Terence Blackmore
Enigma del East Blue
16-08-2024, 03:16 AM
(Última modificación: 18-08-2024, 01:27 AM por Terence Blackmore.)
Rostock, mi querida isla, siempre había sido un lugar de tregua para mis pensamientos más oscuros. Pero últimamente, incluso este refugio parecía perder su propósito. La vida, en su cruda realidad, se revelaba ante mí como un tablero de ajedrez, donde cada movimiento estaba dictado por el equilibrio entre el poder y la supervivencia. No se trataba de la moralidad o de la justicia; esos eran solo términos que los débiles usaban para racionalizar su impotencia. Lo que importaba era el control: el control sobre uno mismo, sobre los demás, sobre el entorno. Había aprendido a dominar ese arte en Rostock, observando cómo las fuerzas invisibles del mundo moldeaban incluso las vidas más insignificantes.
Mis nuevos acompañantes, Lance, Juuken y Shiro, aunque entretenidos en sus propios objetivos, se movían por el mundo como piezas sin saber que eran movidos por fuerzas mucho más grandes que ellos mismos.
Lance, con su sonrisa fácil y su retórica llena de ideales, no era más que un peón del destino, alguien que creía que la libertad se alcanzaba por la fuerza de la voluntad y la destreza con la espada. Lo observaba ahora, caminando a mi lado con esa energía juvenil que, en el fondo, me irritaba. Era predecible en su imprevisibilidad, lo cual lo hacía útil en ciertas situaciones, pero prescindible en otras.
Juuken, con su entusiasmo infantil, era otro tipo de criatura. Admiraba su voracidad por absorber el conocimiento, aunque lo hacía de manera tan ingenua que era casi entrañable. Me recordaba a mí mismo en una época más inocente, antes de que la vida me enseñara que el conocimiento no es más que una herramienta, y como tal, no tiene valor si no se sabe cómo emplearlo. Juuken todavía no comprendía que cada lección aprendida tenía un costo, y que ese costo, en algún momento, le sería cobrado.
Y luego estaba Shiro, un enigma envuelto en un silencio calculado. De los tres, él era el que más me intrigaba, quizás porque veía en su estoicismo un reflejo distorsionado de mi propio desdén por las trivialidades de la existencia. Su semblante frío y distante me hacía pensar que, tal vez, compartía conmigo la misma apreciación cínica del mundo, aunque no podía estar seguro. Aún no había decidido si era una pieza en mi tablero o un jugador más que debía vigilar.
Hoy yo portaba un atuendo bastante simple, una camisa blanca arremangada hasta el antebrazo y abierta a la altura del inicio del esternón, que combinaba con el pañuelo color gris marengo en mi cuello, sin más que algunos detalles florales simples, un pantalón oscuro de traje teñido en finas franjas grisáceas, zapatos de punta y tirantes, con detalles en plata. Sobre mi cabeza portaba un sombrero tipo fedora, ligeramente más amplio, de tono oscuro y con una franja simple blanca.
Al entrar en la taberna Tablaó, una sensación familiar de hastío me invadió. El lugar, con su luz tenue y el olor persistente a alcohol barato, estaba lejos de la grandeza que alguna vez había saboreado. Pero aquí, en estos rincones oscuros y sin pretensiones, se revelaban las verdades más crudas. Los rostros de los pocos clientes presentes reflejaban la monotonía de la vida en Rostock, hombres y mujeres que vivían al día, atrapados en una existencia que no podían controlar, pero que tampoco deseaban cambiar.
Aquel aspirante a músico, cantaba en el fondo con una pasión que nadie correspondía. Su voz se alzaba sobre la atmósfera adormilada de la taberna, pero no era lo suficientemente fuerte como para penetrar en los corazones de los presentes. Como muchos otros en este mundo, el trovador buscaba algo que nunca encontraría. Su música, aunque bien intencionada, no era más que otro eco vacío en un mundo lleno de promesas rotas. Observándolo desde mi rincón, me pregunté cuánto tiempo más seguiría intentándolo antes de darse cuenta de que el verdadero éxito no se encontraba en la melodía, sino en el control que uno tenía sobre los que la escuchaban. Fútil...
Los clientes que compartían el espacio con nosotros no eran más que sombras, vidas vacías que se desplazaban por inercia. Algunos pescadores, con las manos ásperas y las miradas cansadas, bebían en silencio, tratando de ahogar los recuerdos de una vida que nunca cambiaría. Otros eran mercaderes que discutían en voz baja sobre ganancias y pérdidas, como si esos números fueran a hacer alguna diferencia en el gran esquema de las cosas. Nadie aquí, excepto tal vez mis tres acompañantes, parecía consciente de la auténtica verdad detrás de la vida, sino que se habían rendido ante lo anodino y vulgar.
Mis pensamientos se desviaron hacia los recientes disturbios en la isla. Un puñado de insurrectos se había atrevido a desafiar a la marina, un acto que, en otro contexto, podría haber sido admirable. Pero aquí, en Rostock, era un esfuerzo inútil, un intento desesperado de aquellos que no comprendían que la verdadera rebelión no se hacía con armas o gritos, sino con la astucia y la manipulación. Los reclutas de la marina no eran más que otra fuerza en el tablero, piezas que podían ser utilizadas o eliminadas según conveniencia.
Mientras el músico entonaba su canción, una idea se formó en mi mente, una oportunidad que quizá podría aprovechar. Tal vez estos inadaptados que me acompañaban, junto con los disturbios recientes, eran solo las primeras señales de algo más grande, algo que podría moldear a mi favor. El East Blue estaba cambiando, y si había aprendido algo en esta vida, era que el cambio era una herramienta poderosa para aquellos que sabían cómo utilizarlo.
Al terminar de acomodarme en la silla de escasa calidad con la que me había logrado agenciar mientras esperaba que Lance pidiera algo de beber, confiando erradamente en su nulo gusto por la bebida, me quité el sombrero y lo dejé sobre la mesa, dejando ver un cambio en mi aspecto: mi cabellera negra, un rasgo recesivo en la genética familiar, probablemente originaria de la rama materna, y que durante años me había hecho ocultar mediante tintes con afán de seguir el burdo orgullo que la familia proveía ante los ojos extraños.
Vi que Juuken estaba asombrado de ver al ser que aplaudía casi solitariamente y que tenía una extraña forma marina. Un gyojin o quizá una ningyo... Nunca había diferenciado del todo bien a los habitantes oceánicos, pero no eran demasiado habituales en estos mares.
Las vicisitudes nunca llegan solas ¿Verdad?...
-Es un gyojin, Juuken- musité al tiempo que terminaba de posar el sombrero en la mesa, y aprovechaba la cercanía de la mano para traer hacia mi la bebida que el cano había depositado en la mesa junto con otras tres. - Son habitantes de una isla de las profundidades, y son bastante interesantes... Su taxonomía es... única - comenté mientras, en mi mente, diseccionaba a aquel sujeto con unos ojos que probablemente tuvieran cierto destello de curiosidad. -Probablemente sea una hembra... su cuerpo es menos recio de lo que suelen - finalicé mientras tras una pausa en la que bebía del vaso, profetizaba acerca del sabor de aquella bebida que comenzaba a rozar mi lengua.
Efectivamente, era catastrófica la combinación de este cóctel, y con un nulo contenido en alcohol, pero anulé lo que pude de aquel sentimiento de asco y pensé en las estrofas del músico frustrado.
¿Pirata disfrazado? ¿Sería que la sorprendentemente interesante Rostock guardaba algún tipo de tesoro?