Terence Blackmore
Enigma del East Blue
13-08-2024, 12:30 AM
(Última modificación: 13-08-2024, 12:30 AM por Terence Blackmore.)
El recuerdo de Galhard se mantenía en mi mente como una imagen difusa, una figura cuya presencia había captado mi interés en el Baratie tiempo atrás. No era fácil olvidar a alguien que, con una calma inusitada, parecía deslizarse entre las sombras de aquel lugar tan bullicioso, como si el entorno no pudiera tocarlo realmente. Y ahora, aquí en Rostock, en medio del mercado de aventureros, ese mismo hombre volvía a cruzarse en mi camino, su aparición provocando que el ruido y la agitación a mi alrededor se desvanecieran en un segundo plano.
Rostock siempre había sido un refugio para mí, un lugar donde el constante bullicio del mundo parecía apaciguarse en el murmullo del viento marino y el crujir de los mástiles en el puerto. Las calles de la pequeña ciudad portuaria, con su aire salobre y su serenidad tan peculiar, ofrecían un respiro necesario, una suerte de oasis en medio de la agitada vida de un aventurero. Los mercados, improvisados y llenos de vida, eran una amalgama de colores, olores y sonidos, un crisol donde se mezclaban mercancías, historias y destinos. Y, sin embargo, entre el caos controlado de ese espacio, había algo que me hacía sentir en paz.
Galhard, con su andar sereno y la calma que emanaba de cada uno de sus movimientos, se movía como si el bullicio del mercado apenas lo tocara, tal como lo había hecho en el Baratie. En aquella ocasión, nuestro encuentro había sido breve, casi efímero, pero no por ello menos significativo. Había algo en su mirada, una profundidad que parecía ver más allá de lo evidente, una percepción que me había dejado una impresión duradera. Ese mismo aire de misterio lo rodeaba ahora, como una segunda piel, mientras se desplazaba entre los puestos del mercado, aparentemente guiado por una intuición que solo él conocía.
Mientras se acercaba, sentí que el ruido del mercado se atenuaba, como si el mundo mismo decidiera otorgarnos un momento de silencio en medio de tanto ajetreo. Era como si el flujo natural de la vida en Rostock se hubiera desviado momentáneamente para permitirnos este encuentro. Aquel hombre llevaba consigo un objeto envuelto en un paño negro, y a medida que se detenía frente a mí, con ese aire de tranquila determinación, supe que el encuentro no era fortuito. El destino, con sus hilos invisibles, parecía estar tejiendo nuestros caminos una vez más.
Su figura, envuelta en un aura de serenidad y propósito, se detenía a unos pasos de mí. Recuerdo haberlo observado en el Baratie, en el corazón de aquel restaurante flotante, moviéndose con una gracia y calma que contrastaban con la agitación que lo rodeaba. Su presencia no era imponente en un sentido físico, pero había algo en él que demandaba atención, una energía sutil que emanaba de cada uno de sus movimientos. Su altura era considerable, pero no desmedida, y su complexión delgada no hacía justicia a la fuerza que uno podía intuir detrás de sus acciones controladas.
Ese semblante me devolvió al Baratie, a aquella primera vez en la que nuestras miradas se cruzaron en un espacio que, para mí, ya se había convertido en un mosaico de encuentros y despedidas. En su momento, había descartado la posibilidad de que nuestros caminos volvieran a cruzarse, pero ahora, al ver cómo se movía entre los puestos del mercado, llevando con él ese objeto envuelto con tanto cuidado, comprendí que el destino tenía otros planes.
Cuando desenrolló el paño, revelando un artefacto de naturaleza antigua, sentí una curiosidad genuina despertarse en mi interior. El metal, aunque apagado, irradiaba una energía sutil, perceptible solo para aquellos con un ojo entrenado y una mente abierta a lo oculto. Sus palabras, pronunciadas con la serenidad que lo caracterizaba, resonaron en mi mente con un eco peculiar, pues en cierto modo su discurso me recordaba mucho al propio.
Mencionó acerca de la predestinación, de una conjunción de caminos, y aunque mi primer instinto fue una ligera reticencia, no pude evitar sentir que sus palabras llevaban un peso más profundo. A medida que sostenía el artefacto frente a mí, girándolo con cuidado para que la luz del sol revelara los intrincados detalles grabados en su superficie, supe que no era un objeto común. Había algo en él, una cualidad intangible que solo se revela a aquellos con la sensibilidad para percibirla. Galhard, en su tranquila determinación, parecía convencido de que yo era uno de esos pocos. No se equivocaba, pues siempre fui un connoisseur de objetos arcanos.
La oferta que me presentó fue directa: cuatrocientos cincuenta mil berries. Bajo otras circunstancias, tal vez habría considerado el precio demasiado elevado, un costo que pocos estarían dispuestos a pagar. Pero en este contexto, con la historia que compartíamos y el extraño magnetismo del objeto en cuestión, la cifra me pareció justa.
Me tomé un momento para observarlo, permitiendo que el murmullo del mercado volviera a mi conciencia, como si quisiera medir la autenticidad de la oferta en ese bullicio. Las voces a mi alrededor, los gritos de los mercaderes, el tintineo del fluir de los berries, todo ello parecía formar una sinfonía caótica que, sin embargo, no lograba distraerme de la presencia de Galhard y el objeto que me ofrecía. Había algo en el aire, una tensión sutil que, aunque no tangible, era innegable.
En el pasado, me había mostrado escéptico ante este tipo de transacciones, consciente de que muchos buscadores de tesoros y aventureros eran más astutos que sinceros. Pero Galhard no era uno de ellos. Su calma, su certeza, su habilidad para ver más allá de lo evidente, todo ello contribuía a crear una atmósfera de confianza que, aunque tenue, era real. Finalmente, incliné la cabeza en un gesto de asentimiento, reconociendo tanto la oportunidad que se me presentaba como la extraña conexión que este encuentro volvía a tejer, parafraseando sus palabras.
Del interior de mi chaleco de factura en seda y teñido en azur, saqué un fajo de billetes previo conteo manual que duró unos segundos. Mi familia movía tanto dinero que tristemente me había acostumbrado a reconocer los billetes por el tacto.
-Ciertamente ha dado con el hombre correcto, Galhard. Sin duda que nos conocimos en unas circunstancias muy distintas, y no esperaba verle aquí, mas tampoco esperaba que portara un teorema tan interesante- musité mientras me tomaba mi tiempo en leer la mirada del hombre acompañándolo de una sonrisa sincera. -El noble arte del comercio es lo que nos diferencia de las bestias, ¿No lo cree?- continué bajándome las gafas en esta ocasión para fijar una mirada cómplice a mi interlocutor.
Mientras el mercado de Rostock continuaba su actividad incesante, con el ajetreo de los aventureros y mercaderes moviéndose como un mar agitado, me encontré contemplando el objeto en mis manos. Era extraño cómo, en medio de ese caos controlado, uno podía encontrar algo que resonara tan profundamente con su interior. Había venido a esta bonita isla buscando un respiro, tal vez una respuesta a preguntas que aún no sabía formular, y me encontraba con un artefacto que, de alguna manera, parecía contener esas respuestas.
De forma rápida, pagué la transacción, no sin dejar de echar un sutil vistazo en las cercanías donde los malhechores habitan, aunque quizá incluso sería más divertido. Aunque mi porte no era el de un guerrero, claramente sabía combatir, y lo mismo podía decirse del caballero que se encontraba ante mí.
Rostock siempre había sido un refugio para mí, un lugar donde el constante bullicio del mundo parecía apaciguarse en el murmullo del viento marino y el crujir de los mástiles en el puerto. Las calles de la pequeña ciudad portuaria, con su aire salobre y su serenidad tan peculiar, ofrecían un respiro necesario, una suerte de oasis en medio de la agitada vida de un aventurero. Los mercados, improvisados y llenos de vida, eran una amalgama de colores, olores y sonidos, un crisol donde se mezclaban mercancías, historias y destinos. Y, sin embargo, entre el caos controlado de ese espacio, había algo que me hacía sentir en paz.
Galhard, con su andar sereno y la calma que emanaba de cada uno de sus movimientos, se movía como si el bullicio del mercado apenas lo tocara, tal como lo había hecho en el Baratie. En aquella ocasión, nuestro encuentro había sido breve, casi efímero, pero no por ello menos significativo. Había algo en su mirada, una profundidad que parecía ver más allá de lo evidente, una percepción que me había dejado una impresión duradera. Ese mismo aire de misterio lo rodeaba ahora, como una segunda piel, mientras se desplazaba entre los puestos del mercado, aparentemente guiado por una intuición que solo él conocía.
Mientras se acercaba, sentí que el ruido del mercado se atenuaba, como si el mundo mismo decidiera otorgarnos un momento de silencio en medio de tanto ajetreo. Era como si el flujo natural de la vida en Rostock se hubiera desviado momentáneamente para permitirnos este encuentro. Aquel hombre llevaba consigo un objeto envuelto en un paño negro, y a medida que se detenía frente a mí, con ese aire de tranquila determinación, supe que el encuentro no era fortuito. El destino, con sus hilos invisibles, parecía estar tejiendo nuestros caminos una vez más.
Su figura, envuelta en un aura de serenidad y propósito, se detenía a unos pasos de mí. Recuerdo haberlo observado en el Baratie, en el corazón de aquel restaurante flotante, moviéndose con una gracia y calma que contrastaban con la agitación que lo rodeaba. Su presencia no era imponente en un sentido físico, pero había algo en él que demandaba atención, una energía sutil que emanaba de cada uno de sus movimientos. Su altura era considerable, pero no desmedida, y su complexión delgada no hacía justicia a la fuerza que uno podía intuir detrás de sus acciones controladas.
Ese semblante me devolvió al Baratie, a aquella primera vez en la que nuestras miradas se cruzaron en un espacio que, para mí, ya se había convertido en un mosaico de encuentros y despedidas. En su momento, había descartado la posibilidad de que nuestros caminos volvieran a cruzarse, pero ahora, al ver cómo se movía entre los puestos del mercado, llevando con él ese objeto envuelto con tanto cuidado, comprendí que el destino tenía otros planes.
Cuando desenrolló el paño, revelando un artefacto de naturaleza antigua, sentí una curiosidad genuina despertarse en mi interior. El metal, aunque apagado, irradiaba una energía sutil, perceptible solo para aquellos con un ojo entrenado y una mente abierta a lo oculto. Sus palabras, pronunciadas con la serenidad que lo caracterizaba, resonaron en mi mente con un eco peculiar, pues en cierto modo su discurso me recordaba mucho al propio.
Mencionó acerca de la predestinación, de una conjunción de caminos, y aunque mi primer instinto fue una ligera reticencia, no pude evitar sentir que sus palabras llevaban un peso más profundo. A medida que sostenía el artefacto frente a mí, girándolo con cuidado para que la luz del sol revelara los intrincados detalles grabados en su superficie, supe que no era un objeto común. Había algo en él, una cualidad intangible que solo se revela a aquellos con la sensibilidad para percibirla. Galhard, en su tranquila determinación, parecía convencido de que yo era uno de esos pocos. No se equivocaba, pues siempre fui un connoisseur de objetos arcanos.
La oferta que me presentó fue directa: cuatrocientos cincuenta mil berries. Bajo otras circunstancias, tal vez habría considerado el precio demasiado elevado, un costo que pocos estarían dispuestos a pagar. Pero en este contexto, con la historia que compartíamos y el extraño magnetismo del objeto en cuestión, la cifra me pareció justa.
Me tomé un momento para observarlo, permitiendo que el murmullo del mercado volviera a mi conciencia, como si quisiera medir la autenticidad de la oferta en ese bullicio. Las voces a mi alrededor, los gritos de los mercaderes, el tintineo del fluir de los berries, todo ello parecía formar una sinfonía caótica que, sin embargo, no lograba distraerme de la presencia de Galhard y el objeto que me ofrecía. Había algo en el aire, una tensión sutil que, aunque no tangible, era innegable.
En el pasado, me había mostrado escéptico ante este tipo de transacciones, consciente de que muchos buscadores de tesoros y aventureros eran más astutos que sinceros. Pero Galhard no era uno de ellos. Su calma, su certeza, su habilidad para ver más allá de lo evidente, todo ello contribuía a crear una atmósfera de confianza que, aunque tenue, era real. Finalmente, incliné la cabeza en un gesto de asentimiento, reconociendo tanto la oportunidad que se me presentaba como la extraña conexión que este encuentro volvía a tejer, parafraseando sus palabras.
Del interior de mi chaleco de factura en seda y teñido en azur, saqué un fajo de billetes previo conteo manual que duró unos segundos. Mi familia movía tanto dinero que tristemente me había acostumbrado a reconocer los billetes por el tacto.
-Ciertamente ha dado con el hombre correcto, Galhard. Sin duda que nos conocimos en unas circunstancias muy distintas, y no esperaba verle aquí, mas tampoco esperaba que portara un teorema tan interesante- musité mientras me tomaba mi tiempo en leer la mirada del hombre acompañándolo de una sonrisa sincera. -El noble arte del comercio es lo que nos diferencia de las bestias, ¿No lo cree?- continué bajándome las gafas en esta ocasión para fijar una mirada cómplice a mi interlocutor.
Mientras el mercado de Rostock continuaba su actividad incesante, con el ajetreo de los aventureros y mercaderes moviéndose como un mar agitado, me encontré contemplando el objeto en mis manos. Era extraño cómo, en medio de ese caos controlado, uno podía encontrar algo que resonara tan profundamente con su interior. Había venido a esta bonita isla buscando un respiro, tal vez una respuesta a preguntas que aún no sabía formular, y me encontraba con un artefacto que, de alguna manera, parecía contener esas respuestas.
De forma rápida, pagué la transacción, no sin dejar de echar un sutil vistazo en las cercanías donde los malhechores habitan, aunque quizá incluso sería más divertido. Aunque mi porte no era el de un guerrero, claramente sabía combatir, y lo mismo podía decirse del caballero que se encontraba ante mí.