Octojin
El terror blanco
23-08-2024, 05:12 PM
El aire se llenaba de electricidad y fervor mientras el profeta, en una escena digna de una tragedia griega, clamaba al cielo con sus brazos extendidos evocando a Norfeo, el supuesto dios de aquel extraño y tormentoso lugar. Octojin, empujado por un miedo visceral a lo desconocido y una fascinación casi hipnótica por las palabras del profeta, se encontraba sumergido parcialmente en el lago, con su mente girando en un torbellino de emociones y pensamientos caóticos, y alzando los brazos al igual que lo hacía el humano, que parecía poder leer el futuro con relativa facilidad.
Había algo en la ferviente devoción del auto-proclamado profeta que resonaba profundamente en Octojin. Aunque siempre se había considerado un ser racional, las circunstancias surrealistas y el poder del discurso del propio profeta habían abierto una brecha en su usual escepticismo. El gyojin no podía evitar sentir que, de alguna manera, las acciones que estaba presenciando eran parte de un designio superior, un plan divino que aún no comprendía del todo. Pero que haría por comprender.
El miedo, un acompañante poco frecuente en la vida de Octojin, comenzaba a asentarse en su pecho. No era el temor a la muerte lo que lo perturbaba, sino la posibilidad de estar ante una entidad cuyos motivos y métodos trascendían la comprensión mortal. Con la imagen del profeta lanzado brutalmente por el viento fresco en su mente, Octojin no pudo más que simpatizar con su dolor y su misión.
En el tenue reflejo de las aguas turbias del lago, Octojin observó cómo la rubia, cuya bala había mordido su carne en un encuentro anterior, se acercaba con una expresión que él no había visto en su rostro antes: el remordimiento. Ella nadó hasta detener sus brazos a una distancia respetuosa, sus ojos recorrieron la figura del gyojin con una mezcla de cautela y algo que podía interpretarse como sincera contrición. Y tras ello, lanzó unas disculpas con el característico acento que tenía, argumentando que el imponente porte del escualo le había hecho actuar así.
La sorpresa inicial paralizó a Octojin por un momento. No estaba acostumbrado a que los humanos admitieran sus errores, mucho menos que buscaran su perdón. Su primera reacción fue de incredulidad, pero al mirar en los ojos de la rubia, vio un destello de honestidad que no pudo ignorar. Después de un largo suspiro, Octojin asintió lentamente, la tensión en sus hombros disminuyó un poco.
—No te preocupes, te perdono, aunque el dolor fue real y el peligro, inminente —respondió con voz grave, pero no desprovista de calidez a la par que miraba a su alrededor, por si algo nuevo estaba pasando—. De verdá, to' tá bien. Cuida de eza' bolica' amarilla', caora vo' a charlá un ratito con er Norfeo—Octojin carraspeó un par de veces y se llevó la mano a la garganta. ¿Qué cojones? ¿Se le había pegado el acento aquél?—Perdonada.—finalizó con cierta angustia.
Su aceptación del perdón no fue solo una muestra de magnanimidad, sino también un reconocimiento de su propia necesidad de cerrar ese capítulo y avanzar. En el fondo, el encuentro con la rubia y su posterior disculpa le permitieron a Octojin reafirmar su fe en la posibilidad de entendimiento y paz, incluso entre especies tan diferentes. Era un paso pequeño, pero significativo, en su largo viaje hacia la reconciliación y la comprensión.
Entonces, el tiburón vio algo que pensó que tampoco era posible, y que se unía a la lista de cosas extrañas que estaban pasando en aquella isla remota. El humano que había expresado deseos lujuriosos con las dos mujeres del grupo, se desquebrajó por completo. Durante un instante Octojin se llevó la mano al corazón por instinto, pero pronto se dio cuenta de que ese hombre no había muerto, sino que se había transformado. De repente ascendió como si se tratase de un ángel, y su cuerpo desnudo fue un escaparate que todos, o casi todos, se vieron obligados a ver ante la incredulidad de la situación. Tras ello, cayó al agua de nuevo y empezó a orar.
El escualo reflexionó unos segundos... ¿Acaso era porque se había desnudado? El gyojin agachó la mirada, y se llevó la mano a los pantalones, y por un instante no tenía dudas de quitárselos. Pero en el último momento negó con la cabeza y volvió la mirada al resto de los allí presentes. La tranquilidad no era una opción, por lo visto. Y aquello provocó que la incertidumbre volviese a la mente del tiburón.
Impulsado por un deseo vehemente de participar y contribuir a la causa que el profeta había proclamado, Octojin tomó una decisión que resonaría con sus propias creencias y miedos. Con una mirada decidida al cada vez más rojizo lago, que estaba siendo considerado un altar sagrado, el gyojin se volvió a morder la mano en la misma zona en la que lo había hecho antes, esta vez con algo menos de fuerza, sintiendo el sabor metálico de su propia sangre mezclándose con el aire que los rodeaba. Sin dudarlo, dibujó con su sangre una cruz en su frente y otra más grande en su pecho, un gesto simbólico que sentía adecuado para la ocasión.
—¡Oh, Norfeo! —exclamó Octojin con voz poderosa, lanzando su propia plegaria al viento a la par que agitaba los brazos e intentaba imitar los gestos que anteriormente había hecho el profeta, buscando que así aquella deidad fuera capaz de oírlo—. Acepto este destino, sea cual sea tu voluntad. Si mi sacrificio es necesario, que así sea. Que mi sangre sirva como ofrenda para aplacar tu ira y proteger a estos seres que me acompañan en este extraño y terrorífico lugar.
Sin más preámbulos, y con un último suspiro de resolución, Octojin se sumergió en el agua del lago, permitiendo que la mezcla de líquidos lo envolvieran por completo. Bajo la superficie, abrió sus ojos para enfrentarse a cualquier destino que Norfeo tuviera reservado para él, esperando que su ofrenda fuera suficiente para ganar la clemencia del dios o, al menos, un signo de su presencia.
Mientras estaba sumergido, sus pensamientos se volvían hacia la vida que había llevado, las batallas que había enfrentado, y las verdades que había buscado. En ese momento de completa vulnerabilidad, Octojin confesó en silencio todas sus faltas y errores, las veces que había dejado que su orgullo lo guiara más que su sabiduría. Y, en definitiva, todos los momentos en los que había ejercido algún tipo de maldad a ojos de lo que podía ser aquella deidad.
Emergiendo lentamente de las aguas, Octojin esperaba cualquier señal, cualquier respuesta a su sacrificio. Miró hacia el cielo, buscando en las nubes alguna indicación, un cambio, un susurro del viento que confirmara que su acto de fe había sido observado. En el silencio que siguió, solo el sonido del viento y las pequeñas olas del lago le respondieron, dejando al gyojin en un estado de expectativa y profunda reflexión sobre su lugar en el universo y el verdadero costo de la fe.
Había algo en la ferviente devoción del auto-proclamado profeta que resonaba profundamente en Octojin. Aunque siempre se había considerado un ser racional, las circunstancias surrealistas y el poder del discurso del propio profeta habían abierto una brecha en su usual escepticismo. El gyojin no podía evitar sentir que, de alguna manera, las acciones que estaba presenciando eran parte de un designio superior, un plan divino que aún no comprendía del todo. Pero que haría por comprender.
El miedo, un acompañante poco frecuente en la vida de Octojin, comenzaba a asentarse en su pecho. No era el temor a la muerte lo que lo perturbaba, sino la posibilidad de estar ante una entidad cuyos motivos y métodos trascendían la comprensión mortal. Con la imagen del profeta lanzado brutalmente por el viento fresco en su mente, Octojin no pudo más que simpatizar con su dolor y su misión.
En el tenue reflejo de las aguas turbias del lago, Octojin observó cómo la rubia, cuya bala había mordido su carne en un encuentro anterior, se acercaba con una expresión que él no había visto en su rostro antes: el remordimiento. Ella nadó hasta detener sus brazos a una distancia respetuosa, sus ojos recorrieron la figura del gyojin con una mezcla de cautela y algo que podía interpretarse como sincera contrición. Y tras ello, lanzó unas disculpas con el característico acento que tenía, argumentando que el imponente porte del escualo le había hecho actuar así.
La sorpresa inicial paralizó a Octojin por un momento. No estaba acostumbrado a que los humanos admitieran sus errores, mucho menos que buscaran su perdón. Su primera reacción fue de incredulidad, pero al mirar en los ojos de la rubia, vio un destello de honestidad que no pudo ignorar. Después de un largo suspiro, Octojin asintió lentamente, la tensión en sus hombros disminuyó un poco.
—No te preocupes, te perdono, aunque el dolor fue real y el peligro, inminente —respondió con voz grave, pero no desprovista de calidez a la par que miraba a su alrededor, por si algo nuevo estaba pasando—. De verdá, to' tá bien. Cuida de eza' bolica' amarilla', caora vo' a charlá un ratito con er Norfeo—Octojin carraspeó un par de veces y se llevó la mano a la garganta. ¿Qué cojones? ¿Se le había pegado el acento aquél?—Perdonada.—finalizó con cierta angustia.
Su aceptación del perdón no fue solo una muestra de magnanimidad, sino también un reconocimiento de su propia necesidad de cerrar ese capítulo y avanzar. En el fondo, el encuentro con la rubia y su posterior disculpa le permitieron a Octojin reafirmar su fe en la posibilidad de entendimiento y paz, incluso entre especies tan diferentes. Era un paso pequeño, pero significativo, en su largo viaje hacia la reconciliación y la comprensión.
Entonces, el tiburón vio algo que pensó que tampoco era posible, y que se unía a la lista de cosas extrañas que estaban pasando en aquella isla remota. El humano que había expresado deseos lujuriosos con las dos mujeres del grupo, se desquebrajó por completo. Durante un instante Octojin se llevó la mano al corazón por instinto, pero pronto se dio cuenta de que ese hombre no había muerto, sino que se había transformado. De repente ascendió como si se tratase de un ángel, y su cuerpo desnudo fue un escaparate que todos, o casi todos, se vieron obligados a ver ante la incredulidad de la situación. Tras ello, cayó al agua de nuevo y empezó a orar.
El escualo reflexionó unos segundos... ¿Acaso era porque se había desnudado? El gyojin agachó la mirada, y se llevó la mano a los pantalones, y por un instante no tenía dudas de quitárselos. Pero en el último momento negó con la cabeza y volvió la mirada al resto de los allí presentes. La tranquilidad no era una opción, por lo visto. Y aquello provocó que la incertidumbre volviese a la mente del tiburón.
Impulsado por un deseo vehemente de participar y contribuir a la causa que el profeta había proclamado, Octojin tomó una decisión que resonaría con sus propias creencias y miedos. Con una mirada decidida al cada vez más rojizo lago, que estaba siendo considerado un altar sagrado, el gyojin se volvió a morder la mano en la misma zona en la que lo había hecho antes, esta vez con algo menos de fuerza, sintiendo el sabor metálico de su propia sangre mezclándose con el aire que los rodeaba. Sin dudarlo, dibujó con su sangre una cruz en su frente y otra más grande en su pecho, un gesto simbólico que sentía adecuado para la ocasión.
—¡Oh, Norfeo! —exclamó Octojin con voz poderosa, lanzando su propia plegaria al viento a la par que agitaba los brazos e intentaba imitar los gestos que anteriormente había hecho el profeta, buscando que así aquella deidad fuera capaz de oírlo—. Acepto este destino, sea cual sea tu voluntad. Si mi sacrificio es necesario, que así sea. Que mi sangre sirva como ofrenda para aplacar tu ira y proteger a estos seres que me acompañan en este extraño y terrorífico lugar.
Sin más preámbulos, y con un último suspiro de resolución, Octojin se sumergió en el agua del lago, permitiendo que la mezcla de líquidos lo envolvieran por completo. Bajo la superficie, abrió sus ojos para enfrentarse a cualquier destino que Norfeo tuviera reservado para él, esperando que su ofrenda fuera suficiente para ganar la clemencia del dios o, al menos, un signo de su presencia.
Mientras estaba sumergido, sus pensamientos se volvían hacia la vida que había llevado, las batallas que había enfrentado, y las verdades que había buscado. En ese momento de completa vulnerabilidad, Octojin confesó en silencio todas sus faltas y errores, las veces que había dejado que su orgullo lo guiara más que su sabiduría. Y, en definitiva, todos los momentos en los que había ejercido algún tipo de maldad a ojos de lo que podía ser aquella deidad.
Emergiendo lentamente de las aguas, Octojin esperaba cualquier señal, cualquier respuesta a su sacrificio. Miró hacia el cielo, buscando en las nubes alguna indicación, un cambio, un susurro del viento que confirmara que su acto de fe había sido observado. En el silencio que siguió, solo el sonido del viento y las pequeñas olas del lago le respondieron, dejando al gyojin en un estado de expectativa y profunda reflexión sobre su lugar en el universo y el verdadero costo de la fe.