Atlas
Nowhere | Fénix
12-08-2024, 11:07 PM
Había ido a detenerme justo sobre la cima de un gélido acantilado. A mis espaldas dejaba docenas de árboles que, con forma de pino pero transparente cuerpo de cristal o hielo, veían sus ramas sepultadas en buena parte por la nieve. En aquel momento caía, pero de una manera suave que dejaba ver a la perfección una gran luna llena y un sinfín de estrellas desprovistas de cualquier contaminación lumínica. Como las corrientes marinas lo harían en el océano, auroras boreales serpenteaban caprichosas bajo ellas, como si un niño caprichoso jugase a unir los puntos a su antojo sin seguir ningún patrón.
Miré hacia abajo para descubrir una nívea pendiente que conducía hacia lo que parecía ser el cauce de un río helado. El cielo se reflejaba en parte sobre el mismo, que se extendía sinuosamente formando un camino flanqueado por la nieve. A lo lejos se distinguían riscos congelados plagados de árboles que aparentaban unas características similares a los que estaba a punto de dejar atrás. Incluso más allá, gruesos bloques congelados asentados sobre el vasto océano se presentaban como los únicos ocupantes del destino final del hielo que nacía a mis pies.
¿Por qué en ese momento? ¿Por qué hacia allí? ¿Por qué iba vestido de ese modo? ¿Por qué tanto frío? Eran preguntas que ni siquiera existían en mi mente, pero, sin un motivo ni una cuestión real en mi mente, fui dando respuesta a todas y cada una de ellas. Simplemente me deslicé por la nieve hacia abajo como lo habría hecho sobre una duna del desierto: de lado y dejando que mis pies se deslizasen lentamente. No estaba acostumbrado a emplear las gruesas botas de piel que abrigaban mis pies ni los pantalones o el abrigo forrado —concebido a partir de la piel de a saber qué animal—, pero no los sentía extraños o pesados, como si no los llevase puestos. Por el contrario, el frío que inundaba la zona sí se comportaba como un depredador tenaz. Mordía mis huesos incluso a través de las prendas que pretendían desterrarlo. Cuando parecía que me acostumbraba en parte a él, retornaba con esfuerzos redoblados, sin ningún tipo de cansancio o misericordia.
A mis espaldas quedó el surco realizado por mis pies al deslizarse sobre la arena. Junto a él, uno algo más fino y en una posición más lateral que correspondía a la trayectoria que había descrito mi naginata, firmemente sujeta por el momento en el fijador de mi espalda. El hielo que se había formado sobre el río recibió todo mi peso sin dificultad alguna. No hubo crujido al pisarlo ni se resquebrajó. Sólo él sabría cuántas capas, una debajo de otra, se habían llegado a formar tras a saber cuánto tiempo de exposición a esas temperaturas.
Eché a andar. Aún sin un porqué, porque no hacía falta. Pero sí con un destino en mente: una de las montañas que se erguían a una distancia que, dado su tamaño, me era difícil estimar. El río helado parecía serpentear en dirección a la misma, seguramente para flanquearla y posteriormente dirigirse al mar. ¿O tal vez venía de allí y realmente se dirigía hacia mis espaldas? No lo sabía, pero tampoco era especialmente relevante. Simplemente comencé a pisar con mis botas de piel con las suelas mojadas y mi bolsita de tela en la cadera. ¿En qué momento había llegado eso hasta ahí?