Atlas
Nowhere | Fénix
24-08-2024, 10:49 PM
Lo último que pude recordar de la ciénaga fue un colosal trozo de piedra que se dirigía directamente hacia mí. Cuando desperté todo fue diferente a la ocasión anterior. Y es que aquella vez no sólo recordaba lo que había sucedido en la ciénaga, sino que en mi mente estaban grabados con total nitidez los recuerdos relacionados con la tundra helada. Podía recordar a la perfección a Sidd y cómo ambos nos congelábamos poco a poco, así como el cauce del río helado que terminó por engullirme. Recordaba también al enigmático y filosófico tipo de los acertijos con el que me había topado en la ciénaga, así como los hongos que te permitían llegar hasta las nubes de un salto. Y sí, era consciente de la mano de Norfeo en todo aquello. Norfeo, el Magno, quien parecía ser ese niño caprichoso que había decidido hacer de nosotros sus juguetes aquel día.
Preguntarme acerca de la naturaleza de todo aquello no tenía demasiado sentido en ese momento, pues había quedado claro que escapaba por completo a la comprensión de cualquier mortal. Tenía mucho más sentido preguntarme qué debía hacer para que, en un mundo tan real como onírico, todo saliese bien para mí. Tal vez decirlo fuera fácil, pero vista la facilidad con la que ese ente podía destrozar por completo cuanto estaba a mi alrededor, así como a mí mismo, me daba con un canto en los dientes con no salir de allí arrastrando ningún trauma.
—¿Y qué esperas de mí ahora, Norfeo, si puede saberse? —musité en voz baja al tiempo que daba un par de pasos hacia delante. En aquella ocasión el entorno designado para renacer o reaparecer era una gran montaña repleta de riscos, peligrosas cornisas y caídas eternas con afiladas rocas habitando los desfiladeros. El viento soplaba con furia, arrastrando voces de lamento y amenaza a partes iguales. Éstas gritaban en mi oído, aconsejándome sin quererlo que me marchase de allí. Pero claro, eso no dependía de mí.
No tardé en reparar en que había algunas cosas diferentes. En lugar de mi naginata portaba una totalmente diferente, algo más fina pero más larga. Sólo con mirarla se podía apreciar a la perfección que la calidad de la misma no tenía nada que ver con la mía propia. La hoja relucía por encima de mi cabeza y el resto de ella se adaptaba a la perfección a mi mano. El contrapeso era perfecto y, a pesar de parecer un poco más pesada, resultaba mucho más fácil de manejar y rápida en sus movimientos. Al igual que había sucedido en la tundra y en la ciénaga, di por hecho que en las inmediaciones habría más participantes de aquel caprichoso sueño. Si quería encontrármelos o no era algo que no tenía del todo claro por el momento. Todo dependía de a cuál de mis anteriores encuentros se asemejasen más.
Fuera como fuese, con el viento golpeando con semejante intensidad mi cuerpo —tanta que llegaba a resultar doloroso—, no tenía demasiado sentido que permaneciese allí, mirando a la nada desde un punto elevado que no me aportaba nada a mí, como yo tampoco lo hacía a él.