
Matthias Blutmond
-
25-02-2025, 09:37 PM
(Última modificación: 25-02-2025, 09:41 PM por Matthias Blutmond.)
Durante un vistazo rápido a las inmediaciones, entendí rápido lo que el mundano ser humano entendía por lujo, y no estaba más que construcciones de factura mediocre enarboladas por una fina capa de chabacanería que se disfrazaba torpemente de distinción.
Esto, ni más ni menos, era una ciudad de donnadies en mitad del North Blue, Monfort. No se podía esperar más.
Esta era la amable cara que los dragones celestiales mostrábamos al mundo, permitiéndoles poblar sobre nuestros territorios libremente mas, con todo, había algunos lo suficientemente osados para enfrentarse de forma transversal al mismo órgano le que les alimentaba, atentando contra el gran engranaje que era el fin mismo de sus insípidas vidas.
Con un pequeño ruido de ave cantor, sonó una alarma y de uno de los bolsillos interiores de mi chaqueta agarré un pequeño reloj de bolsillo con un botón en forma de caracola que nacía en la parte superior y que era adornado con motivos de hojas directamente talladas sobre un pequeño armazón de jade que escondía un cristal pulido con manijas engastadas en plata. Marcaba la hora a la que el encuentro se había dictado, lo que me despertó de mi abstracción.
Alzando entonces la mirada, pude encontrar la mirada de un hombre de ropas simples pero elegantes, donde ningún detalle quedaba al azar, pero al mismo tiempo era parco en ostentosidad haciendo gala de la preciada tela con la que su traje azul marengo estaba compuesta, y coronando con una pequeña medalla del Gobierno Mundial la parte derecha de su pecho.
El hombre no apresuró a saludar, sino que sonreía casi de manera satírica a las personas con las que se iba cruzando, como si buscara la aprobación del prójimo de una manera abyectamente sarcástica.
La presencia de aquel hombre de traje azul marengo fue suficiente para arrastrar consigo las miradas osadas de algunos transeúntes, y la torpe disimulación de otros que, con gesto nervioso, intentaban aparentar que no les importaba lo que estaba a punto de acontecer. Los murmullos se esparcían entre las sombras de los edificios, y más de uno no pudo evitar desviar la vista para robar un vistazo a aquel encuentro entre dos figuras que irradiaban una autoridad imposible de ignorar.
El hombre que describía su rostro anguloso y de tez oscura con unos grandes ojos cansados de color avellana, claramente mayor que yo aunque con porte regio y rematado por un peinado corto, avanzó con paso firme hacia mí al tiempo que se notaba el peso de las miradas que nos rodeaban como moscas a la miel, pequeñas y despreciables, pero tenaces en su deseo de presenciar cualquier gesto que los elevara momentáneamente de su normalidad. Algunos escondían su curiosidad con un movimiento brusco, fingiendo estar distraídos por el rumor lejano del bullicio ciudadano, o con el suave zumbido de la fuente que brotaba en el centro de la plaza, pero sus ojos traicionaban sus aspiraciones.
El hombre se acercó con esa sonrisa burlona y alzó ligeramente la cabeza, dejando que la medalla en su pecho brillara al sol, y con un tono cuidadosamente calculado, dejó salir las palabras, con un saludo parco en ornamentos pero decididamente directo.
No respondí de inmediato. Mi mirada se mantuvo fija en él, impasible durante unos pequeños instantes, mientras una sonrisa, quizá algo ladina, se esbozaba por la comisura de mis labios.
—Sir Arack, de los Obamars, al fin un nombre conocido— musité guardando mi pequeño reloj de bolsillo y ayudándome del bastón para ponerme a su altura. — Por supuesto, que he escuchado hablar de los suyos —comenté sin cruzar más que desairadamente su mirada durante unos instantes, demostrando cierto desinterés, intrínseco por otro lado a mi persona—. Aunque debo admitir que esperaba algo más... ostentoso, cierto es que podemos dejarnos de tratamientos honoríficos, al fin y al cabo no estamos en Tierra Santa. —continué dando paso a mi propia presentación singular, curiosamente sin mucho adorno auxiliar — Soy Sir Matthias Blutmond.
—Montfort es un lugar peculiar... —añadí, desviando completamente mi atención hacia la fuente que adornaba el centro del boulevard—. Un territorio construido por y para aquellos que creen que sus aspiraciones significan algo más que polvo bajo nuestros pies. Fascinante, para unos Juegos, claro... ¿No te parece? — continué en alusión a una de las aficiones que tanto se estilaban entre los celestiales.
Esto, ni más ni menos, era una ciudad de donnadies en mitad del North Blue, Monfort. No se podía esperar más.
Esta era la amable cara que los dragones celestiales mostrábamos al mundo, permitiéndoles poblar sobre nuestros territorios libremente mas, con todo, había algunos lo suficientemente osados para enfrentarse de forma transversal al mismo órgano le que les alimentaba, atentando contra el gran engranaje que era el fin mismo de sus insípidas vidas.
Con un pequeño ruido de ave cantor, sonó una alarma y de uno de los bolsillos interiores de mi chaqueta agarré un pequeño reloj de bolsillo con un botón en forma de caracola que nacía en la parte superior y que era adornado con motivos de hojas directamente talladas sobre un pequeño armazón de jade que escondía un cristal pulido con manijas engastadas en plata. Marcaba la hora a la que el encuentro se había dictado, lo que me despertó de mi abstracción.
Alzando entonces la mirada, pude encontrar la mirada de un hombre de ropas simples pero elegantes, donde ningún detalle quedaba al azar, pero al mismo tiempo era parco en ostentosidad haciendo gala de la preciada tela con la que su traje azul marengo estaba compuesta, y coronando con una pequeña medalla del Gobierno Mundial la parte derecha de su pecho.
El hombre no apresuró a saludar, sino que sonreía casi de manera satírica a las personas con las que se iba cruzando, como si buscara la aprobación del prójimo de una manera abyectamente sarcástica.
La presencia de aquel hombre de traje azul marengo fue suficiente para arrastrar consigo las miradas osadas de algunos transeúntes, y la torpe disimulación de otros que, con gesto nervioso, intentaban aparentar que no les importaba lo que estaba a punto de acontecer. Los murmullos se esparcían entre las sombras de los edificios, y más de uno no pudo evitar desviar la vista para robar un vistazo a aquel encuentro entre dos figuras que irradiaban una autoridad imposible de ignorar.
El hombre que describía su rostro anguloso y de tez oscura con unos grandes ojos cansados de color avellana, claramente mayor que yo aunque con porte regio y rematado por un peinado corto, avanzó con paso firme hacia mí al tiempo que se notaba el peso de las miradas que nos rodeaban como moscas a la miel, pequeñas y despreciables, pero tenaces en su deseo de presenciar cualquier gesto que los elevara momentáneamente de su normalidad. Algunos escondían su curiosidad con un movimiento brusco, fingiendo estar distraídos por el rumor lejano del bullicio ciudadano, o con el suave zumbido de la fuente que brotaba en el centro de la plaza, pero sus ojos traicionaban sus aspiraciones.
El hombre se acercó con esa sonrisa burlona y alzó ligeramente la cabeza, dejando que la medalla en su pecho brillara al sol, y con un tono cuidadosamente calculado, dejó salir las palabras, con un saludo parco en ornamentos pero decididamente directo.
No respondí de inmediato. Mi mirada se mantuvo fija en él, impasible durante unos pequeños instantes, mientras una sonrisa, quizá algo ladina, se esbozaba por la comisura de mis labios.
—Sir Arack, de los Obamars, al fin un nombre conocido— musité guardando mi pequeño reloj de bolsillo y ayudándome del bastón para ponerme a su altura. — Por supuesto, que he escuchado hablar de los suyos —comenté sin cruzar más que desairadamente su mirada durante unos instantes, demostrando cierto desinterés, intrínseco por otro lado a mi persona—. Aunque debo admitir que esperaba algo más... ostentoso, cierto es que podemos dejarnos de tratamientos honoríficos, al fin y al cabo no estamos en Tierra Santa. —continué dando paso a mi propia presentación singular, curiosamente sin mucho adorno auxiliar — Soy Sir Matthias Blutmond.
—Montfort es un lugar peculiar... —añadí, desviando completamente mi atención hacia la fuente que adornaba el centro del boulevard—. Un territorio construido por y para aquellos que creen que sus aspiraciones significan algo más que polvo bajo nuestros pies. Fascinante, para unos Juegos, claro... ¿No te parece? — continué en alusión a una de las aficiones que tanto se estilaban entre los celestiales.