Octojin
El terror blanco
26-08-2024, 10:29 AM
El dolor punzante y la fiebre que ardía en su cuerpo nublaban la mente de Octojin, pero la voz firme y los ojos intensamente azules de Asradi le ofrecían un ancla en el torbellino de su agonía. La cercanía de otro de su especie, en un lugar tan remoto y peligroso, era un bálsamo en sí mismo, aunque su situación fuera grave. Su instinto inicial de defensa y desconfianza comenzaba a ceder ante la necesidad palpable de ayuda, y la presencia calmada de Asradi parecía prometer esa ayuda.
Octojin sabía que debía conservar la energía, por lo que se mantuvo lo más inmóvil posible mientras la sirena se movía con agilidad y eficacia para atenderlo. Cada toque, aunque leve, era un recordatorio punzante de su vulnerabilidad actual, pero también de que no estaba solo. La pregunta de Asradi sobre quién le había causado las heridas lo hizo fruncir el ceño. La memoria del encuentro con las criaturas bestiales era aún vívida, un recordatorio brutal de los peligros de la isla.
—No fue... un quién, sino un qué —murmuró con esfuerzo, con una voz ronca por la deshidratación y el dolor. —Dos criaturas, enormes y feroces... una batalla por territorio, supongo. Yo solo... estaba en el lugar incorrecto.
Mientras Asradi limpiaba su herida, Octojin sentía cómo el frescor del agua mitigaba parcialmente el ardor de la fiebre, aunque cada roce le recordaba dolorosamente la gravedad de su estado. La eficiencia de Asradi le impresionaba; era evidente que tenía experiencia en tratar con heridas y venenos, una habilidad valiosa en su entorno actual.
Al presentarse, Asradi ofreció una sonrisa que Octojin encontró reconfortante, un gesto que parecía fuera de lugar en la vasta e indiferente selva que los rodeaba. La mención de su nombre y sus intenciones le ayudaban a tejer una narrativa más clara, una que lo hacía sentir menos como una víctima del azar y más como parte de una historia compartida, aunque fuera brevemente.
—Gracias, Asradi —logró decir, aceptando la pasta de algas que ella le ofrecía. La idea de que algo tan simple como un alga pudiera purificar la sangre y combatir el veneno era fascinante, y aunque su mente científica quería indagar más, su cuerpo exigía que se centrara en sobrevivir. —Confío en ti. No tengo muchas opciones, de todas formas.
Tomó la pasta, notando su textura extraña pero no desagradable, y esperó, deseando que su cuerpo respondiera bien al tratamiento. Mientras Asradi se movía para encender una hoguera, Octojin intentó relajarse y conservar su energía. La promesa de estabilizarlo y seguir tratándolo le daba esperanza, un hilo tenue pero vital en ese momento.
—Tu conocimiento de las plantas y tu habilidad para usarlas... es impresionante —comentó, intentando hacer conversación a pesar del dolor. Quería saber más sobre ella, sobre cómo una sirena había aprendido tanto sobre la medicina natural y qué la había llevado a aventurarse sola en una isla tan peligrosa.
Con el alivio parcial que la pasta proporcionaba, Octojin se permitió observar más detenidamente a Asradi, apreciando no solo su competencia sino la fuerza tranquila que parecía emanar de ella. Era claro que, aunque estuviera fuera de su elemento en la tierra, no había perdido su conexión con el mundo natural, una conexión que Octojin también sentía, aunque de manera diferente.
Mientras la luz del día comenzaba a declinar y los sonidos de la selva crecían en intensidad, Octojin sentía, por primera vez desde su llegada a la isla, que tal vez no solo sobreviviría, sino que también aprendería algo profundo sobre el mundo más allá de su océano nativo.
Es entonces cuando, tras una ligera brisa, una serie de pájaros gigantes se acercaron y comenzaron a volar haciendo círculos alrededor de ambos habitantes del mar, a unos veinte o veinticinco metros del suelo. Sus graznidos eran continuos e incluso molestos, y aquello parecía ser una mala noticia no solo por la propia presencia de las aves. Tenía pinta que el ruido alertaría a más bestias, seguramente más imponentes y agresivas que aquellas aves.
El escualo cerró los ojos e intentó concentrarse al máximo posible en sus sentidos. Tanto su oído como su olfato estaban súper desarrollados, lo cual en aquella situación le venía como anillo al dedo. Los ruidos cercanos se agrupaban en su mente, que tardaba un instantes en separarlos y localizar exactamente donde se encontraban.
—Esto huele mal—comentó a la par que se movía ligeramente—, esos ruidos atraerán a más bestias.
Octojin sabía que debía conservar la energía, por lo que se mantuvo lo más inmóvil posible mientras la sirena se movía con agilidad y eficacia para atenderlo. Cada toque, aunque leve, era un recordatorio punzante de su vulnerabilidad actual, pero también de que no estaba solo. La pregunta de Asradi sobre quién le había causado las heridas lo hizo fruncir el ceño. La memoria del encuentro con las criaturas bestiales era aún vívida, un recordatorio brutal de los peligros de la isla.
—No fue... un quién, sino un qué —murmuró con esfuerzo, con una voz ronca por la deshidratación y el dolor. —Dos criaturas, enormes y feroces... una batalla por territorio, supongo. Yo solo... estaba en el lugar incorrecto.
Mientras Asradi limpiaba su herida, Octojin sentía cómo el frescor del agua mitigaba parcialmente el ardor de la fiebre, aunque cada roce le recordaba dolorosamente la gravedad de su estado. La eficiencia de Asradi le impresionaba; era evidente que tenía experiencia en tratar con heridas y venenos, una habilidad valiosa en su entorno actual.
Al presentarse, Asradi ofreció una sonrisa que Octojin encontró reconfortante, un gesto que parecía fuera de lugar en la vasta e indiferente selva que los rodeaba. La mención de su nombre y sus intenciones le ayudaban a tejer una narrativa más clara, una que lo hacía sentir menos como una víctima del azar y más como parte de una historia compartida, aunque fuera brevemente.
—Gracias, Asradi —logró decir, aceptando la pasta de algas que ella le ofrecía. La idea de que algo tan simple como un alga pudiera purificar la sangre y combatir el veneno era fascinante, y aunque su mente científica quería indagar más, su cuerpo exigía que se centrara en sobrevivir. —Confío en ti. No tengo muchas opciones, de todas formas.
Tomó la pasta, notando su textura extraña pero no desagradable, y esperó, deseando que su cuerpo respondiera bien al tratamiento. Mientras Asradi se movía para encender una hoguera, Octojin intentó relajarse y conservar su energía. La promesa de estabilizarlo y seguir tratándolo le daba esperanza, un hilo tenue pero vital en ese momento.
—Tu conocimiento de las plantas y tu habilidad para usarlas... es impresionante —comentó, intentando hacer conversación a pesar del dolor. Quería saber más sobre ella, sobre cómo una sirena había aprendido tanto sobre la medicina natural y qué la había llevado a aventurarse sola en una isla tan peligrosa.
Con el alivio parcial que la pasta proporcionaba, Octojin se permitió observar más detenidamente a Asradi, apreciando no solo su competencia sino la fuerza tranquila que parecía emanar de ella. Era claro que, aunque estuviera fuera de su elemento en la tierra, no había perdido su conexión con el mundo natural, una conexión que Octojin también sentía, aunque de manera diferente.
Mientras la luz del día comenzaba a declinar y los sonidos de la selva crecían en intensidad, Octojin sentía, por primera vez desde su llegada a la isla, que tal vez no solo sobreviviría, sino que también aprendería algo profundo sobre el mundo más allá de su océano nativo.
Es entonces cuando, tras una ligera brisa, una serie de pájaros gigantes se acercaron y comenzaron a volar haciendo círculos alrededor de ambos habitantes del mar, a unos veinte o veinticinco metros del suelo. Sus graznidos eran continuos e incluso molestos, y aquello parecía ser una mala noticia no solo por la propia presencia de las aves. Tenía pinta que el ruido alertaría a más bestias, seguramente más imponentes y agresivas que aquellas aves.
El escualo cerró los ojos e intentó concentrarse al máximo posible en sus sentidos. Tanto su oído como su olfato estaban súper desarrollados, lo cual en aquella situación le venía como anillo al dedo. Los ruidos cercanos se agrupaban en su mente, que tardaba un instantes en separarlos y localizar exactamente donde se encontraban.
—Esto huele mal—comentó a la par que se movía ligeramente—, esos ruidos atraerán a más bestias.