necesidad de usar la odachi a modo de bastón, clavando la rodilla en el suelo para no caerse del todo. En el proceso se fijó en que el cabecilla, al cual había tirado al suelo tras el impacto de la mesa, se estaba poniendo en pie. Ese tío sería un hueso duro de roer.
Al menos habían dejado de llegarles refuerzos desde arriba y en la bodega no quedaban muchos bandidos en pie. Quizá salieran con vida de allí y todo.
De un momento a otro, el escualo y la oni se vieron envueltos en un torbellino de puñetazos, tajos, intentos de apuñalamiento y hasta claras intenciones de propinar algún mordisco. Los primeros segundos se sucedieron con rapidez, formándose un ruidoso caos que no pasaría inadvertido. Por suerte para Camille, la bodega era lo suficientemente espaciosa y alta como para que moverse por ella no supusiera un impedimento a la hora de defenderse. Lo que complicaría las cosas no sería el entorno, sino la abrumante superioridad numérica que, quizá, no esperaban. ¿De dónde había salido tanta gente? ¿Es que estaban todos escondidos en la planta de arriba? No teniendo tiempo para aquellos pensamientos, le propinó una contundente patada frontal al primer bandido que se lanzó hacia ella, derribándole casi sin esfuerzo y empujando con él al que iba justo detrás.
No tardó en tener que usar la odachi que, al estar envainada, se convirtió en una suerte de garrote. Quizá no fuera tan pesada, pero con la fuerza que la blandía la oni dudaba que aquellos hombrecillos fueran a notar la diferencia. Su intención en un primer momento era usar daño no letal, aunque esto se truncó en los primeros segundos de combate, justo cuando Octojin le aplastó el cráneo a uno de los ladrones con tan solo la fuerza de su puño. Esto provocó que, al ver un peligro de muerte real, el grupo combatiera con toda la ferocidad que albergaban en su interior. Dándose cuenta de que no podría reducir a tanta gente, no le quedó más remedio que desenvainar la espada y tomarse aquella pelea como lo que era: una incursión en toda regla.
—Putos imbéciles —masculló Camille justo antes de trazar un arco con su arma, tan fuerte y amplio que alcanzó a tres hombres a la vez.
Le faltó tiempo para darse el lujo de mirar si les había herido de muerte o si había alguna posibilidad de que un médico pudiera salvarles la vida. Ya se preocuparía por los heridos si lograban salir de allí enteros, una posibilidad que le resultaba cada vez más remota. «Quizá tendríamos que haber pedido refuerzos».
La primera vez que lograron alcanzarla fue con lo que intuyó que era una pala, la cual golpeó su espalda con un sonoro ruido metálico que le sacó un gruñido. Intuyó que estaban apuntando a su cabeza, pero por suerte el ataque se había quedado corto. Se giró y soltó un revés casi por inercia, propinándole un poderoso bofetón con el dorso de la mano izquierda al guerrero de los hoyos, quien cayó desplomado al suelo tras un sonoro y desagradable «clac». Camille se estremeció, pero siguió lanzando tajos a diestro y siniestro junto con algún que otro golpe, intentando sacarse de encima a cuantos pudiera. Tan abrumada estaba por la cantidad de enemigos que apenas pudo fijarse por el rabillo del ojo en la situación de su compañero.
Si uno de los dos se había convertido en un objetivo prioritario de los bandidos, ese era Octojin. Le habían identificado como la amenaza principal, así que gran parte de los criminales se estaban centrando en lidiar con él. Lógico, ya que dejarlo campar a sus anchas mientras soltaba hostias aquí y allá no parecía una idea muy prudente. A su alrededor podían verse multitud de personas tiradas por el suelo, algunas magulladas y malheridas, otras presumiblemente muertas, pero parecía que el cansancio iba haciendo mella en él poco a poco.
Una daga se deslizó rápidamente sobre su muslo, lo que hizo que sisease al notar el frío y afilado metal abriéndose paso en su piel. El corte no fue tan profundo como para convertirse en una herida preocupante, pero sí lo suficientemente doloroso como para hacerla cojear. Golpeó en los morros con la empuñadura de su odachi al culpable y notó cómo la sangre le salpicaba en la cara.
—¡Mierda! —masculló al apoyar el peso sobre esa pierna y notar que cedía un poco.
Aprovechando aquello, otros tres bandidos se lanzaron contra ella y trataron de derribarla, cosa que estuvieron a punto de conseguir. Por suerte, no eran tan fuertes como para imponerse ante ella y logró zafarse con un empujón. Antes de que tuvieran tiempo de ponerse en pie trazó un nuevo arco con la odachi que segó un par de piernas. La bodega se inundó con los chillidos de dolor.
A más avanzaba la pelea, menos consciente era Camille de lo que se sucedía a su alrededor. El sonido se fue embotando hasta convertirse en un amasijo de ruidos que no escuchaba con claridad, como cuando te sumerges bajo el agua y alguien intenta hablar contigo. Su mirada iba y venía en todas direcciones, buscando únicamente dos cosas: ataques dirigidos hacia ella y nuevos objetivos que neutralizar. Cada movimiento que hacía era menos reflexivo que el anterior, llegando un punto en el que prácticamente actuaba por puro instinto, viendo todo a su alrededor con un tono rojizo que se iba intensificando segundo a segundo.
Escuchar la maldición de su compañero fue lo único que la sacó de aquella suerte de trance en que se estaba sumiendo, fijando su mirada en el hombre armado que había hecho acto de presencia. Parecían dispuestos a terminar con Octojin en ese mismo instante, después iría ella. Estaba mucho más hecho polvo que la oni, eso quedaba claro a simple vista. ¿El problema? Que no podría recorrer la distancia que le separaba de él antes de que se le abalanzasen encima; no con la pierna así.
Buscó a su alrededor y dio con una mesa a apenas un par de metros de donde estaba. Casi resultaba sorprendente que nadie hubiera caído sobre ella todavía, probablemente rompiéndola. Dio un par de zancadas, ahogando la molestia de su pierna herida con un gutural gruñido. Estiró la mano y aferró el voluminoso mueble, girando sobre sus pies para coger inercia al tiempo que tiraba. No necesitaba ser precisa: el tamaño de su improvisado proyectil bastaba para valerse por sí mismo. En apenas un parpadeo lo lanzó como quien juega con una pelota, proyectándolo contra el líder de los bandidos y los subordinados que tenía junto a él. La mesa los alcanzó de lleno, derribándolos.
Masculló una maldición en voz baja. La maniobra le obligó a apoyar parte de su peso en la pierna del corte, lo que hizo que esta cediera y se viera en la necesidad de usar la odachi a modo de bastón, clavando la rodilla en el suelo para no caerse del todo. En el proceso se fijó en que el cabecilla, al cual había tirado al suelo tras el impacto de la mesa, se estaba poniendo en pie. Ese tío sería un hueso duro de roer.
Al menos habían dejado de llegarles refuerzos desde arriba y en la bodega no quedaban muchos bandidos en pie. Quizá salieran con vida de allí y todo.